El crepúsculo, a lo lejos

elie wiesel

Durante un tiempo tuve el hábito de transcribir fragmentos (largos) de novelas que me gustaban para compartirlas con un amigo que transcribía fragmentos (largos) de novelas que le gustaban para compartirlas conmigo (espero que sólo conmigo, pero no lo sé). Era emocionante. Claro, uno podía ir y comprar el libro y leer de un jalón en vez de por entregas; pero tenía algo de emocionante, de personal, eso de leer las entradas aquellas, sabiendo que el interlocutor se había tomado el tiempo de transcribir… Claro, probablemente era un paso de transición entre los hábitos analógicos y los digitales que estábamos comenzando a forjar: ¡era tan nuevo eso de internet, el mail, la inmediatez!
Pasó el tiempo, perdimos el hábito, ambos (al menos el de mandarnos los fragmentos transcritos); pero algunos de los fragmentos se quedaron, aquí y allá, en un mail viejito, en un disco de respaldo, qué sé yo.
Y hoy me encontré, buscando otra cosa, uno de esos fragmentos: el inicio de la novela El crepúsculo, a lo lejos, de Elie Wiesel, uno de mis autores favoritos. La novela me archirrencanta, por cierto. Se las recomiendo montón y, como muestra, les dejo lo que jallé:

1.
Voy a enloquecer. Ahora es seguro. Después de la tempestad viene la calma. Oscilo entre ambas, por todas partes están las negras fauces del perro negro, veo el fondo del precipicio: tengo miedo y, sin embargo, tengo deseos de lanzarme. Avanzo y retrocedo al tiempo, al mismo paso, con el mismo designio. Hablo al callar, callo al hablar. Escucho al médico decirme: “cuidado, eres peligroso”.
¿Peligroso yo? ¿Por qué habría de serlo? ¿Porque conozco la verdad? Pero si no la conozco. ¿Porque la busco, entonces? Pero si ella me rehúye igual que la razón.
Afuera un viento suave sopla hacia la montaña. Me traslada a la infancia. En el camino eres tú a quien encuentro. Tú, la fuente tanto de mis certezas como de mis angustias.
Todavía es temprano, pero ya la clínica duerme. Abajo el pueblo duerme igualmente. Pero yo tengo miedo del sueño. Allí me espera un viejo; sé y no sé, ya no sé, quién es.
En mi sueño todo es estable. Ahora bien, prefiero la inestabilidad. En un mundo ordenado, me place ver nacer una conciencia que se desarrolle e inflame para denunciar la mentira de ese orden. Me gusta escuchar al viejo loco que hace tambalear todo lo que parece sólido.
Tambalea la piedra en la piedra, el cielo en el techo y el techo en la calle, y la calle en el adoquinado, y los vivos en las sepulturas. Tambalea el pensamiento en el pensamiento, el sueño en la memoria, la oración en las lágrimas del agonizante.
Mira: avanzo, avanzo hacia el recinto, me dirijo al océano. Un paso más, una palabra más y estaré del otro lado.
De ahora en adelante voy a reflexionar de otra manera, voy a expresarme en otra lengua, voy a reaccionar de modo inédito. Abandonaré mi cuerpo, repudiaré mi razón, me arrojaré a otra identidad, voy a precipitarme en otro tiempo y a enfundar un hábito que nunca ha sido el mío.
Adiós, yo.

2.
Todo mi ser me lo dice. Voy a enloquecer; probablemente ya ocurrió. ¿Soy yo el que veo en el espejo? ¿Soy yo el que te habla, el que me habla? ¿Es mi mano la que te escribe? ¿Por qué tiembla mi mano? ¿Es mi cabeza la que estalla, mi sangre la que azota mis sienes? ¿por qué tengo la impresión, la sensación de estar despierto incluso cuando duermo, como si otro durmiera en mi lugar? En mis sueños veo dos hombres que corren hacia el mar, uno detrás del otro, e ignoro si yo soy uno de ellos, o el espectador que los observa, o el ahogado que les pide auxilio. Nada es normal, ¿no es cierto?
No es normal este deseo que me invade, cada vez más, de gritar contra el ruido y la luz… contra el ruido que hace la violencia del crepúsculo que se niega a ceder ante la súplica de las estrellas. No es normal, te lo digo, no es normal esta necesidad que me domina de huir de este cuarto, de esta institución, de esta sociedad, de esta existencia, y de hablar a los árboles, a las raíces, y también de escucharlos. Y es que a veces se dirigen a tus piernas, otras a tus oídos, a tus labios, a tus dedos. Cantan en primavera. Entonces todo canta, las ramas y las flores y las hojas. Cada manojo de hierba canta a su manera, solía decir en gran narrador jasid, el rabino Najmán de Bratslaf.
También sucede que las nubes enloquezcan. En tales ocasiones su canto es peligroso. ¡Qué le vamos a hacer: las amo! Voy a impregnarme a fuerza de escucharlas. Seré un árbol en el bosque, flor entre las espinas. Moriré con el sol y me levantaré al amanecer. Seguiré los pasos del anciano loco que murió más de una vez. Reencontraré su locura y me remontaré hasta la fuente de la misma.
No me abandones.

3.
—Nada se agita en mí —dice el enfermo—. Nada vive ya en mí, excepto el miedo. Termino por comprender su alcance: temo haberlo olvidado todo. ¿Cómo hacer para trazar de nuevo mi camino? ¿de qué aferrarme para recobrar unas migajas de memoria, algunos trozos de mi pasado ser? Sé (ignoro cómo, pero lo sé) que la memoria es función del tiempo, o al menos de la duración. ¿Qué hay que hacer? Debo insertarme en el tiempo, no importa en cuál, en una conciencia en la que el tiempo no pueda ser borrado como la arena en una ruta frecuentada. Podría hacerlo, con tal que me fuera posible respirar, pero ni pensarlo; además, no se puede pedir demasiado de los muertos: si se pusieran a respirar como todo el mundo, ¿a dónde iríamos a parar? Que los vivos respiren, que se ahoguen; yo sólo les envidio la memoria, nada más. Ni la dicha, ni la curiosidad: únicamente la memoria… En mi tumba, a solas con mi cuerpo, entregado a él, me doy cuenta de súbito de que espero algo, ignoro qué; sé que espero a alguien, ignoro a quién. Sí, algo va a ocurrir, pero ignoro qué y quién va a producirlo. Sé, sin embargo, que esta espera corresponde a una lección aprendida. A partir de ella, a costa de considerables esfuerzos, reconstruyo la trama: la espera física se convierte en espera mental; la nebulosa espera cobra una forma, la forma de la palabra. Sí, hace tiempo había leído, en un libro viejo y polvoriento, que tres días después del entierro un ángel toca en la tumba del difunto y le pregunta el nombre. Desgraciado de él si lo ha olvidado. Eso es lo que me ha acontecido: he olvidado. Soy presa del pánico: ¿quién soy? ¡Dios de mis ancestros, ayúdame!: ¿quién quisiste que fuera? Veo mi rostro hundido, mis ojos mustios, mi boca, sé que esta visión de un hombre enfermo y algo entrado en años es la mía, sé que este hombre soy yo; pero igualmente sé que este saber es insuficiente, sé que este hombre es la suma de sus experiencias, de sus remordimientos, de sus fracasos, de sus triunfos, de sus silencios; en una palabra, de su memoria. ¡Oh, pobre de mí, carezco de memoria! Ya no recuerdo ni mi propio nombre. Y el ángel va a llegar de un momento a otro. ¡Va a golpear en mi tumba! ¡Me preguntará mi nombre y yo permaneceré mudo! ¡Repetirá la pregunta y no sabré qué responder! ¡La hará por tercera y última vez y todavía no tendré nada qué responder! Entonces se apoderará de mi alma y la lanzará a través del infinito, lejos de los hombres y lejos de Dios, irrecuperable, maldita por los siglos de los siglos.

El crepúsculo a lo lejos, Elie Wiesel, ed. Norma


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