Todos tenemos nuestras pequeñas excentricidades: hábitos o manías que pueden parecer extraños, pero que no son causal de internamiento en la Castañeda (pues, de hecho, apenas pueden clasificarse como conductas anormales).
Por ejemplo, yo tengo una bonita colección de excentricidadcitas, pero soy bastante funcional y apenas se me notan esas peculiaridades (creo). Solamente Alberto llega a mofarse de mi firme intención de adoptar una mesa específica en cada restaurante que visito, pero he de decir en mi descargo que cuando dicha mesa está ocupada busco la más cercana en características, en lugar de salir corriendo u obligar a salir corriendo a los ocupantes de la mesa en cuestión. Sí, los miro feo, y a veces les aviento migajas de pan o sal o medios limones, pero ¿no hacemos eso todos?
Otra de mis conductas ligeramente extrañas es que siempre que voy a entrar a un baño tengo la sensación de que en la taza voy a encontrar algo macabro: casi siempre, lo que creo que encontraré es un pulgar sangrante, un zombi sentado o un fantasma con la cara pegada al rincón, dándome la espalda. Por supuesto que jamás ha ocurrido (lo mío es excentricidad, no ruptura con la realidad).
Otra, hablando de baños: cuando estoy en uno público, busco siempre el reservado más lejano de la puerta, misma que abro muy despacio por si hubiera pulgar, zombi o fantasma.
De acuerdo: cuando voy manejando el autito, hablo sola. Pero eso es normal, ¿qué no? Lo mismo que regresarme varias veces al ya dicho autito para verificar que esté bien cerrado.
También está mi mal hábito de rascarme la cabeza hasta sacarme tantitita sangre y luego quitarme las costas; o el de morderme las uñas y guardarlas en los bolsillos de mis chamarras; o el de tronarme los dedos una y otra vez (truenan las tres junturas de cada dedo, además de la muñeca derecha y el cuello y los hombros)…
O el de soñar zombis; el de empezar a leer las revistas por la última página (creo que ese es muy común) o el impulso de colgar el teléfono justo cuando está llamando…
Ufa, ya listados, se ven más raritos… así que mejor me detengo.
Pero anden, cuenten (para que no me sienta sola): ¿cuáles son las pequeñas excentricidades de ustedes?
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Peculiaridades que no le hacen daño a nadie
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Zombies en Guardagujas #5
Un cuento mío de zombies acaba de aparecer en el suplemento Guardagujas, de La Jornada Aguascalientes. El suplemento en versión PDF se puede leer haciendo clic aquí.
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¿Me siento como creo que me siento?
Otro problema que me aqueja cuando estoy enferma es que dudo de mi propia enfermedad. ¿Poca confianza en mis víruses y bacterias? ¿falta de autoestima febril? Lo cierto es que sucede. Pongamos un ejemplo.
Supongamos que me da la migraña. Me siento Zeus (pero sin lo divertido: no me puedo convertir en cisne ni en lechón ni en platito de pocerlana) y pareciere que la cabeza se me parte en dos. Veo lucecitas de colores y percibo un sonidito como el de una tele recién prendida o recién apagada (o de un monitor malvibrado… ¿sí lo conocen, el sonidito?). Tantita luz me hace sentir náuseas (lo mismo que los aromas, puaj) y cualquier ruido me retiembla en los centros, como sonoro rugir del cañón.
Así que me tiro en la cama (si hay cama cerca) y me tapo la cabeza con la almohada; si estoy en la calle (oficina, escuela, súper, lo que sea) pondero la posibilidad de ir corriendo a casa a tirarme en la cama y taparme la cabeza con la almohada. Pero justo entonces, una vocecilla maligna me pregunta: «¿de veras te sientes tan mal? ¿no será una exageración, una falsa percepción, un dolorcito de morondanga? ¿qué tal que huyes de la oficina o cancelas tu clase y en cinco minutos se te quita?». Y de verdad que me tambaleo.
Así, mis migrañas pueden ser dolorcillos de cabeza; la influenza es una gripita, la fiebre es tantito escalofrío, la muela del juicio ni es pa’tanto. Pero la otra parte de mí se rebela: «caray–dice–: sí me siento mal. sí estoy malita».
–¿Sí? ¿100% segura?
–Pues… tengo náusea y me lastima el ruido y la aspirina no hace ni cosquillas…
–¿No será cosa de esperar un rato? ¿A que se pase el dolor, a que haga efecto la aspirinita? ¿no será hambre? ¿sueño? ¿cansancio? ¿ganas de llamar la atención?
–¿La atención de quién?Y así me sigo, discutiendo conmigo misma hasta que la cosa se agrava y salgo de dudas o se me quita (y también salgo de dudas).
Ahora, luego de cuatro inyecciones y pastillas para la inflamación de garganta y otras pastillas para el cuerpo cortado y la fiebre, me siento tan bien que me pregunto…
(Sí, en la imagen estoy yo, como diciendo: «chale, esta fiebre está ponedora: ¿qué hace Matisyahu sentado a la orilla de mi cama?)
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Fiebre de domingo por la noche
Tomado de http://www.shroomery.org/forums/showflat.php/Number/9868954 Me gustaría decir que nunca me enfermo, que tengo una salud de hierro, que mi umbral del dolor es más alto que la torre de babel, que mi dentadura es perfecta, que no heredé la migraña de mi abuelita, que no tengo sobrepeso, que mi condición física es excelente. Por supuesto que me gustaría decir todo eso, pero estaría mintiendo.
Lo cierto es que soy más bien del tipo descuidado (aunque creo que mi umbral del dolor sí es alto) y que tengo algunas predisposiciones genéticas que incluyen el peso, la dentadura, los dolores de cabeza y toco madera con respecto a otros males que ni la pena vale mencionar.
Y ahora, justamente ahora, estoy enferma. Traigo una infección marca llorarás en la amígdala izquierda (¿saben por qué, cuando las operan, siempre sacan juntas a las dos anginas? porque son muy amígdalas) y el bicho me ha ocasionado lo típico en estos casos: dificultad para tragar, cuerpo cortado, fiebre.
Es justo de la fiebre de lo que quiero hablar. o mejor dicho: de los sueños que tengo cuando me da la fiebre. Son raros, son inquietantes y, sobre todo, muy cansados. Porque, para empezar, cuando tengo fiebre creo que estoy despierta aunque en realidad esté dormida. Luego, aparece una escena de lo más cotidiano (por ejemplo, yo en la cama, tratando de dormir y de pasar saliva, cuando de pronto me asalta el pensamiento de -no sé- digamos, «tendría que ponerle comida al gato».
Ahí comienza la pesadilla. Porque inmediatamente después, me doy cuenta de que estoy dormida, despierto dentro de mi sueño, trato de pasar saliva y pienso: «tendría que ponerle comida al gato». Y entonces me angustio, porque me doy cuenta de que no desperté realmente, cosa que hago… y paso saliva y pienso: «gato. comida al gato. tendría que poner».
Entonces me sobresalto, me aseguro de que estoy bien despierta, paso saliva y trato de volver a dormirme. Y pienso: «comida tendría. ponerle al gato. gato comida tener. gato».
La cosa sigue por horas y horas. Entonces amanece, me siento en la cama y, antes de pararme o pasar saliva, me taladra el pensamiento: «al gato hay que ponerle comida. yo. tendría que hacerlo yo. ponerle al gato su comida. sí». Lo cual significa que en realidad no ha amanecido, ni han pasado horas y horas, ni he despertado.
A veces, lo que sigue es que alguien más aparezca, por ejemplo, mi mamá, y se sienta en la orilla de la cama (es tan real) y me dice: «¿ya le pusiste comida al gato?». En esos momentos febriles, resulta más espantador que una horda de zombis, y despierto con el corazón a todo lo que da: tucutún tucutún tucutún. Y trato de calmarme. Y pienso… claro, en la comida del gato.
Cuando al fin despierto ya no sé si estoy realmente despierta o no, si le puse o no comida al gato, si tengo o no un gato.
(tendría que irme a dormir, pero… )
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Oda al Cerelac
Anoche fui a la farmacia y, en lo que venía el dependiente a decirme que no, que no tenía la medicina que yo necesitaba, me quedé mirando los empaques de cereales para bebés.
No, mis queridas tías ansiosas de sobrinos-nietos: no me quedé viendo los cereales debido a un súbito deseo de darle papillas a Un Nuevo Ser (MR), sino porque se me antojó un buen plato de cerelac. Tal cual.
¡Pero no tenían de esa marca! Así que, más a fuerzas que por gusto, vencí la tentación (ya paladeaba mentalmente el cerelac tibio con platanito en rodajas), pero me quedé pensando en esos placeres simples de mi infancia que hoy no existen más.Volviendo justo al cerelac, mi hermano y yo lo comíamos con frecuencia. Yo, con la ligera sensación de estar haciendo algo incorrecto (porque pensaba que era para bebés y que una niña grande -¡de diez o doce años!- no debía seguir comiendo cosas para bebés.
Sin embargo, esa niña grande era la misma que tomó biberón hasta los seis años, así que no era tan difícil hacer a un lado la culpa y seguir devorando la papilla. Ojo: como saben los expertos, el cerelac se debe preparar con leche y no con agua, procurando que su consistencia sea casi la del engrudo (bueno, un poco menos, pero que no quede aguado) y que su temperatura esté por arribita de lo que consideramos tibio. El novamás, como ya quedó asentado, es cuando se le añade un plátano entero, en rodajas.
Un día, después de haber ido a vivir una temporada en Maryland y haber subido ahí unos quince kilos, mi mamá decidió que no comeríamos más cerelac, a menos que quisiéramos ser, mi hermano y yo, Tweedle Dee y Tweedle Dum para el resto de nuestras existencias. Si fuera un poco más cursi, diría que ése es el momento preciso en que dejé de ser niña para convertirme en una esclava de la báscula y el espejo (pero, siendo sinceros, sería de lo más falso, como pueden atestiguar mis ochenta kilos de gozo gourmet).
Lo cierto es que dejamos el cerelac y muchos años después quise comerlo de nuevo, pero ya no supo igual. Quizá algo cambió en mis papilas gustativas… o será que en los recuerdos siempre sabe todo más rico -o más gacho, según el tipo de recuerdo-; pero esa latita de cerelac que compré siendo ya adolescente se fue a la basura sin usarse más de una vez.
Hoy veo que la lata de cerelac con la que yo viví las mejores tardes de gula dice claramente que es «para lactantes, niños y adultos» y que tiene el dibujo de una ñora onda sex and the city, delgada y sexy, bebiendo su cerealito. Significa, por supuesto, que saliendo del trabajo IRÉ A BUSCAR MI CERELAC, y que si me preguntan, diré que estoy tratando de volverme -por supuesto- delgada y sexy a base de cereal, leche y plátano.
(Por cierto: ayer comí un taco de lengua y me supo TAN bien como me sabían cuando era niña. Y en este momento se me antoja un sandwich como los que preparaba mi mamá: jamón, queso, crema y frijolitos. yummy. O un buen plato de ropavieja como la que hacía mi abuela, con hartos chícharos. Ya me voy a comer algo).