Como prometí, y como hoy es lunes, comparto acá mi entrega de la semana pasada en La Jornada Aguascalientes (pero, si prefieren, la pueden leer directo allá en esta liga).
País de Maravillas
El extraño caso de los cuentos rusos desaparecidos
A Erika Mergruen en su cumpleaños.
Cuando era niña –si sintieron olor a moho y polvo al leer el inicio de esta frase, no se espanten: es porque les hablo del milenio pasado–, en casa había algunos libros de Editorial Progreso. Hechos en la URSS, eran una maravilla.
Recuerdo en particular uno, La casita bonita, de pasta dura y con ilustraciones primorosas. Era un conjunto de cuentos tradicionales rusos, del que mi favorito era el que daba título a la colección: un cántaro cae de la carreta de un mujik, una mosca (la Mosquita Golosita, se llamaba) se lo encuentra y se queda a vivir en él. Luego llega a vivir con ella el Mosquito Picadorsito. Y poco a poco la casa se va llenando. Recuerdo que, entre los habitantes del cántaro estaban la Raposa de la Lengua Hermosa y el Lebrato Saltador, que Brinca Más y Mejor (temo no recordar los demás nombres, pero había un gato, un lobo, un perro y a saber qué otros individuos). Dos cosas me fascinaban: la primera, que cada que llegaba un nuevo personaje preguntaba: “¿De quién es esta casita tan bonita? ¿Quién vive en ella?” Y todos los habitantes se presentaban, en el orden que habían llegado. Yo trataba de recitarlos también, así que era un juego de memoria. La segunda, que en cada ilustración la casita tenía alguna mejora: un escalón, una ventana, macetas, una chimenea… era otro juego: ver las diferencias, proponer (en mi cabeza) otras: una terraza, un jardín, ¿una alberca, tal vez?
En otro de los cuentos, una grulla y una zorra (aunque ahí le decían raposa, y me gustaba pensar que era parienta de la que vivía en la casita bonita de la historia de junto) eran comadres que se hacían maldades: la zorra ponía la comida en platos extendidos y la grulla usaba floreros de cuello angosto, por lo que una u otra se quedaban sin comer. La ilustración de la raposa, vestida de muñequita rusa, era simplemente genial.
Mi tercer cuento favorito de este libro era sobre una niña que tenía que rescatar a su hermano de la casa de la bruja Baba Yaga. La cabaña se movía gracias a que estaba asentada en una pata de gallina gigante, que brincaba de un lado a otro. Y la niña tenía que pedir ayuda a un río de leche con orilla de jalea, entre otros personajes raros y deliciosos. “Te ayudaré si tomas de mi leche y comes de mi jalea”, le decía el río a la niña y ella, despectiva, respondía: “En casa ni la mermelada me hace tilín”. Y yo… ¡bueno! extática, arrobada, feliz. Porque no sólo era ese mundo extraño sino que, además, el lenguaje mismo era rarísimo: “¿Me hace tilín?, ¿raposa? ¿mujik?”, me repetía yo, descifrándolo y tratando de incorporarlo a mi vocabulario, para llevar un poquito de ese mundo a la vida real.
Con el paso de los años dejé de releer La casita bonita. Además, cayó la URSS y, de pronto, las librerías de viejo estaban inundadas de libros de Editorial Progreso, con lo que perdieron a mis ojos un poco de su magia. Les dejé de poner atención.
Un día ya de este siglo, me acordé de la Mosquita Golosita y sus amigos. Fui a casa de mi papá y busqué entre mis libros infantiles La casita bonita. Sorpresa: no estaba. No estaban tampoco mis otros libros de Progreso. Mi papá no me supo decir si los regaló, se los robaron o se perdieron en alguna mudanza.
Sin ponerme loca todavía, comencé a visitar librerías de viejo. La sorpresa se convirtió en escalofrío: a excepción de algún libro para niños sobre astronautas o los beneficios de los planes quinquenales (bastante aburridos, en realidad) y tres o cuatro para adultos sobre la vida de Lenin o temas marxistas, ¡nada! Ninguno de los hermosos libros de cuentos tradicionales rusos que yo recordaba.
Como soy ligeramente obsesiva, ahora sé que La casita bonita es un libro con versiones de Alexei Tolstoi y que esas ilustraciones maravillosas son de un artista muy reputado, Evgeni Ráchev; que la traducción a la que le debo seguir diciendo no me hace tilín cuando algo no me entusiasma es de José Vento; que Progreso era una editorial de propaganda política y que en 1991 se reestructuró para sólo publicar en ruso y distribuir dentro de sus fronteras. Lo que no sé es qué pasó con todos los ejemplares que había en librerías de viejo, o los que estaban en mi casa.
Me gusta pensar que un día de 1991 un científico ruso apretó un botón rojo que activó un chip oculto en cada libro, haciéndolos flotar de vuelta a casa.
Ah, pero si de casualidad alguno de esos chips no se activó correctamente y usted tiene un ejemplar de cuentos rusos de Progreso en casa, cuídelo mucho y léaselo a toda la familia. Verá que a todos les hará tilín.
Deja un comentario