A veces pienso que el trabajo del creador (escritor, músico, pintor, cineasta) es similar al del médium: que consiste en darle cuerpo (con ectoplasma o con una obra, según el lado del símil) a elementos etéreos e inasibles, fantasmas o emociones humanas. Cuando se consigue, cuando el espíritu del muertito habla a través del médium (es decir, cuando un lector, escucha, espectador, etc se identifica con la obra) la satisfacción es enorme. De verdad. Y a veces no sabemos muy bien cómo lidiar con satisfacciones enormes, por lo que es fácil perderse y cometer burradas.
Me explico: en la escuela no nos enseñan a lidiar con el éxito, el diez es nuestra obligación y cualquier calificación inferior a esa se tolera mal o bien (dependiendo del profesor y los padres) pero no se festeja. En las justas deportivas se espera que aplastemos al contrario o que inclinemos la frente si perdemos y que aguantemos vara («ser buen perdedor») pero no se nos enseña, por lo general, a ser buenos ganadores también: a ser generosos con el contrario o con la porra que fue a aclamarnos por pura buena onda. Es más: para muchos de nosotros todavía es una bronca complicada aprender que no todo en la vida es competencia: que si X publica un libro no me está arrebatando a mí la publicación, y que si a Y le gusta el libro de X no significa que mi libro haya perdido un lector (eso, para poner el ejemplo literario, pero pasa en todos los niveles: desde los asesores telefónicos hasta los ministros religiosos).
Esa actitud me incomoda mucho. Para empezar, si alguien nos dice «me identifiqué con tu libro», yo creo que tendríamos que sentirnos agradecidos de que la persona le dedicó tiempo y nos concedió el voto de confianza necesario para quitar sus barreras emocionales y tender un puente de empatía. Sí, fue un chingo de trabajo, yo sé; pero es un chingo de trabajo que no vale de nada si no hay alguien que se le acerque y le dé vida con sus ojos (y/o sus oídos, manos, corazón, cerebro), ¿no?. Vamos, que sí tenemos mérito, pero también el muertito que se manifestó y también la persona que nos dice «¡ey! ¡esa es la voz de mi muertito!». Un espíritu que habla y habla pero al que nadie quiere escuchar es una condena para un médium, pensaría yo…
Claro, también puede ser que me equivoque y que estas ideas les parezcan absurdas a más de dos. Si fuera el caso, me disculpo: como les decía, no es algo que nos enseñen metódicamente y no hay una guía. O hay guías contradictorias: nos dicen que hay que ser modestos pero también nos dicen que hay que cacarear el huevo. Nos dicen que lo importante no es ganar, y nos dicen que la victoria sobre el oponente es lo único que cuenta. Nos dicen que somos parte de un todo y nos dicen que hay que ver por uno mismo y que todo Otro es nuestro contrincante en una lucha inmisericorde por la supervivencia. Está complicado.
Sin embargo, por complicado que esté, tengo la sospecha que uno de los chistes de este asunto es que no hay una verdad absoluta: que lo que le funciona a uno no tiene que funcionarle a otro y que si uno elige la soberbia y la lucha inmisericorde no quiere decir que yo tenga que seguir el mismo camino a la de a hueivo (Claro, tampoco me voy a poner de tapete para esas personas, pero eso es por comodidad, dignididad e instinto de supervivencia). Y si opto por otro camino tampoco tendría que despreciar a quienes no creen en él o que se van por otro lado. Que cada quien lidie con sus poderes mediúmnicos como mejor le resulte.
Ah, pero eso no quita que cuando uno encuentra ciertas guías se sienta inspirado y emocionado. Por ejemplo, ayer me tocó escuchar una anécdota sobre Alice Munro que me encantó: que había una cena de gala, de esas benéficas, y que uno de los asistentes le dijo a la mesera que lo atendía: «Me dijeron que la gran escritora Alice Munro es voluntaria en este evento. ¿Será aquella dama de allá, la del vestido de noche, el cabello esplendoroso, el mentón altivo?» Y que la mesera contestó, amable y sonriente: «Sí, ella debe ser». Luego la mesera terminó de levantar los platos sucios y se fue con ellos a la cocina. Y sólo después se enteró el comensal de que la famosa escritora, que sí era voluntaria, era precisamente aquella mesera que le recogió los platos.
Me gusta esa historia más que todas las historias que me cuentan de escritores ácidos, listos para humillar al pobre mortal que no supo reconocerlos o todas las otras historias de bullying de escritores a sus lectores.
Alguien me dijo que no me confunda: que Munro podía portarse así porque vivió otra época, una era anterior a las redes sociales. Que en la edad de la hiperinformación hay que cacarear el huevo, tomarle foto y subirla a instagram, compartir en youtube el video de cómo lo hicimos tortilla española, pagar un anuncio en facebook para «promover» el comentario de un amigo nuestro sobre qué buen huevo y qué rica tortilla y que luego hay que retuitear cada vez que alguien comparta la foto, el video o el comentario. Yo respondí que seguro habrá a quien eso le funcione, pero que a mí me abruma. Tampoco digo que hay que tirar a la basura el huevo, que conste. Pero ¿no se podría que nomás le compartiera la noticia del huevo a mis amigos para alegrarme con ellos, que si pongo el huevo en venta avise, sí, por si alguien quiere comprarlo, pero que luego pase a otra cosa, por ejemplo a preparar mi siguiente huevo?
No sé, pues. Pero justo hoy en la mañana acabo de recordar un texto buenísimo de Ephraim Kishon acerca de la postura de los escritores ante la actitud de los lectores. Y como está divertidísimo y no lo encontré en la red, lo transcribí para compartirlo acá. Sé que mi choro ya estuvo larguísimo y soporífero, pero de veras, échenle un ojo, no se van a arrepentir):
(Sin título, aparece como introducción a Arca de Noé, clase turista, de Ephraim Kishon)
Estoy sentado en la sala de espera de la estación ferroviaria. Mi mirada escrutradora —la mirada del escritor nato— se pasea sobre las multitudes aglomeradas a mi alrededor. Estoy particularmente interesado en un caballero sentado frente a mí, que lee el diario del día. A la verdad, sólo lo observo a él. Lo que lee es la edición del viernes donde apareció ese relato olvidable que si no me equivoco es creación de mi intelecto.
Por esta vez, experimento una curiosidad auténtica. Conozco cada línea impresa de ese ejemplar y sigo con ansiedad las maniobras que realiza con su diario el lector desconocido. Según lo que escoja en primer término, podré descubrir su nivel de educación, su opinión política y, hasta cierto punto, sus problemas biológicos. Algunas personas empiezan por las noticias, otras por las críticas de cine, otras, en fin, por los suicidios. El lector es para mí como un libro abierto. Hélo ahí: el caballero ha llegado a mi cuento. Salta a la página siguiente…
Este hombre, por ejemplo, es un idiota.
Claro que no espero que lea mi cuento; nadie puede obligarlo a hacer semejante cosa. Algunas personas han sido agraciadas con un sano sentido del humor, otras resultan ser débiles de entendederas, como ésta que tengo frente a mí. ¡No lo lea! Por favor, no necesito favores…
Tengo la penosa sensación de encontrarme en presencia de un individuo cuyas exigencias intelectuales no están por encima de las de un niño de tres años. Debe ser algún pequeño comerciante o mercachifle. Les doy mi palabra de que me inspira compasión. Ahora está hojeando el diario en sentido inverso. Derecho… derecho… hacia mi cuento. ¿Y qué con eso? ¿Ello bastará acaso para que cambie la opinión formada que tengo respecto a él? ¿Sólo porque ha consentido magnánimamente en dedicar un poco de atención a mi cuento? ¿Es así como ustedes creen conocerme? No, damas y caballeros, para mí sigue siendo el mismo tipo repulsivo que siempre ha sido. No me dejo impresionar lo más mínimo por su talento, su excelente aspecto, sus ojos inteligentes…
Naturalmente, no le guardo rencor. Al fin y al cabo, ¿qué daño me ha hecho? Se limitó a hojear con atención todo el diario para volver luego directamente a la sección más escogida del mismo. No hay nada de malo en ello. Por el contrario, revela un juicio metódico y una notable madurez ideológica.
Aunque llegado a este punto debió haberse reído ya.
En la décima o undécima línea está ese chispeante juego de palabras: allí por lo menos debió haber sonreído. Pero se limita a permanecer sentado, con su enorme cabezota calva, como si estuviese en un velorio. Un vulgar vividor. Lo único que le interesa es el dinero. ¡El dinero! ¡El dinero! ¡El dinero! ¡Repugnante! Yo no confiaría ni un centavo a sus manos peludas. ¡Vaya, ahora bosteza! Culpa de estos sujetos padecemos una inflación desenfrenada. Y las autoridades no mueven un dedo. Lindo estado, digo yo.
¡Se sonrió!
¡No me cabe la menor duda de que se sonrió! Vi claramente cómo se estremecía la comisura izquierda de sus labios. Es obvio que estos aristócratas son verdaderos expertos cuando se trata de ocultar sus auténticos sentimientos. Tiene un maravilloso dominio de sí mismo. Pero finalmente incluso él debió rendirse a la seducción del buen humorismo. Cada uno de sus movimientos destila dignidad y nobleza. Sabe tanto. ¡Es fabuloso lo que sabe!
Aunque pensándolo mejor, me parece que no se sonrió nada, sino que se limitó a hurgarse los dientes amarillos con sus dedos manchados de nicotina. ¡Santo cielo, qué pedazo de bestia! ¡Un carnicero! Sí, eso es lo que es, un carnicero.
¡Tu lugar, miserable engendro, está en tu tenebrosa covacha, entre las medias reses de las que chorrea sangre inocente! Te imploro que dejes en paz el fruto de mi trabajo, que no lo contamines con tus ojos…
Eso, suponiendo que sepa leer.
¿Por qué no? ¿Y si sólo estuviese simulando leer? Acaso no sea ésta más que una pantalla para disimular el crimen escalofriante que se dispone a cometer. Un tipo de tal especie es capaz de cualquier cosa. Fíjense en sus ojos. Hay algo siniestro en ellos. Su nariz… un pico de buitre. Sus orejas reflejan crueldad. Su cuerpo fofo y rechoncho está podrido hasta la médula. Y ahora que lo pienso mejor, ¿qué estará haciendo en una estación de ferrocarril? ¿Qué estará tramando su cerebro morboso? ¿Será acaso… un espía? Es muy posible. Cualquiera que sea capaz de leer mi cuento, el cuento que yo he escrito, son semblante tan lúgubre… ¡no es judío! ¡Te has disfrazado muy bien, muchacho, pero no podrás engañar a mi instinto! Debo presentar la denuncia a la policía: un sujeto sospechoso está rondando por la estación y no se divierte con mis cuentos; por favor, envíen en seguida un auto patrullero…
¡Epa, se está riendo!
Está siendo literalmente sacudido por las carcajadas. Lo más probable es que hasta ahora no haya concentrado bastante sus pensamientos. Al fin y al cabo también él es humano, ¿no es cierto? Quizá se trata de un profesor distraído, con la cabeza llena de ideas sobre cuestiones nucleares. Aunque, para ser sinceros, su aspecto no es el de un profesor. Me recuerda más a un Juez de la Corte Suprema, o a un almirante, o a alguna otra cosa.
Pero sea lo que fuere, cualquiera que pueda reírse con semejante entusiasmo al leer un cuento tan excelente es un honesto ciudadano, que Dios lo bendiga. Sólo ahora comprendo hasta qué punto pueden ser engañosas las primeras impresiones. ¿Dónde es posible hallar en nuestros días unas facciones de corte clásico como las suyas? Ojos perspicaces, plenos de generosidad y comprensión. Sus dientes inmaculados resplandecen a la luz del sol. Es un poeta. Ser humanitario de corazón ardiente, bienhechor, lector mío, me gustaría besar su frente singularmente ampliar. Quiero a este hombre. Me encanta su risa perlada. Porque es una personalidad. Dicho del país que tiene hijos como él y como yo. Estimado caballero, permitir que os llame Padre…
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