(Escribí este ensayo para un libro electrónico que editó, en 2011, el festival de cine de horror Noctambulante. Ahora lo recupero para ponerlo aquí.)
¿Qué sería del séptimo arte sin el horror? Este género acompaña al cinematógrafo casi desde su invención (o desde su invención misma, si recordamos las anécdotas de cómo se ponía la gente al ver La llegada del tren, primera película de los hermanos Lumière).
Si bien al principio se esperaba que el cine cumpliera con una función meramente documental, pronto, muy pronto, se convirtió en campo fértil para la imaginación, y, en particular, para sus engendros más retorcidos: varios de los monstruos más emblemáticos de la cultura popular encontraron su lugar en el cine en fechas tan tempranas como 1910, año en que se estrenó la primera versión de Frankenstein (dirigida por J. Searle Dawley).
A este pionero pronto lo siguieron el gólem, criatura legendaria de la tradición judía; el jorobado de Notre Dame, engendro creado por el novelista francés Víctor Hugo; y, por supuesto, Nosferatu, el vampiro salido de las páginas de Drácula, de Bram Stoker.
Sin embargo, pocas de estas criaturas han logrado permanecer en el imaginario colectivo, causando el mismo terror que al principio: basta ver las iteraciones más recientes del vampiro (¿vírgenes hasta el matrimonio que irradian chispitas?) o del Jorobado de Notre Dame (¿bailar con las gárgolas, en serio?) para darnos cuenta de que varios de ellos difícilmente podrían hacernos temblar.
Por otra parte, también es interesante que la gran mayoría de estos seres surgieron previamente al cine y que son sólo una adaptación de criaturas surgidas en otros medios, sobre todo en la literatura.
Hay una excepción notable a esta tendencia: el zombie, sin duda el primer monstruo netamente cinematográfico.
Vayamos por partes: el ingreso del zombie al cine sí se debió a un libro, pero no fue una novela o un cuento; sino al tratado antropológico La isla mágica, de William Seabrook, publicado originalmente en 1929.
Estas historias acerca de los falsos muertos, raptados de sus propias tumbas y convertidos en esclavos sin voluntad, llamaron fuertemente la atención del público (primordialmente del anglosajón). Sin embargo, lo mejor ocurrió tres años después, cuando el director de cine Victor Halperin y el guionista Garnett Weston se basaron en La isla mágica para crear la película White Zombie, con Bela Lugosi.
Aunque no le dieron el crédito correspondiente a Seabrook, el éxito de la película se sumó al interés que había despertado el libro y el término “zombie” se convirtió en sinónimo de “muerto viviente obligado a cumplir con los caprichos de gente malvada”, o algo por el estilo.
De haberse quedado en esa acepción, el zombie habría permanecido como un personaje intrascendente, apenas arriba de la utilería en una que otra película exótica sobre magia negra y vudú.
Y es que, al principio –como bien lo ha expresado el escritor y guionista John Skipp en su ensayo “The long and shambling trail to the top of the undead monster heap” (Zombies, encounters with the hungry dead, Black dog and Leventhal Publishers, 2009), los zombies eran “los esclavos definitivos”: carentes de voluntad, ignorantes de su pasado, ajenos a cualquier sentido de identidad individual, estos rebaños de exhombres (y una que otra exmujer) aterrorizaban al público por la perspectiva de la aniquilación total de la voluntad humana.
Pero por suerte (para el zombie y para sus fans) el imaginario colectivo decidió usar esa misma palabra para denominar a otro tipo de muertos vivientes: los ex-seres humanos reanimados cuyo único objetivo es destruir a sus antiguos colegas de especie en la película de un joven director hasta entonces desconocido.
Era, obviamente, George Romero. A sus 28 años, había dirigido sólo comerciales de televisión, pero tenía el firme propósito de hacer una película divertida, interesante. Curiosamente, para el guión se basó en la novela Soy leyenda, de Richard Matheson. Cambió las hordas de vampiros anárquicos por enjambres de muertos vivientes y conservó la atmósfera de desolación de los personajes encerrados, sitiados por los monstruos, aparentemente sin escapatoria. Más importante: introdujo por primera vez el canibalismo en todo su esplendor, rompiendo así uno de los tabúes más estrictos del cine hasta el momento.
Así, a partir del filme de George Romero, la aterradora sumisión del zombie haitiano dio paso a un nuevo horror: el colectivo irracional, con el que no se puede negociar ni pactar, que despoja al individuo no sólo de su voluntad, sino también de su conciencia y hasta del último rastro de humanidad. Estamos ante el monstruo perfecto.
Casualmente, en la primera película de Romero (La noche de los muertos vivientes, 1968) nunca se usa la palabra “zombie”; pero pronto se popularizó el término para designar a sus monstruos. Fue cosa de tiempo (y ni siquiera de mucho tiempo) para que otros guionistas y directores adoptaran y recrearan esta versión del zombie.
En general, estas películas tienen en común varias cosas:
- Se centran en un grupo limitado de sobrevivientes que deben enfrentarse a la amenaza zombie
- Nos presentan a los monstruos como hordas invencibles, más por su número que por sus “poderes especiales”
- Si bien nos regalan escenas deliciosas de canibalismo o de orgías de sangre, la tensión dramática reside en las diferencias al interior del grupo de sobrevivientes
Lo más sorprendente es que, pese a los años transcurridos desde entonces, a lo limitado de la fórmula y a la gran cantidad de filmes sobre el tema, el interés por los zombies parece no agotarse y, aunque hay muchas películas donde se aborda el asunto en un tono cómico, este monstruo no se ha suavizado al modo del vampiro. Por el contrario, aún en las historias menos sangrientas (me viene a la mente la genial Pontypool, de Bruce McDonald, de 2008) o en las más delirantes (como El desesperar de los muertos, de Edgar Wright, 2004), la presencia zombie resulta aterradora, cuando menos.
Esto se debe, muy probablemente, a que las películas de zombies han sabido combinar el miedo básico a ser devorados o convertidos en parte del ejército de caníbales sin voluntad con otros temores: a la Otredad (como en las películas de Romero), a una guerra nuclear (como El regreso de los muertos vivientes 2, de 1988, dirigida por Ken Wiederhorn; por cierto, es la primera película donde los zombies dicen “Brains!”), a una mutación genética (por ejemplo, Exterminio, de Danny Boyle, 2004), a una madre castrante (se puede ver en Tu mamá se comió a mi perro, de Peter Jackson, 1992), a la discriminación social (Fido, de Andrew Currie, 2006) o al lenguaje mismo (y aquí vuelvo a citar Pontypool).
Lo mejor de todo es que nos encanta horrorizarnos. Mientras esto no cambie, el zombi seguirá siendo una de las grandes amenazas en el cine. Porque, a fin de cuentas, se trata, como los demás monstruos, de la exacerbación de El Otro, el que es distinto a mí como espectador. Pero, dentro de la Otredad, el zombie es el peor escenario posible.
Como dijo en alguna ocasión el escritor de terror Clive Barker, “Los zombies son el monstruo ideal de fines del siglo XX. Un zombie es algo con el que uno no puede lidiar. Sobrevive a todo. Frankenstein y Drácula pueden ser vencidos de muchas formas. Los zombies no. No se puede negociar con ellos. Ellos simplemente continúan persiguiéndote. Los zombies consisten en la necesidad del ser humano de lidiar con la muerte. Representan una cara muy específica de ésta. Y el hecho de que podamos hablar de esto, echa por tierra la teoría de que el género no puede tomarse en serio”.
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