¡Qué largo fue 2012! Trato de pensar en los puntos más importantes del año y siento que, algunos, ocurrieron hace mucho, muchísimo tiempo. Pero reviso la agenda y descubro que no: que, cuando mucho, han pasado once meses. Supongo que esta percepción se debe a que, para mí, 2012 fue un año intenso: lo inicié en cama, con un esguince de tercer grado con dislocación de peroné, la pierna izquierda envuelta en una férula. En esas primeras semanas del año descubrí que pequeños actos trivialísimos, como ponerme un par de calcetas o levantarme al baño en la noche, podían ser realmente complicados. Aprendí, también, a pedir ayuda (nunca me había dado cuenta de que tenía problemas con ese tópico) y, ya encarrerada en lo del reposo, a tejer con agujas mientras veía la enésima repetición de Rosa Salvaje en la tele de paga. Si en enero de 2012 alguien me hubiera dicho que iba a ser un gran año, le habría clavado las agujas de tejer en los ojos (también tuve problemas de tolerancia a la frustración en esos días).
Con todo, creo que fue mi año. Ya que me quitaron la férula y mejoró un poco mi humor, admití que lo que me interesa de veras es escribir (aunque no lo hice en los días del estambre y Rosa Salvaje). Con esa certeza terminé de escribir una novela que empecé en 2010 y la envié al premio Gran Angular, que convoca la editorial SM. También corregí algunos cuentos que tenía en espera desde principios de siglo y escribí algunos otros. Varios de ellos los envié a revistas y antologías. Varios fueron seleccionados y andan ya por aquí y por allá, en papel y en la red. Pero lo mejor de todo es que Ojos llenos de sombra, mi novela, ganó el premio al que la mandé y fue publicada en septiembre. Mientras hago cuentas (uso un dedo para representar cada mes, para no equivocarme) me cuesta creer que haya sido sólo seis o siete meses después de que decidí que iba a tomar en serio la escritura, pero vuelvo a contar los dedos extendidos y tengo que reconocer que así fue. No puedo, no debo quejarme.
El domingo pasado (16 de diciembre) se cumplió un año exacto de que me hice el esguince. El pie me duele cuando hace frío, y una segunda caída (en octubre) me tiene un poco descuadrada, pero en general puedo moverme sin problemas. Este año brinqué y bailé, emocionada, en el concierto de Sisters of Mercy, una de mis bandas favoritas desde el siglo pasado; también caminé sin descanso por las calles de Venecia y París, acompañando a mi papá a cumplir su sueño de toda la vida. No sólo mis pies se la pasaron mejor que en enero: mis ojos también tuvieron lo suyo: me regalaron algunos libros de Elena Fortún, una de las escritoras que más admiro; y vi publicada la novela en la que Alberto, mi esposo, estuvo trabajando los últimos ocho años.
Sí, 2012 también trajo su carga de tristezas y malas noticias, algunas muertes en la familia y problemas en el país a los que no puedo, no quiero dar la espalda; pero creo que en el futuro seguiré recordándolo como el año en que metí la pata y me decidí a ser escritora. Sin que una cosa tenga que ver con la otra.
(La hermosísima ilustración que encabeza la nota es cortesía de Margarita Nava y nunca acabaré de agradecérselo)
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