Categoría: recuerdos

  • Cotorreo zombi

    Cotorreo zombi

    Buscando un archivo que me urge (y que aún no encuentro) me topé en un disco de respaldo este fragmentito de un cotorreo que escribí hace unos años. No lo puse acá en el blog porque me pareció poco ético, dado el trabajo que tenía entonces. Hoy, que ya no trabajo ahí y que el personaje principal del cotorreo ya felpó, se los comparto.

     

    Ope

     

     

     

    (…)

    Sonó una voz en mi walkie-talkie. Era una voz tensa, preocupada. Me costó trabajo reconocer en ella al gran Carlitos. Pero era él, sin duda era él.

    —Raquel, necesitamos tu ayuda —me dijo.

    —M

    aestro, ¿dónde está? ¿sigue en el refugio de la ciudad?

    —Claro, no me iba a perder mi homenaje sólo por un ataque de zombies.

    Pensé que eso era peor que arrogante, pero no se lo podía decir: era el gran Carlitos.

    La civilización había caído, pero la Literatura sigue siendo la Literatura, mientras haya quien recuerde las grandes obras y salgan números de La Revista Liberal (delgados como rebanadas de jamón caro, irregulares como periodo de adolescente, pero aciditos y malaleche como antes del ataque zombie).

    —Maestro, ¿cuál es el problema? —le pregunté, omitiendo mis glosas sobre la gran idea de quedarse en medio de una ciudad sobrepoblada durante un ataque zombie.

    —Pues nada, que ayer se volvió loco Chris. No soportó ver al cadáver andante del Maestrísimo Ope y se derrumbó.

    —¿Vieron al zombi de Ope? Quiero decir, ¿del Maestrísimo Ope? —pregunté, sorprendida.

    El gran Carlitos bajó la voz:

    —Tú sabes que conmigo no tienes que decirle así. Por mí, dile opito. Sin mayúscula. Pero sí —y volvió a su tono de voz anterior—, lo vimos, arrastrando los pies y gimiendo como todos los otros cadáveres andantes. Por cierto, ¿podrías no decirles zombis?

    —Cadáver andante me suena a Quijote Macabro o película de Disney —le contesté—. Si me perdona, zombi es más corto. Y más exacto. Pero dígame, Maestro, ¿qué pasó?

    El gran Carlitos suspiró. No estaba en posición de corregirme. A fin de cuentas, yo era su única esperanza: la única sobreviviente con un todo-terreno, un helicóptero, varias ametralladoras, una bazuca, un refugio seguro en la sierra de Puebla y, sobre todo, interés en acudir al rescate de escritores y otros intelectuales incapaces de correr más de cien metros sin perder el aliento. La excepción era, por supesto, Dajota, pero él estaba fuera de peligro en la selva.

    El gran Carlitos continuó:

    —Pues nada, que Chrissie enloqueció al ver a Oupi y salió corriendo tras él, gritando «vuelve, maestro, vuelve». No nos atrevimos a salir a buscarlo. Supongo que a estas alturas ya es uno de ellos.

    —Una gran pérdida para la crítica literaria postapocalíptica —dije, no muy convencida—. Pero mientras nos quede el pequeño… el pequeño… el niño, el criticoncito… el malmodiento, ¿cómo se llama?

    —¿El chico ennui? —y soltó una risita—. Lo tenemos amordazado y sin plumas a la mano. Bueno, pero el golpe a la crítica literaria no importa tanto. Digo, no es que importara tanto aún antes de todo esto, ¿no? Lo grave es que Chris dejó la puerta abierta y…

    —¿Se metieron los zombies al refugio? —le pregunté casi a gritos.

    —Sí… tomaron la planta baja.

    —¡Dios!

    —¿Dime?

    —No le dije «dios» a usted, no se pase de egocéntrico. ¿Volaron las escaleras, como les dije que había que hacer en caso de…

    —Sí, sí —me interrumpió—. Usamos la pólvora, casi no hubo bajas…

    —¿Casi?

    —Raquel, me quiero ir a París. Aunque ya no se haga mi homenaje.

    —París también está lleno de zombies, Maestro.

    —Pero deben ser más… bueno, más parisinos, ¿no?

    —No sé. No he ido últimamente —le dije, cortante—. Maestro… me está irritando. ¿Qué quiere? Y por favor, que no sea que le consiga un boleto en primera clase para ir a París.

    No me arrepentí de mi sarcasmo. Una cosa es ser mecenas y otra convertirse en niñera. Eso no va conmigo.

    —Lo siento. Quiero… queremos que nos salves. Que vengas por nosotros y nos lleves a tu refugio en la sierra.

    Le expliqué que, si iba por ellos, no sacaría del refugio a los jóvenes escritores «emergentes» que habían aceptado mi protección al inicio de la crisis, que el trato sería igualitario y que no aceptaría dividir la casa en derecha e izquierda. Menos aún, en arriba y abajo. El gran Carlitos dudó, pero en segundo plano gritó una voz femenina que todo lo aceptaban.

    —Prepárense —le dije—. En unas horas estaré por allá, asegúrese de que nadie más se vuelva loco.

     

    Corté la comunicación y bajé al comedor. Sólo estaban D.H. y A., mi marido, platicando animadamente sobre diferencias entre las distintas ediciones de El Quijote.

    —Voy a salir. Cayó el refugio de los Maestrotes, los voy a traer.

    Ellos asintieron distraídamente, creo que ni me escucharon. Salí y me subí al combi-helicóptero. Pensé en la suerte que habíamos tenido al encontrarlo, con tanque lleno y espacio para veinte personas, pero me estremecí al recordar lo doloroso de aquella aventura.

    A. se asomó.

    —¡Mi amor! Si pasas por la Biblioteca de la Ciudadela, y no hay muchos muertos redivivos cerca, ¿nos traes unas ediciones críticas de El Quijote? Es que queremos comprobar una cosita…

    Pensé en corregirle el término: «muertos redivivos» era largo y medio snob, pero así son los escritores, ése era mi consentido, y, bueno, ya se habían acostumbrado mis inquilinos a ese término. Les asustaba menos que «zombis». Así que sólo asentí y me puse mi traje protector extra-fuerte: tenía el presentimiento de que el viaje no iba a resultar tranquilo.

     

    (SIGUIENTE CAPÍTULO: LA TOMA DE LA CIUDADELA).

  • Nueva etapa

    Nueva etapa

    Fue hasta 2005, después de seis años de trabajar en Canal Once, que supe por primera vez lo que se siente que te corran. No era mi primer trabajo, sino el segundo; pero el anterior, haciendo guiones para la SEP y la BBC de Londres, era un proyecto con principio y fin, por lo que cuando acabé, simplemente di las gracias, recibí mi cheque y fui feliz.

    En Canal Once, en cambio, trabajé durante años, sintiéndome parte de la barra para la que escribía, haciendo míos sus principios de equidad, perspectiva de género y cultura de la prevención. Me clavé, pues. Así que fue muy intenso el golpe emocional cuando me citaron un día para decirme que al día siguiente ya no era parte de Diálogos en Confianza, y que ni me molestara en entregar los guiones que estaba desarrollando en esos momentos. Así: No, mañana ya no vienes, ésta fue la última quincena que se te paga, no hace falta que entregues esos guiones que te tocaría mandar el lunes. Así.
    Y yo, confusa y dolida me fui sin hacer ningún pancho ni exigir nada ni sacar mis cosas del estantito que compartía con otro guionista.

    No es que me agarrara realmente de sorpresa el cortón gacho: hacía casi un año, desde que corrieron a mi primera jefa en Diálogos, Maru Tamés, que yo pensaba seriamente en renunciar. En vez de Maru habían puesto a dos jefas de las que, como no tengo nada bueno que decir, mejor no hablaré. Sólo he de decir que una de ellas, la que me decía «bizcochito» y se quejaba de que en programas de contenido social se discrimine a la gente bonita y rubia, había agotado mi paciencia un poco más que la otra, la que creía que estábamos en un kinder a su cargo y nos trataba con una dulce y siniestra condescendencia estilo Dolores Umbridge. Y eso lo digo sólo para tener contexto: alrededor de un mes antes de que me despidieran había tenido una discusión con Bizcochito y le había levantado la voz. Así que en cuanto ella consiguió que echaran a Umbridge y tomó el control total, me dio cuello. Era de entenderse. De esperarse.

    Creo que lo que más me molestó fue que yo llevaba meses pensando en renunciar y no lo hacía por mi lealtad a Diálogos. Es como cuando no cortas a un novio por tratar de salvar la relación y de pronto te enteras que hace rato que te pone el cuerno, y te bota.
    Pero esa experiencia (que fue fea y triste, y que tardé mucho en superar) me dejó algo muy valioso: ya había aprendido que un trabajo puede ser genial y que es grandioso cuando tus jefes confían en tu talento, y creces; lo siguiente fue aprender que hay una vida más allá del trabajo y que la vida no se acaba cuando te botan.

    Después del Once estuve en un proyecto en la SEP, de esos que tienen principio y fin, y a la semana de que terminó entré a trabajar al INBA, a la Coordinación Nacional de Literatura.
    Amé mi trabajo desde el primer día, en buena parte porque eso de la promoción cultural me apasiona desde chavilla, pero también porque me tocó trabajar con un jefe generoso, inteligente y con mucha experiencia en ese ámbito. Además, mi perfeccionismo y su neurosis hicieron un enganche excelente :)

    Con el paso del tiempo, cambié dos veces de puesto, tuve gente bajo mi responsabilidad, pude inventar y crear ciclos literarios y charlas de temas que a mí me parecen importantes. Hubo sinsabores, claro, porque si no, no le pagarían a uno por trabajar; pero hubo muchísimas experiencias gratas, conocí personas maravillosas, aprendí montones de cosas.

    Pero…

    Ayer fue mi último día en ese trabajo.

    Esta vez sí renuncié.

    Después de muchísimo pensarlo (y de platicarlo un montonal con Alberto, mi papá y amigos de gran confianza) concluí de que era hora de entrarle de lleno a mi otro gran interés, la escribidera, y que necesito dedicarle tiempo en serio, al menos por un rato. Así que será una especie de año sabático para ponerme a darle duro a las historias que traigo en la cabeza. A ver qué tal me va. Peeeero por mal que me fuera, el hecho de tomar la decisión y moverme y enfrentar con seriedad y respeto lo que me gusta hacer es algo bueno, ¿no? Y es bueno, muy bueno, tener esta sensación novísima de que salgo de una chamba por decisión propia y no porque se acaba el proyecto o porque dejo de ser requerida en un trabajo.

    (Como he dicho antes acá mismo, este blog ha sido muchas veces mi acicate para no olvidar que me gusta escribir. Por eso creo que tenía la obligación moral de venir a contar acá todo esto).

    Yo, hoy
    (Esta de acá es una instantánea que me tomó Alberto precisamente hoy, durante una sesión de fotos con mi hermano Fa en el Parque Ecológico de Xochimilco. Sirva para inmortalizar en la memoria el primer día de la nueva etapa).

  • ¡Guadalajara, Guadalajara, Guadalajaaaaraaaaa! (probadita)

    ¡Guadalajara, Guadalajara, Guadalajaaaaraaaaa! (probadita)

    En la presentación

    Ayer regresé de Guadalajara, donde se presentó mi novela Ojos llenos de sombra en el marco de la Feria Internacional del Libro. La verdad es que todavía estoy muy emocionada, la experiencia fue intensa y grata y cansada y feliz y con sorpresas varias (de todo tipo).  Tengo la firme intención de escribir una entrada más larga al respecto, para compartir la experiencia con la gente que sigue leyendo este blog a pesar de sus lapsos larguísimos de inactividad. Y también para que no se me olvide. Porque esta bitácora es una antología de cachos importantes de mi vida: unos que narro recién ocurridos; otros que rememoro tras muchos años; otros más, que cuento sin que hayan pasado en este universo, pero que me encanta la idea de que hayan sucedido en algún mundo paralelo.

    Así que vendrá un post más larguito sobre la novela. Pero, mientras, un par de fotos: una es cortesía de Antonio Marts y la otra de Ceci Eudave. A ambos mi entera gratitud por haber estado ahí.

     

    La Raxxie de cartón
  • ¡10 años de blog!

    ¡10 años de blog!

    Revisión de planas

    Wow. Resulta que el 29 de septiembre cumple diez años mi blog. Si fuera una niña o un niño, estaría en quinto de primaria, aprendiendo a hacer raíces cuadradas y a conjugar el antecopretérito (no, no tengo idea de qué se ve en el programa de quinto de primaria). A menos de que fuera una niña genia (o un niño genio, pues), en cuyo caso estaría en el MIT o algo así. O no: a lo mejor le tocaba una maestra poco comprensiva, la niña genia (o niño genio) se aburría, se volvía maldosa (o maldoso), lo expulsaban de la escuela y en vez de estar en el MIT estaría viendo la tele día y noche, organizando una mafia de niñas genias y niños genios incomprendidas e incomprendidos, o drogándose…

    Ay, no: qué bueno que esto es un blog y no una niña o un niño, genial o no. (También me da gusto que sea un blog y no un velocirraptor, por ejemplo: escribirle encima sería complicado e incluso peligroso).

    Y bueno: en estos diez años han pasado montones de cosas: cambié varias veces de trabajo, dejé de dar clases y volví a dar clases, me casé, adopté tres gatos más, murió la Cuca (que aparece en uno de los primeros posts del blog), dejé el blog por temporadas, lo retomé, volví a abandonarlo…

    Con todo, creo que una de las cosas más importantes que hice en estos muchos años ocurrió justo en 2011: un día, decidí que no me iba a hacer tonta con respecto a mi relación con las letras. «Bueno, pues lo que yo quiero es escribir», pensé. Y no me refería a escribir oficios y memoranda, sino a escribir en serio, inventar historias, algo así.

    Pero a diferencia de otras veces que había pensado algo parecido, ese día de 2011 me puse un objetivo, metas a corto plazo y meta a largo plazo, como para tener una guía del tipo «voy bien o me regreso».

    «Voy a publicar en revistas al menos cada tres meses», decía mi meta a corto plazo, «y voy a terminar el coso que estoy escribiendo y voy a buscarle editorial para que en 2013 o 2014 vea la luz». «Ah, y voy a dejar de decirle coso: es una novela, qué caray».

    Terminé la novela en agosto de 2011 y acabé de corregirla en diciembre. Luego, en enero o febrero de 2012, la mandé a un concurso, con la intención de «dejarla ir»: separarme de ella, darla por terminada. Mientras, cumplí con lo de los cuentos y me publicaron uno en castálida, otro en Luvina, otro en la Revista Digital de la Universidad.

    Y de repente, en junio pasado (seguimos en 2012), recibí una llamada: ¡la novela ganó el concurso! -aquí debo decir algo importante: no se trata de cualquier concurso: es el Premio Gran Angular de Novela Juvenil, convocado por la editorial SM, una de mis favoritas.

    Claro, la novela no está acá en el blog (a diferencia de algunos de mis cuentos y mis «variainvenciones», que es un modo elegante de llamar a los textos alucinados que parten de un «¿y si…?»); pero estoy segura de que sin este ejercicio nunca me habría atrevido a decir: pues bien, lo que quiero es escribir.

    Hoy es lunes 10 de septiembre. El jueves 13 será la premiación de mi novela. Es un excelente modo de festejar los diez años del blog. Y quería compartirlo con quienes han seguido a ratos mi indisciplinada incursión blogueril (indisciplinada y azarosa, pero larga, eso que ni qué).

    Anuncio: ganadores de los premios Barco de Vapor y Gran Angular de SM

  • Adiós, Cuca

    Adiós, Cuca

    Se llamaba Cucurumbé y era, por supuesto, negrita. Su madre, Miau II, era negra también y había llegado a mi vida cuando era apenas un bebé: la compré en un tianguis, en un impulso, nomás de la tristeza que me daba verla en una jaula, tratando de escalar. No hacía tanto de la desaparición definitiva de Miau I, que era blanca y tenía un ojo azul y el otro verde, y cuya historia contaré en otra ocasión.

    Así que Miau II se incorporó entusiasta a nuestra vida familiar, que era un poco un desmadre, lo que sea de cada quien. No se me ocurrió que habría que operarla, y tuvo una camada variopinta. Nos quedamos a la que parecía su clon, a los otros los regalamos. La clon, negrísima y con actitud rebelde desde chiquitita, se llamó Cuca, porque Miau III era un exceso.

    Luego Miau II tuvo otra camada, la última. Una camada con mala suerte: un gatito se murió, otro se escapó. Al tercero lo regalamos bien, el cuarto se quedó con nosotros. Mi hermano lo bautizó Beakman.

    Miau II desapareció de repente, cuando aún estaba criando a Beakman y sus hermanos. Sospechamos que la envenenaron o la robaron, porque un día nomás no regresó. Entonces Cucurumbé tomó su lugar y se dedicó a cuidar de sus medios hermanos. A regañadientes, creo, porque les pegaba de vez en cuando si se ponían muy cariñosos, pero igual los bañaba y dormía con ellos y les compartía la comida.

    Total, que se quedaron Cucurumbé y Beakman. Y el nombre de ella se acortó, porque así pasa con la cercanía, el tiempo y el cariño, que hacen que se acorten o se alarguen los nombres con diminutivos ridículos de tan amorosos: Cucurucha. Cucaracha. Cucurumbuca. Al final gana la practicidad casi siempre: Cúcaramácaratíterefue tomó el nombre artístico de Cuca.

    La Cuca fue musa de este blog desde el principio. Aparece por primera vez aquí. Como todos los gatos, tenía sus hábitos que la hacían única e irrepetible: le gustaba jugar con una corcholata en particular, que guardaba detrás del refri cuando terminaba de usarla; era una cazadora excelente y traía ratones de las casas vecinas para soltarlos en mi cuarto y hacer su safari mientras yo, aterrada, escuchaba todo desde mi cama; exigía que se le rascara la panza en el punto exacto del patio que se le antojaba; cuidaba a Beakman y decidía con cuáles de los gatos vecinos compartir la comida y el espacio. Dormía en mi cama y un par de veces me puso el susto de la vida al levantarse a bufarle a algo que ella veía pero yo no.

    Su mayor excentricidad: le dábamos golpecitos en la grupa y, al dejar de hacerlo, ella salía disparada a buscar el zapato más cercano y esconder en él la cabeza.

    Cuando me fui de casa de mi papá, Cuca y Beakman se quedaron. Acostumbrados a su jardín, su patio y sus humanos, hubiera sido absurdo llevármelos. Además no sólo eran mis gatos: eran, son, de mi papá y de mi hermano; también adoptaron a Mary, la esposa de mi papá, y se lo demostró la Cuca dejándole cadáveres de pajaritos y ratones en la almohada o junto a sus zapatos. Dejar atrás a mis gatos no fue fácil, pero a veces uno tiene que aprender a desprenderse. Y cada visita a casa de mi papá era también visita a los mininos.

    El viernes, la Cuca no quiso comer. El sábado la llevaron al veterinario y el diagnóstico no fue grato: insuficiencia renal y cardiaca, anemia, quizá una hemorragia interna. La doctora dijo que la mejor alternativa era dormirla. Mi papá me llamó anoche, domingo, para que tomáramos juntos la decisión. La Cuca nació en 1997 o 1998: incluso si nos poníamos necios, era de lo más improbable que saliera de ésta. Estuvimos de acuerdo en que no tenía caso someterla a sufrimientos innecesarios.

    ¿Dije ya que a veces cuesta mucho desprenderse? Dejar ir a alguien a quien amas, sea o no humano, debe ser una de las cosas más cabronas de la vida. Pero si ese alguien sólo te dio siempre lo mejor que estuvo en sus manos (o sus garras), se lo debes: pensar un ratito en su bienestar y no en el propio. Así que anoche la Cuca se durmió, no a los pies de mi cama, sino en el consultorio de la veterinaria, para ya no despertar más. Voy a extrañar a la gatita dark.