I. Cuando era niña, mi mamá me decía que hay que lavarse bien el ombligo: que si no, se llena de tierrita y entonces se podría sembrar ahí un frijol o un chícharo.
La verdad, a mí me daba muchísima curiosidad y moría de ganas de juntar tierra suficiente para sembrar el chícharo o el frijol; porque las flores de estas dos plantas me gustan mucho.
Me imaginaba que el frijol creciera, un tallo largo y verde, florecitas blancas, y luego… pues claro, vainas llenas de frijoles, mi independencia al vivir de mi huerta ombligal, fama y fortuna.
Claro, se corre el riesgo de que la raíz del frijol (o el chícharo) se meta profundo en el ombligo, cree redes bajo la piel, se alimente de la sangre y llegue el momento en que frijoles vampíricos crezcan por las orejas o, más erotic-gore, de la vulva. O, simplemente gore, de las cuencas de los ojos (luego de empujar a presión los globos oculares, con mucha sangre y gritos y desmayos).
Elijamos por esta vez las orejas. Sale la plantita alimentada por la sangre y yo, convertida en una empresaria sin escrúpulos, vendo los frijolines igual que los del ombligo, sin hacer caso del color escarlata y los pequeños colmillos.
Es más: los vendo más caros, diciendo que están ‘enriquecidos’ (?).
Entonces, la gente los guisa, comen molletes de inigualable sabor… y de inigualable peligro: quien los come, se contagia y nuevas vainas le salen de las orejas y el ombligo.
Como yo fui precavida y patenté el frijol enriquecido, y como en otros seres la plantita provoca muerte cerebral (no me pregunten por qué: no entiendo esa exigencia de que el guionista fundamente todo lo que pasa), me encuentro dueña de un plantío de zombies vampirizados, que en lugar de chupar sangre comen enfrijoladas enriquecidas y que se dejan cosechar pacíficamente (mientras no les falte su alimento).
Mis ganancias aumentan tanto que me vuelvo líder de los empresarios mexicanos (todos son, en realidad, nuevos zombies, por lo que sus votos me salen increíblemente baratos).
Pero un día, el frijol de mi ombligo se marchita, y de tan triste que me pongo, dono todas mis ganancias a un invernadero y me voy a meditar a la punta del Cerro del Tepozteco. Ahí, alejada de los negocios, me lavo todos los días el ombligo, hasta que baja un ovni y un extraterrestre de color anaranjado me regala una semillita muy parecida a una lenteja…
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