Anoche soñé que estaba enferma, en cama, muy mal, pobre de mí. Entonces llegaba el doctor, me auscultaba y me decía que con inyecciones nos deshariamos de mi mal.
Méndigo doc, sacaba una jeringa de esas gordotas, de cristal, con aguja de metal (como la que mi abuelito tenía en un estuche y usaba una y otra y otra vez).
Y me ponía en la pierna izquierda una inyección de un líquido color miel, que -sueño o no sueño- dolía como la chingada.
Yo, valiente, brava, donairosa como soy, no decía ni «ouch», aunque me dolía mucho.
Y el doc, en vez de felicitarme por mi valor, mi bravura y mi donaire, sacaba otra jeringa igualita, ya cargada… ¡y madres! Otra inyección.
Y otra. Y otra más. ¡Todas en el mismo sitio de la pierna izquierda! (onda Luna amarga, bujujú).
Y yo volteaba y veía que el doc tenía cuatro o cinco jeringas ya preparadas…
–Oiga, doc, ¿no son muchas?–le preguntaba, tratando de mantener la bravura y todo eso.
–Es necesario–me respondía, muy docto–: tienes un virus que se cree historia, y esta es la única forma de eliminarlo.
Yo me quedaba pensando en algo: si es virus, ¿para qué las inyecciones? En cambio, me iba a quedar sin pierna… y desperté, con la pierna izquierda súper dormida, claro.
Pero entonces lo repensé: «un virus que se cree historia». Suena padrísimo, ¿no? Deberían darle un óscar al libretista que elabora mis sueños :)
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