Autor: Raquel

  • Comezón en el pie

    Desde que era muy niña, mis nervios tienden a jugarme malas pasadas. Una de las peores es, precisamente, la comezón en la planta del pie. Pero mis nervios no son amateur: eligen muy bien el momento de la comezón. Por ejemplo, puedo sentir incontrolable necesidad de rascarme la planta del pie cuando traigo medias y short de likra bajo la falda, más unas largas botas de agujeta y estoy, digamos, en medio de una clase importante, de un examen o una entrevista.

    Otra alternativa jocosona para mis nervios es que la comezón comience justo cuando me meto (manejando, claro) al periférico o a la carretera a Toluca. en esos casos la comezón da en el pie derecho, ése que no puede uno alejar de los pedales (ya sé que sería peligroso quitarme el zapato y rascarme el pie izquierdo, pero entra en el rango de lo posible; el derecho, no).

    Por lo menos soy racional, aunque nerviosa: sé perfectamente que se trata de mis nervios y no de alguna alergia o un virus o un embrujo o la mala suerte. Sin embargo, en el momento en que ataca la comezón en la planta del pie y miro el velocímetro y me doy cuenta de que voy a 120 en una carretera oscura, no puedo evitar emular al Job bíblico y maldecir el día de mi nacimiento (pero es una maldición light, amable, cuasi-cariñosa).

    Ahora bien: ése no era el tema del que quería hablar aquí. Yo más bien quería narrar de aquella vez que iba manejando a 120 por una carretera oscura y, en vez de comezón en la planta del pie derecho, sentí claramente como dos dedos helados –un pulgar y un medio, probablemente– apretaban con vigor (por no decir con furia) mi tobillo izquierdo. Y cómo traté de fingir normalidad (para no espantar a mi copiloto) durante la media hora que duró el resto del trayecto, mientras los dedos -siempre helados y decididos- seguían apretando alrededor de mi calcañar.

    Cuando llegamos dije que había tenido un calambre… lo que no explica las dos marcas lívidas, circulares (como de dedos, claro) en mi pie. Tampoco las explican mis nervios, y por eso, justo por eso, no voy a narrar hoy, aquí, esa anécdota: no viene al caso con el título del post.

  • Ecos congelados

    Vivimos con los ruidos extraños toda la infancia. Mi mamá decía que eran ecos congelados: sonidos que se guardaban en las paredes, luego de tantas y tantas repeticiones, y que cuando las condiciones climáticas eran adecuadas, se reproducían. Y si no había encima otros ruidos cotidianos, incluso se escuchaban.

    La casa era muy vieja y los muros, grosísimos. Siempre estaban fríos (yo me recargaba en ellos para refrescarme y mi abuela me regañaba por hacerlo: «te vas a enfriar», amenazaba; como si no fuera precisamente esa mi intención). Según mi mamá, esa combinación (casa vieja, muros gruesos) era la culpable de que pasáramos interminables noches en vela. Para colmo, mi hermano hablaba dormido; a veces hasta se sentaba (ojos entreabiertos en blanco, rostro inexpresivo), soltaba su frase de la noche y volvía a caer sobre la almoahada. Así que compartíamos recámara, pero no el insomnio. Por lo menos, a veces él también escuchaba los ruidos.

    Uno de los que más nos inquietaban se repitió varias veces, las suficientes como para convertirse en estampa del día a día (aunque no pasaba a diario). Sucedía a eso de las cinco de la tarde, generalmente, entre quince minutos y media hora antes de que llegara mi mamá del trabajo. El ensamble de ruidos -pues no era un simple tictac o un aullido o el estrépito de un vidrio roto, como otros de nuestros ecos congelados menos frecuentes- comenzaba con el sonido clarísimo del portón abriéndose. Luego, el estrépito del mismo portón, cerrándose un poco de golpe. A eso seguían las pisadas: pies de mujer enérgica, en tacones, atravesando el patio a paso vivo. Luego, los mismos tacones en la escalera, pero más despacio, como si su dueña no tuviera buena condición física. Y al final, la reja que daba a nuestro piso, abriéndose…

    Más de una vez caímos en el espejismo y corrimos a saludar, pensando que era mi mamá. Cada una de esas veces nos encontramos con el patio de abajo vacío, el portón cerrado, la reja intacta. Regresábamos a nuestros juegos y entonces sí, poco después, llegaba mi mamá.

    Fue justo cuando le contamos de esos sonidos que nos explicó la teoría de los ecos congelados. Fingimos tranquilizarnos, y guardamos como un secreto lo que omitimos al describirle el fenómeno: que el ensamble siempre variaba ligeramente (a veces el portón sonaba más fuerte, a veces los pasos eran más lentos) pero que siempre coincidía, fielmente hasta el escalofrío, con su llegada verdadera, quince minutos o media hora después.

  • Columpios

    El chirrido de los columpios. Constante, rítmico, casi musical. Los juegos infantiles de la unidad en la que vivimos están casi enfrente de nuestra ventana, así que nos enteramos de cada risa y cada pleito y cada descalabrada. Sólo por el sonido: desde la ventana apenas vemos los árboles que estan junto a la resbaladilla, a unos pasos del subeybaja y de los mentados columpios. Pero con eso tenemos para enterarnos, como ya dije, de todo.

    A eso de las cuatro de la tarde, los columpios se convierten en sinfonía, todos chirriando a la vez, con una extraña armonía en su desincronización. Y a veces, a eso de las doce de la noche, una o dos de la mañana, es uno solo un columpio moroso, tardado, como si la persona a bordo tuviera sueño o pesara muy poco.

    Yo me indignaba: ¿qué padre permite que su hijo esté tan noche en los columpios? Hay vecinos malacopa, perros sin dueño, incluso algún díler (todo mundo lo sabe, aunque todos finjan que no). Y el columpio, solitario, imita a las cigarras, como tentando a esos y a otros agentes del mal.

    Una tarde, al llegar, me encontré con la vecina de junto. Casi nunca coincidimos, así que, aprovechando que ninguna de las dos tenía prisa, nos pusimos a platicar. A criticar a otros vecinos, la verdad. Y llegamos a la parte de la educación de los niños y todo eso.

    Aproveché y le solté mi manido discurso sobre dejar a los niños en el parque a altas horas de la noche. Ella, en vez de apoyarme de forma entusiasta, palideció. Yo insistí, describí el ruido, me porté empática («usted que los tiene justo enfrentito de la ventana los debe oír más fuerte»), pero ella sólo se mostraba cada vez más nerviosa.

    Al final, se me acercó y me dijo al oído:
    –Una vez me asomé, para ver quién era. Yo estaba segura que era la hija de Claudia, la muchacha de abajo, ya ves que es una madre horrible. Y me asomé, te digo. Los columpios están justo enfrente de mi ventana.

    Se quedó callada un momento, pero luego continuó:
    –Había luna y, además, acababan de poner los faroles nuevos. Se veía iluminadísimo, como cuando es de noche en las películas.

    Lo último lo dijo tan quedito que no estoy segura de habérselo escuchado o de haberle leído los labios (o quizá, simplemente, lo imaginé):
    –Un sólo columpio, el de enmedio, se movía. Me quedé mirándolo, pensé que alguien se acababa de bajar de un salto, y que pronto se detendría, pero pasó como un minuto y el columpio no perdía fuerza, ni se desviaba por el viento. Entonces mi marido me dijo que dejara de fisgonear, reaccioné y desde entonces no abro las cortinas aunque el columpio me despierte en la madrugada.

    Nos metimos a nuestros departamentos sin despedirnos. No sabía si creerle o no a mi vecina, pero de todos modos sentía el estómago oprimido. Esa noche, cuando a las dos de la mañana me despertó el chirrido persistente del columpio, me acordé de que el marido de mi vecina murió hace cerca de diez años.

    No me asomé.

  • El fantasma que camina de espaldas

    I.
    Tendría yo unos quince años. Estaba muy metida en cierta organización que hoy prefiero ni mencionar ni recordar; pero viene al caso decir que nos reuníamos cerca del metro Juárez (no, no era una asociación delictuosa: en esos tiempos yo era más buena que el pan de zacatlán). Dio la casualidad de que se organizó una noche mexicana (ni tan casualidad, se hacía año con año, en septiembre) y mi papá -gran sorpresa- nos dio permiso de quedarnos hasta el final a mi hermano y a mí.

    No sé a qué hora salimos del lugar ése (no, no sueñen: ni alcohol ni nada: éramos chicos muy chicos -y muy sanos), pero contra mi absurda previsión (inocente que es una) no encontramos ni un sólo taxi. Ni el micro que normalmente nos habría dejado en la puerta de la casa.

    ¿Qué hacer? opción uno, quedarse como el niño Samuel a pernoctar donde estábamos (hint, hint). Opción dos, caminar: a fin de cuentas, no estábamos tan lejos (de metro Juárez a adelantito de la Arena Coliseo; la verdad es que no es tantisisísimo). Decidimos caminar.

    La verdad, los dos estábamos un poco espantados, más que por andar de noche en la calle, por la hora a la que finalmente llegaríamos (nos habían dejado quedarnos «hasta el final», pero intuíamos que era más tarde de lo que la fam habría imaginado); pero emprendimos la graciosa con buen ánimo. Platicábamos. Y tomamos la ruta turística: Juárez, Madero, Isabel, Donceles, Brasil, Perú.

    Sí: caminábamos más aprisa que un turista. Era el miedillo. y más aprisa cuando nos dimos cuenta de que el jolgorio ya había terminado en todos lados: las calles estaban vacías. De esa forma de estar vacías que da más miedo la soledad que un par de gañanes aquí o allá. Pero no quedaba otra, y seguimos caminando, a paso vivo.

    De pronto, casi llegando a una iglesia (¿sería sobre Isabel? ¿sería sobre Brasil?) vimos que, en sentido contrario -pero en la misma acera- venía una persona. Caminaba despacio, tranquila. Nos dio cierta alegría.

    -Mira, no somos los únicos-dijo uno de nosotros. No sé si dijimos exactamente eso, o algo parecido.
    Nos daba la impresión de que era una persona anciana. Nos dio más gusto, más seguridad: quería decir que no estaba tan canijo el andar en las calles del centro a esa hora.

    Pero cuando estuvimos más cerca, pudimos ver que la persona en cuestión caminaba de espaldas. Sí, caminaba en nuestra dirección, pero venía completamente de espaldas a nosotros. No sé explicar exactamente por qué, pero sentí pavor. tomé al hermanuco de la mano y corrimos, cruzando la acera, y luego sin parar, o casi, hasta llegar a nuestro portón.

    Más tarde, ya en casa, a salvo, comentamos el hecho: Fabien había sentido, me dijo, el mismo terror. Y ambos coincidimos en que era algo raro, pero no como para dar miedo… pero nos dio. Es extraño como algo tan simple puede dar tanto miedo: pensando fríamente, podía tratarse de una beatilla, de esas que piensan que es falta de respeto darle la espalda a una iglesia; o un borrachillo, jugando a quién sabe qué. total, que nos dio pavor, y aunque casi olvidamos todos los detalles, la sensación sigue siendo fácil de evocar. Brr.

    II.
    Acabo de leer «El traje del muerto», novela de Joe Hill (gracias por el préstamo, querido Bef). Tiene buenos momentos, una pésima traducción, pero algunas imágenes estremecedoras. Pero lo que realmente me hizo temblar fue que, de pasada, un personaje habla del «fantasma que camina de espaldas a la gente», como si fuera una cosa muy sabida, un fantasma conocido. De inmediato me acordé de aquella experiencia de mi hermano y yo…
    ¿Lo peor? Ahora que busco el pasaje en el libro, para ponerlo aquí, textual, parece que ha desaparecido. ¿Soñé que lo leía? ¿Fue un pasaje fantasma? ¿O lo desapareció, por algún motivo que ignoro, el fantasma que camina de espaldas a la gente?
    Tengo miedo.

  • Al fondo del océano

    Sí, ya sé: debería estar escribiendo agudas tésises acerca del brote de influenza y de cómo se parece a una amenaza zombi; y de cómo queda demostrado que yo no sobreviviría a la amenaza zombi porque en vez de estar huyendo a Puebla en una eseuvé estoy aquí, en la oficina, combatiendo el mal desde mi burocrática trinchera.

    Pero es tan obvio eso (basta con ver a toda la gente en la histeria, con los cubrebocas puestos y los ojitos de angustia), que no le veo el caso.

    Miento: la verdad es que me incomoda que justo el día que inició el desmadre zombi se me olvidó traer mi cel, Alberto se fue a Guanajuato y mi coche está a varias estaciones de metro de aquí (y mi gato en el depto, y mi papá en Iztapalapa). Sí: me choca la posibilidad de que en esta película me haya tocado ser carne de cañón y no el rol de heroína superpagüer que acaba con los muertos vivientes.

    Así que, en franca rebeldía contra el destino, escribiré mejor que mi hermanín me regaló un disco de Voltaire(¡eeeeeeeh!), dedicado y todo (com están todos mis discos de Voltaire, ejem): To the bottom of the sea. Muy bueno. Varias rolas destacables (mis favoritas, The Industrial Revolution, Happy Birthday, Death Death y, sobre todo, Coin Operated Goi).

    Y que platicando con mi hermano, le dijo que viene pronto a México… y en su myspace, dice:

    15 may 2009, 8:00 p.m. 08:00 PM – A surprise for my spanish speaking friends… below a border, somewhere spicy, – many pesos… more info later… v

    Así que este atacuchito de influenza NO puede ser una amenaza porque VOY a ver a Voltaire pronto :P