El doctor Zorg y la abducción de ideas

Esta tos cada vez más fea…

Lo peor no es que suene a bronquitis, ni que me despierte en la noche, ni que me duela el pecho, ni que mi gato se espante. Lo peor no es el silbidito que se oye al respirar, ni los jadeos para tomar aire (argh, qué tos tan poco elegante). Lo verdaderamente peor es que me recuerda a mi mamá con su neumonía fulminante, su traqueotomía y su mirada de ‘ya no quiero toser más’. Caray, que la tos me remueve cosas que yo creía ya procesadas.

Pero estoy de acuerdo: mi tos no es la de mi mamá (no tengo miedo de que me pase lo que a ella, es sólo que me acuerdo de ella, y definitivamente NO es el mejor recuerdo de los que tengo inventariados).

Suficiente de eso.

Tareas

El maestro de los sábados me dejó hace dos sábados una tarea medio babas: escribir a dónde se van las ideas que tengo cuando voy en el coche, pero que llegando a casa no recuerdo (eso es real). Hice mi tarea, el méndigo no la revisó, yo hago berrinche y, para no hacer más berrinche, la pego aquí. Por si alguien puede explicarme qué tiene que ver esto con un curso de actualización en guionismo.

El doctor Zorg y la abducción de ideas

El periférico, como siempre, es un gran estacionamiento. La gente conduce con cara de hartazgo, los niños chilletean porque ya quieren llegar a ver la tele. En un coche, Raquel imagina: su auto es un pequeño mamífero primitivo, los autobuses son tiranosaurios, los taxis, simples cucarachas que sobrevivirán cualquier hecatombe.

—Demonios —se dice en voz alta—, tendría que escribirlo algún día.

Un coche se descompone más adelante. La mujer del automóvil al lado del de Raquel parece estar muerta.

—Sí, eso, muerta… ¿qué pasaría si la fulana estuviera muerta y así fuera conduciendo? Es decir: choca más adelante y los paramédicos la encuentran muerta, pero la autopsia demuestra que la muerte fue, no sé, dos días antes o algo así… Qué miedo.

Un claxon furioso indica que es momento de seguir adelante. La muerta queda atrás, y los rayos de sol, crueles y despiadados, siguen cayendo directamente sobre el auto de Raquel.

—¿Qué pasaría si los rayos del sol se volvieran sólidos de repente? ¿que hubiera un enfriamiento de la tierra tan intenso así, de repente, que los rayos se hicieran hielo y se solidificaran?

El auto avanza a una velocidad casi inexistente y su techo se va llenando de nubecitas sutiles de colores: son las ideas que Raquel ha ido generando.

Mientras, a kilómetros de distancia, en un laboratorio escondido en la azotea de un edificio de deparatamentos, el doctor Zorg saca su máquina de extracción de ideas.

—Viste, Aspirino, en el periférico hay ideas suficientes para generar la energía que mi máquina necesita—dice con emoción—. Una tarde más de embotellamientos inducidos con mi rayo generador de tráfico, y tendré el condensador de ideas a su máxima capacidad.

Aspirino asiente, aunque la verdad es que no entiende nada. Es medio imbécil, pero igual obedece en todo al doctor Zorg, nunca pregunta nada y es por eso que el doctor le da cada mes el reconocimiento de ‘Asistente del mes’. Aspirino se emociona siempre y no ha caído en la cuenta que, de hecho, es el único asistente del doctor.

El lector avezado ya se habrá dado cuenta de que Zorg es el villano de nuestra historia: es culpable de los embotellamientos, se roba las ideas. ¿Para qué? ¿Qué pretende?

Pues resulta que, con altísima tecnología de punta, extrae las ideas de los coches de la gente para hacer funcionar así otra de sus diabólicas creaciones: una rubia fabulosa, mitad zombi, mitad máquina, que un día será su esposa.

Pero algo no anda bien: no sé si por descuido o por mera estupidez, Zorg no se ha dado cuenta de que casi todas las ideas que ha robado hasta el momento provienen de un solo automóvil. Y que no son precisamente coherentes. En su prisa por hacer funcionar a la rubia maravillosa, apunta su máquina de extracción de ideas a un solo coche y chupa cualquier conato de pensamiento sin ver siquiera de qué trata.

Dos horas después: Raquel sigue en el coche, pero ya está llegando a casa. Viene emocionada por la cantidad de ideas que se le ocurrieron y piensa anotarlas tan pronto esté frente a su amada computadora. Abre la puerta del garage, se estaciona, saluda la familia y escarba en su cerebro… nada: las ideas se han ido. Ha vuelto a pasar.

Mientras tanto, a kilómetros de distancia, en una azotea de un multifamiliar, una rubia escultural bate las pestañas, tose, mira a su alrededor con curiosidad. ¡Está viva!

Zorg saca el anillo con diamantes para proponerle matrimonio y ella lo mira con una sonrisa extraña.

—Vaya—dice la rubia, pensativa—. ¿Y si resultara que nos casamos y tenemos hijos medio zombis? ¿Te imaginas? Nacerían muertos, arrugaditos como momias, y conforme fuera pasando el tiempo irían rejuveneciendo (¿o tendría que decir solamente juveneciendo, considerando que no lo habían hecho nunca antes?), digo, irían haciéndose jóvenes, niños, bebés, para desaparecer a la hora del nacimiento…

Zorg no responde. Sabe que algo salió mal, pero no atina a descubrir qué fue. Sin desanimarse, le borra la memoria a la rubia voluptuosa, que cae en una rara especie de coma roncador. Y vuelve a apuntar su máquina de extracción de ideas, horror, al mismo coche que justo sale para enfrentar el tráfico del periférico.


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