Un amigo mío, del que no diré el nombre, descubrió su inclinación homosexual durante el tiempo que fuimos juntos a la escuela (no, no hablo del kinder). Fui testigo directo de sus dudas, sus miedos, sus anhelos… bueno, eso que tiene toda persona cuando comienza a enamorarse y tal, pero con la carga extra de los prejuicios, propios y sociales.
Porque, para colmo, a mi amigo le gustaba un chavo hetero, de esos machirrines de barbita de candado, bota vaquera y mucha masculinidad (bueno, quizá sin las botas vaqueras). Distinta hubiera sido la historia si le hubiera gustado un chavo gay ya bien salido del clóset, asumido y sin traumas; o si le hubiera gustado uno de esos denominados «locas» -incluso por el resto de la comunidad LGBT.
Sí: mi amigo llevó la parte difícil, pero creo que no fue el único que creció con la experiencia. Sus amigos aprendimos mucho, también; e incluso el chavo que le gustaba tuvo chance de aprender dos o tres cositas (y nos demostró que tener aspecto de machirrín no implica, por default, que se sea violento o intolerante). Al final, bateó a mi amigo pero le dejó claro que no era por una cuestión personal, sino de gustos -le gustaban las mujeres, ni modo. Pese a todo, le ratificó a mi amigo su amistad, su cariño, y ni le dejó de hablar ni le rompió la madre.
Basta de experiencias personales: si menciono todo esto es para explicar por qué me gustó Toda esa gran verdad, de Eduardo Motagner. Va mi explicación:
La historia que nos regala Montagner (y que nos vende Alfaguara) es la de un chico de provincia que se descubre gay en un pueblo chico (infierno grande, así es). Oh-oh. Para colmo, descubre que no es simplemente gay, sino que su verdadera pasión es del tipo perverso polimorfo, es decir, encuentra el placer no en los genitales sino en otro lado. En este caso… en las botas de hule que usa el vaquero de sus sueños (y cómo me acordé de mi amigo en la parte de la descripción del vaquero).
Olviden Brokeback Mountain: se trata de vaqueros mexicanos. Con botas de hule, como de jardinero, de esas con las que se puede cruzar el pantano sin mancharse (mi plumaje es de ésos). Pero salgo de tema.
Lo importante es que Montagner logra crear una sólida empatía al transmitirnos las dudas, los sueños, los miedos y hasta las cochinadas de Carlo, su personaje: ¿masturbarse a escondidas sobre las botas de hule del novio de su prima? ¿acariciar la mancha de orina que dejó su oscuro objeto del deseo en un rincón del establo? Oh, sí. Eso y mucho más. Y lo leemos sin juzgar, vueltos cómplices del adolescente que nunca había escuchado sobre fetichismo, que se debate entre su deseo de ser «normal» y el de seguir sus impulsos.
Los personajes no son planos: ni hay un malo de malolandia ni un bueno de disneyworld. El galán fetiche no se vuelve gay, pero hace un sacrificio considerable por bien del protagonista, a quien, pese a todo, considera su amigo. El final no es el clásico happy end pero tampoco es una matazón horrible, ni un final trágico a huevo -en realidad, es un final esperanzador.
Lalo es un escritor muy joven (ésta es su primera novela) y por momentos tropieza en su narrativa. Más que errores, esos baches parecen promesas de que, con la práctica -que dan los años-, será un narrador de mucha calidad. Por lo pronto, hay que decir que los fallos de Toda esa gran verdad no entorpecen la lectura, misma que puede ser gozosa o culposa (según como traiga su conciencia el lector, je). Yo no sé si prestársela a mi amigo o si de plano comprarle su propio ejemplar. Pero sí sé que se la recomiendo a todo aquel que haya tenido dudas sobre su propia identidad (más allá de lo sexual) y, sobre todo, a todo aquel que crea que puede haber cosas mejores que Dawson’s Creek a la hora de recordar esa etapa divina del highschool, la prepa o el cch. (O bueno: la Vocacional, el CETIS o cualquier otro bachillerato).
Léeanla, amiguitos.
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