De niña, una de las cosas que más miedo me daban (junto con los fantasmas, los aliens, la combustión espontánea, las desapariciones misteriosas, el rapto de los justos, los doppelgangers, los hombres de negro, los seres de otras dimensiones, los viajes en el tiempo y los insectos gigantes) era la posesión demoniaca.
La simple idea de que, de repente, un ser pudiera entrar en tu cuerpo y tomar como rehén a tu espíritu y obligarte a ser no-tú era simplemente aterradora; pero lo era más si te ponías a pensar en las posibles causas: ¿maldad? ¿mala suerte? ¡no! La posesión era el castigo para los cuasi-santos que se portaban tan pero tan bien que hacían enojar a los diablos. Hm.
Había una historia sobre una tal Bernardette, que según esto veía a la Virgen de Lourdes o Fátima o una de esas (que se supone, además, que son todas la misma) y que cuando estaba más en éxtasis rezando a la Virgen es cuando se le aparecían los demonios aullantes y burlones, listos a meterse por cualquier bújero corporal para hacerla bailar una especie de breakdance infernal.
Me daba horror porque yo me consideraba bastante buena. Digo, hacía mis travesurillas de vez en cuando, pero con todo y eso yo era buena. Qué digo buena. Buenísima. Virtuosa. No creía en la Virgen de Medujorge (o como se llame; que a fin de cuentas es la misma que las otras), pero era poco menos que un ángel. Nomás me faltaban las alas y la aureola (y me sobraba la espalda).
Así que, a veces, en mis ratos de ocio, me dedicaba a espantarme sola con respecto a las hordas de demonios que seguramente me iban a atacar a la menor provocación. Me acordaba de aquel caso terrible de dos hermanitos que fueron poseídos al mismo tiempo por un par de espíritus malévolos. Los niños se retorcían de forma no humana, sus extremidades «se trenzaban y no había forma de separarlas» y súbitamente volvían a su estado original; dibujaban caras de demonios en las paredes y platicaban con ellas (yo me imaginaba que las caras de demonios les contestaban y hacían jetas y toda la cosa; era terrible -aunque ahora que lo pienso, probablemente interpreté de más). Un día, uno de los niños le profetizó al cura que trataba de curarlos que tendría un accidente en coche -y así, cosas horrorosas, llenas de pavura, entre las cuales la peor de todas era que cada cierto tiempo los chavitos recuperaban la conciencia, no recordaban lo léperos y procaces que habían sido durante las horas previas, pero eso sí: estaban molidos a golpes y cansados y desorientados.
De esas historias me gustaban los efectos especiales: sonido de rasguños en las paredes; letras que se formaban por debajo de la piel; heridas que se hacían solas, de repente; voces extrañas, idiomas extraños… el límite parecía ser la imaginación de los demonios (que a veces eran muy imaginativos).
Pensé en dejar de ser buena, para no causar iras del Maligno, así que fui a contarle a mi mamá esa resolución. Me escuchó atentamente y me preguntó si de verdad pensaba yo que erra tan buena como la tal Bernardette. Cuando le dije que sí, me dijo que no me preocupara: que tanta modestia era pecado (pero lo decía con un tonito de sarcasmo…) y que lo mejor que se podía hacer era quitarme el libro de casos inexplicables para que no me siguiera sugestionando. Así lo hizo y pasamos a otra cosa. Ya sé que todo eso es cosa de la imaginación, de sugestión, de folclor.
Pero ¡cómo sigo disfrutando de una buena película de posesiones diabólicas! Y cómo me espanto cuando mi cama se eleva diez centímetros del piso, se escuchan rasguños del otro lado de la almohada y comienzo a hablar en arameo: en esos momentos, le digo a las caras que aparecen bruscamente en la pared que tengo suerte de no ser tan buena, cierro los ojos y sueño con los angelitos. O con zombies, claro.
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