- Enfermalandia. Los últimos años han sido complicados para Alberto y para mí. Nada que pueda considerarse irremediable o fatal, pero igual ha sido un rollo lidiar con el paso del tiempo, que se traduce en achaques varios y pérdidas de todo tipo. El impacto más profundo llega con la muerte de seres queridos y admirados, cercanos o no; pero las pérdidas relacionadas con el envejecimiento también van dejando su contribución y, a la larga, son desgastantes. Y que conste que no es queja, porque a pesar de todo hemos tenido a nuestro alrededor a personas maravillosas que nos han echado más que la mano en momentos más que difíciles. Como se suele decir, «ustedes saben quiénes son» y tienen un sitio VIP en nuestros corazoncitos.
En todo caso, lo que acabo de escribir es apenas una introducción a lo que me ha dado vueltas en la cabeza en los últimos tiempos: cómo cambia la cotidianidad cuando uno recibe un boleto para un viaje sin escalas a Enfermalandia. Ayer estuvimos Alberto y yo todo el día en el Instituto Nacional de Neurología y, mientras esperábamos a que mi trámite avanzara, pasé de la autocompasión a la autodeprecación y de regreso (y por muchas otras fases emocionales a las que se enfrenta una cuando no está permitido usar el celular en una sala de espera y, tontamente, no se lleva ni una libreta ni un libro y sólo queda observar alrededor). «Pobrecita de mí que estoy acá y no en otro lado» se convirtió en «Pobrecito de Alberto que está acá en vez de estar atendiendo sus asuntos» y luego en «Qué ingratitud la mía que me estoy sintiendo mal cuando esta persona a la derecha está obviamente en una situación mucho más complicada que la mía» para llegar al «Ay, ojalá nunca me toque estar en una situación como la de esta persona a la izquierda o como la de la persona a la izquierda de ella, que es quien tiene que cuidarla». Al fin medio terminamos el trámite y me dieron una cita para dentro de mil millones de años -justo un día que ya tenía ocupado en la agenda, pero ps ni modo de decir «ay, no puedo ese día, ¿no me lo cambia?». Y entonces me di cuenta de que cuando uno está en Enfermalandia todo lo que era uno antes de entrar realmente no importa, porque el diagnóstico no se hace a partir de tus lecturas favoritas, lo cargada que esté tu agenda o tu grado de estudios; y no importa cuánto te apapache y consienta la gente que te quiere, hay momentos en que no hay más que plegarse a la maquinaria bien aceitada de un sistema eficiente pero sobrecargado -y ni me quejo porque en verdad que sé lo afortunada que soy al poder mirar a mi alrededor y pensar y reflexionar sin que un dolor permanente me nuble la razón, como a la persona que estaba adelantito de mí, que me hacía pedazos el corazón con cada gemido. Y es que ser ciudadano de Enfermalandia a veces es como tener doble nacionalidad y nada más vas cada cierto tiempo, pero hay quienes lo tienen como trabajo de tiempo completo -un trabajo ingrato porque no paga-; y cuando estás ahí no importa lo compleja que sea tu identidad ni las muchas facetas que tenga, porque tu rol de persona enferma o de «pariente responsable» absorbe todo lo demás y mientras estés ahí, eso eres (y asumen que con sólo serlo te vas a aprender todos los protocolos y se te va a actualizar el chip con el mapa exacto del instituto, sus horarios y los reglamentos de cada área).
Ay, pero entonces, como decía, terminamos con nuestro trámite y sí, somos afortunados porque el presupuesto nos permite tomar un taxi en la puerta del Instituto y mi estatus como ciudadana de Enfermalandia no me impide platicar con el taxista y hasta sentirme halagada cuando pregunta quién de los dos es el Paciente y que cuando le digo que yo él agrega que no lo parezco paciente, que me veo muy bien. (Ya después pienso que eso es parte del problema para muchos ciudadanos de Enfermalandia: que si no tienes cara de serlo, la gente no te trata con condescendencia -lo que es bueno- pero tampoco con comprensión o paciencia -lo que es bastante malo- y a veces hasta te toca un trato violento porque piensan que estás tratando de hacer trampa si te sientas en el lugar para personas con discapacidad porque «no tienes cara de enferma». - Por otro lado, aunque mi relación con la escritura no ha sido tan fructífera como en otras épocas, estoy muy contenta porque ayer salió en Spotify el tercer episodio de un podcast de ciencia ficción que escribí para la editorial Loqueleo. Muy libremente basado en Los hijos del Capitán Grant y con sinceros homenajes a varios autores del siglo XIX y del XX (en especial a Artrhur C. Clarke), fue una experiencia padrísima, desde la planeación (donde Alberto me guió en el worldbuilding de una manera maravillosa), hasta la producción (con actores de voz increíbles y un trabajo formidable del estudio Chicas Ruidosas), pasando por una edición súper cuidadosa de Elena Bazán (quien, además de editar, llevó control de los tiempos de entrega y producción, el casting y mil detalles más que uno ni se imagina cuando escucha un podcast).
Y bueno: cada semana sale un nuevo episodio de los diez que conforman El corazón de la Vía Láctea, y los anteriores se quedan ahí disponibles, así que pueden escuchar completa esta historia de aventuras en el espacio, amores complicados por la hormona adolescente y satélites terraformados en este enlace: https://open.spotify.com/episode/7oZAmzqA3anXvjKwKPEGhg?si=5ebbcdec860d4e29 - Hice una pausa para ir a comer y cuando volví a esta nota, descubrí con espanto que ya no me acuerdo qué otras cosas les quería compartir. ¿Algo sobre los talleres que estoy dando? ¿Sobre mi cumpleaños, que será la semana que viene? ¿Algún chisme acerca de Pulgas y Morris o con respecto a unos gatitos que se han estado filtrando de forma extraña en algunas fotos mías y de Alberto? Misterio. Si me acuerdo, vengo y les cuento.
Muchas cosas, ¡huuuuh!
Comentarios
3 respuestas a «Muchas cosas, ¡huuuuh!»
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Me encantó tu texto. Cuenta conmigo, querida Raquel.
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Qué lindo texto. Casi nadie habla de los parientes responsables en enfermalandia <3. Abrazos
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Gracias Raquel, te abrazo muy fuerte. Soy tu fan.
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