Hay personas que tienen serios problemas a la hora de terminar cosas: cuentos, novelas, relaciones, cursos, carreras universitarias. En parte es un rollo andar cargando tanta cosa sin resolver; pero el problema es que en parte es tranquilizador: si no terminas con alguien, no tienes que despedirte; si no acabas un curso de -digamos- ruso, no tienes que admitir que apestas para el idioma (siempre puedes suspirar y exclamar: «ah, pero si lo hubiera terminado…!»); si no dejas que te pongan brackets (o si dejas a la mitas el tratamiento) no tendrás que saber si te verías mejor o no con los dientes derechitos…
Y entonces, justo por esa parte tranquilizadora, uno va cargando su montón de historias inconclusas, con la ilusión de que si un día te encuentras a esa persona con la cual lo último que se dijeron hace diez años fue «Bueno, pues nos hablamos y nos vemos pronto», podrán tomarse un café y ponerse al día (y, si la cosa era romántica, incluso darse sus besotes). Esa opción no sería opción si aquella vez hace diez años se hubieran dicho: «Bueno, pues ya no tenemos nada en común, será mejor que cada quien tome su camino».
Yo he sido especialista en cargar con cosas así durante mucho tiempo: no terminé mis cursos de italiano (aunque duré como siete años tomando clases) ni de ruso (un semestre) ni de francés (un trimestre) ni de alemán (dos clases) ni de portugués (una clase); no me he atrevido a cerrar mi perfil en myspace o en hi5 a pesar de que nunca los visito; no he terminado de leer varios libros que, me temo, me decepcionarán al final; no he visto la tercera temporada de Mad Men aunque la tengo en DVD; no terminé de aprender a tocar el piano ni concluí el diplomado en masajes; ¡no sé andar en bici! Y, claro, no terminé formalmente varias relaciones, amistosas y de las otras, pese a que obviamente terminaron bien terminadas y no hay posibilidad de que revivan, ni siquiera si un día me encuentro a las personas correspondientes y nos vamos a tomar un café.
De hecho, hasta hace no mucho tiempo yo creía que era del club de los que nunca acaban nada. De plano. Y ni siquiera me angustiaba taaaanto. ¿Qué podía tener de malo si, de todos modos, cada cosa aprendida amplía un poco el horizonte? Eso decía yo.
Ah, pero el año pasado terminé de escribir una novela y la publicaron. ¡Nunca había terminado de escribir algo así de largo!
Y en febrero de este año renuncié a mi trabajo. ¡Jamás había renunciado a un trabajo!
Y hace apenas una semana me titulé de la licenciatura: Trece años después de haber terminado la carrera y luego de muchos sinsabores (la burocracia y yo no somos amigas), pero lo hice. Y con mención honorífica, aynomássssss.
Eso significa que me tengo que redefinir (ya no puedo decir que soy «de las que nunca acaban nada»), pero no está mal. La verdad es que no está nada mal. Además, ahora que lo pienso, no todo lo que se inicia debe cerrarse del mismo modo (es decir, no tengo que estudiar seis semestres de ruso para dar esa aventura por terminada; ni tengo que buscar a aquel amorcillo de antaño para avisarle que ya no somos nada: supongo que ya se dio cuenta él también). Y hay cosas que se cierran cuando se acaba uno. Este blog, por ejemplo, se terminará cuando se caiga la interné, cuando haya un apocalipsis zombi que termine con todo, o cuando yo me muera. Mientras, habrá ocasión de que le ponga algo de vez en cuando (aunque no sea muy seguido).
Por cierto, descubrí algo: aunque da tristecita decir: «pues sí, se acabó», hay finales que además dan alivio. O satisfacción total, como esto de la titulada. Y dan ganas de seguir cerrando círculos, seguir pa’lante pero con equipaje más ligero, por decirlo de alguna forma. eso sí: agradeciendo lo mismo a quienes se han quedado que a quienes se han ido o se tendrán que ir. :)
(Y sí, estoy tratando de decir que haré todo lo posible por escribir más seguido acá en el blog. Y que me pondrán brackets, ouch).
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