La ciudad estraba deshecha, como salida de una caricatura de Thundarr el bárbaro. Lo más impresionante es que sobre las ruinas de los edificios, supuestamente destrozados por el temblor de 1985, ya había nuevas construcciones: casas de lámina, techos de asbesto, grises, feas. Incluso, de entre las ruinas se asomaban huesos y hasta esqueletos completos. Uno, con un celular en la mano. Y yo pensaba que qué curioso que ya hubiera celulares en 85.
Íbamos por la ciudad en ruinas, nerviosos, perdidos. Teníamos que ir a la Jardín Balbuena a dejar a mi prima Estrella, pero por más vueltas que dábamos… nada: el centro ruinoso era un laberinto de calles bloqueadas por cascajo.
Y se hizo de noche.
Desesperados, entramos al metro. En vez de vagones, había carritos como los de una montaña rusa. Dudábamos. De pronto, por impulso -y justo cuando arrancaba el carrito- brinqué a él. La angustia llegó porque Alberto y Estrella no me siguieron. Me dio mucho miedo hacer el viaje sola, especialmente por la duda de cuándo nos veríamos de nuevo. Así que giré para gritarles que los esperaba en la siguiente estación. Sorpresa: venían en el carrito siguiente. Eso me tranquilizó.
El viaje era por las vías del metro, por debajo de la ciudad en ruinas. Pero las vías eran como de montaña rusa: altas y bajas, subidas lentas, bajadas veloces… y había música de Disney. Yo pensé que se podría dedicar más dinero a arreglar la ciudad y menos a hacer del metro un roller coaster, pero de pronto tuve la certeza de que la ciudad estaba muy poco poblada ya, así que no importaba.
Lo que sí importaba, y llegó como una punzada en el estómago, fue la duda de que si llegábamos en metro a la casa de Estrella ¿quién iba a recoger el coche? ¿lo habíamos dejado en un estacionamiento público? ¿saldría carísimo ir por él?
Así que bajamos en la siguiente estación para regresar por el autito.
Y de pronto, ya estábamos en casa. Con todo y Estrella. Me despertó la angustia de que ya era de noche y era hora de llevarla a su casa…
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