Tercera y última

(porque usted lo pidió)

Tan feliz… no. Fui feliz hasta que me di cuenta de otra diferencia: pese a todos mis esfuerzos, aunque intenté todo para igualarme, no podía ser tan productivo como ellas. Incluso Huevas, la más floja, ponía uno o dos huevos diarios.

Yo lo intenté todo: puse mi nido cerca de la ventana, para tener más luz y aire fresco; aumenté el calcio en mi dieta; me autoapliqué acupuntura.

Nada sirvió, yo seguía sin poner un solo huevo.

Ellas no me decían nada, ni cambiaron su trato. Sólo una vez me pareció que Amarguetas me miraba con un mudo reproche, aunque puede haber sido mi imaginación. En todo caso, yo me sentía inútil, traidor a la comunidad. Ellas seguían llegando, con sus muy definidas características personales, con su docena de huevos a la semana. ¿Y yo? ‘El humano que vende los huevos’. ¿No lo puede hacer cualquiera? ¡Por supuesto que sí! Yo era prescindible. En cualquier momento podía llegar otro humano a suplantarme. Tal vez uno que sí pudiera poner huevos.

Sufrí día y noche. Temía que llegara el momento en que encontraran quién me sustituyera. Una noche no pude más: me terminé el café que me había preparado Refugiada (¿por qué ya no lo hacía Pionera? ¿ya no me quería?) y cuando todas escondieron sus cabecitas bajo las alas, salí del departamento.

Ya estaba cansado de la frustrante vida en una granja. Suficiente de naturaleza, me dije. Busqué una cabaña apropiada en las afueras de la ciudad. Me costó trabajo encontrar una que cumpliera con todos mis requisitos: que fuera amplia, cómoda, con una cerradura fácil de violar y dueños que sólo vinieran una o dos veces al año. Finalmente la encontré y me instalé.

Como muestra máxima de rebeldía, en vez de hacerme un nido cerca de la ventana, me preparé una madriguera bajo el dormitorio. Y fui muy feliz hasta que, una tarde, cayó el primer tejón por la chimenea.

(c) Rax, con maldición egipcia incluida para quien tenga el mal gusto de convertir esta historia en una parábola de enseñanza política o de buena moral.


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