Cuando desperté la gallina ya estaba en la cocina y tenía el café preparado. Para mi gusto le quedó un poco cargado; pero fue un buen intento, y sobre todo, una muestra clara de buena voluntad, que me dio confianza suficiente para dejarla en casa en lo que iba a trabajar mis ocho horas reglamentarias. No tanta confianza como para dejarle copia de las llaves, por lo que se quedó encerrada. Ni modo.
Entonces pasó algo verdaderamente raro: cuando regresé había dos gallinas en la casa. La nueva era casi idéntica a la otra, sólo que tenía un aire melancólico y una mirada soñadora. Me recordaba a un poeta que fue famoso hará 20 años, pero del que no ubico el nombre ni la obra: sólo evoco sus ojos tristes, como de gallina, y el final de uno de sus versos: ‘no sé que tanto, no sé que más, amor’.
Lo raro no fue que la gallina se pareciera a un poeta. Lo verdaderamente extraño es que yo dejé las puertas cerradas, y sólo una gallina adentro de la casa. Por un momento imaginé que la segunda ave entró por la ventana, igual que la primera; pero aunque la ventana seguía abierta, era imposible: ¿qué lógica habría en tal falta de originalidad?
Quise discutir el punto con ellas, pero fingieron no entender. De nuevo les pregunté cuál era su plan, pero Melancólica sólo suspiró. La otra, que se llamó desde ese momento Pionera, se me acercó despacio, como si quisiera hacerme una confidencia. Supongo que se arrepintió en el último segundo, porque sólo murmuró un incomprensible ‘Coricó’. Y en el diccionario no figura esa palabra.
A partir de ese día, las gallinas no pararon de llegar. No había dos iguales, e incluso su firma de tratarme era distinta: mientras Pionera se comportaba dulce y protectora, casi maternal, Melancólica prefería ignorarme y pararse en la cornisa a suspirar.
Ferocilla me atacaba cuando me veía cerca de su nido sobre la televisión; Cómica reía entre dientes (tal vez debería decir ‘entre pico’) cada vez que nos encontrábamos de frente.
Con todo, nuestra vida era tranquila. Al menos fue así hasta que Incomprendida trató de separar la recámara del fondo como Gallinero Independiente, con ayuda de Clamidia, Tomasa y Federica. Por suerte, su iniciativa fue impopular; pero las quince víctimas del movimiento separatista (Paquita, Salmonella, Ur-caldea, Friolenta y Géminis, entre otras) me obligaron a buscar cómo imponer el orden.
—¿Qué hacemos? —pregunté a Pionera. Por derecho de antigüedad era mi consejera.
—Cló. ¿Coricó? —dudó ella, y se sumió en un silencio largo y reflexivo. No le entendí, pero a la fecha estoy seguro de que tenía razón.
Después del incidente terrorista volvió la calma. Con lo que ganamos de la venta de Remigia y sus aliadas como pollos rostizados (la vida es dura…) compramos varios sacos de un riquísimo maíz transgénico. Yo hubiera preferido carne asada, pero en la toma de todas las decisiones, incluido el menú diario, me plegaba a las decisiones de la mayoría. Era el administrador, sí; pero a excepción de eso, era una gallina más, tan feliz como cualquier otra.
(continuará)
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