La primera gallina llegó una mañana de otoño. Yo estaba sentado en la sala, concentrado en una mancha de la pared. Las visitas, algunos peritos especializados en temas parapsicológicos y dos nuncios apostólicos aseguraban que era humedad. Qué saben ellos. Yo estaba convencido de que estaba frente a un milagro tímido. Es decir, que se iba a convertir en una imagen de la Virgen o de Marilyn Monroe, nomás que no acababa de decidirse.
Y claro, no es cosa de perderse la oportunidad de regentear una capillita o un sitio turístico nada más porque me tocó una Madonna introvertida, así que en cada momento libre me sentaba frente a la mancha y me concentraba, le mandaba mis mejores vibras, la bombardeaba con mi fuerza mental para ayudarle a tomar forma.
Estaba, pues, trabajando en el Milagro de mi pared, cuando entró por la ventana una gallina. Era gorda, llena de plumas y tenía un pico anaranjado, como si fuera una gallina común y corriente.
De todas formas, y pese a su normalidad, me sorprendió mucho su llegada: vivo en un octavo piso y no es usual que una gallina o cualquier otro animal entre por la ventana… o por cualquier otro lado.
Pensándolo un poco, es raro que en esta zona de la ciudad se vea cualquier manifestación de la naturaleza, a menos que sea cierta mi teoría de que los microbuses son formas de vida inteligente, que se alimentan de la masa cerebral de su conductor y que pronto dominarán el universo.
Pero no nos salgamos del tema; si quieren, en otra ocasión les platico acerca de los Microbusorum Terrificum. Lo importante ahora es que una gallina entró por mi ventana con ruidosos aleteos, lo que me sacó de mi concentrada meditación (y esto redundó en que mi Madonna Monroe se hiciera más vaga y borrosa).
La gallina se posó en el sillón de enfrente a mí y me observó fijamente. Yo le sostuve la mirada.
—Clo, clo, clo —dijo.
Yo no respondí. Descarté la posibilidad de que se tratara de un Enviado de los Microbuses. Tampoco se parecía a un ángel bíblico, aunque tenía alas. Sólo me quedaba una posibilidad: que fuera una broma de la casera, quien lleva siete u ocho años poniendo mala cara cuando le insisto en que no tengo por qué pagar renta por vivir en semejante gallinero. Y qué bueno que digo ‘gallinero’ y no ‘muladar’: probablemente no habría sobrevivido al ataque de una mula voladora que entrara por mi ventana.
Sí, esto parecía una muestra del humor negro y enfermizo de esa mujer.
—Clo, cló—volvió a decir la gallina, ¿con sarcasmo? Eso me pareció.
—¿Qué quieres? ¿Quién te mandó? —le pregunté, repentinamente enojado. No soporto el sarcasmo, ni el helado de tapioca.
Ella respondió retadora: —Clo, clocló.
—¿Qué haces en mi casa? ¿Eres enviada de los Microbusorum? —(valía la pena asegurarse).
No contestó mi pregunta. Estaría confundida, o asustada. Me miró un momento y luego escondió la cabeza bajo el ala. Tenía razón: ya eran las ocho de la noche, hora de dormir. Y como ella no se había mostrado abiertamente agresiva, no tenía razón para atacarla: la dejé en el sillón y me fui a mi cama.
(continuará)
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