Etiqueta: Diversas enfermedades

  • Mi hermana

    mi hermana y yo
    mi hermana y yo

    Es la una de la mañana y no puedo dormir. Un secreto me tortura, tengo que compartirlo. Lo siento por ti, sufrido lector: tendrás que ser mi confidente en esta noche de luna llena y tortuosas confesiones.
    He aquí mi secreto: tengo una hermana.
    ¿No te sorprende? ¿Te parece común que la gente tenga hermanas? Sigue leyendo, porque la confesión se complica:
    Mi hermana… se llama… No, no puedo decirlo así, tan fácil.
    Tengo que explicarlo.
    Todo comenzó un día en que discutía con Alberto. Como siempre, la causa es que soy una envidiosa patológica (por favor, no citen aquí a Freud: es de pésimo gusto). Le decía yo a Alberto:
    -¿Por qué tú tienes un hermano y una hermana y yo nomás tengo un hermano? ¿Dónde está mi hermana? ¡No es justo que, además de que me ganas siempre en el scrabble, me ganes además en el número de hermanosidades!
    Alberto sólo suspiraba y decía «ay mi vida, mi vida», que es lo que dice siempre que me pongo a discutir sinsentidos. Yo, mientras tanto, me sentía profundamente infeliz.
    Pero me di cuenta de que enojándome no iba a lograr nada: tenía que encontrar una solución.
    Obligar a mi madre a concebir y parir una niña estaba descartado: hace más de quince años que mi mamá no está con nosotros (no, no se fue de viaje… ay, lector, ¿dónde está tu capacidad para leer subtexto?) y, aunque se me ocurrieron algunas opciones al respecto, todas resultaron o bien gore o francamente irrealizables. O ambas cosas.
    Otra opción era hacer un poco de trampa: convencer a mi papá y a su esposa de la generosidad de la adopción. Pero hubo que descartarlo también: si me sentenciaron a vivir bajo un puente si llegaba con otro gato, ¿cómo iban a aceptar una niña? Hay gente que no tiene ese sentido del humor.
    Así que tuve que pensar un poco más. Me puse a analizar lo que hace a la mayoría de los hermanos y encontré la respuesta que buscaba:
    -Albertoooo… ¿yo soy hermana de mi hermano porque soy hija del mismo papá y de la misma mamá que él, no?
    -Hmmm… sí…
    -Entonces…. como soy hija del mismo papá y de la misma mamá que yo misma… ¿soy mi hermana?
    -¡No!
    -¡Sí! ¡Soy mi hermana! ¡Y soy mi gemela! ¡Porque nací el mismo día que yo!
    Alberto es un aguafiestas y quiso buscar pretextos para no admitir mi razonamiento, pero ni modo: mi lógica es aplastante. Gané, tengo un hermano y una hermana. (Ok, empaté, pero como tengo un punto extra porque mi hermana es gemela, gané).
    Lo malo es que ahora me siento culpable de haber tenido tantas cosas mientras mi gemela no tuvo nada. Y al mismo tiempo me siento celosa, de que tendré que compartir con mi hermana la casa, la ropa, los juguetes…
    Bueno, ya te conté mi secreto. Y si te parece aburrido o poca cosa, te entiendo: ahora que lo releo, a mí me parece que es un soberano disparate. Pero mi hermana dice que está bien, así que aquí se queda.

  • Peculiaridades que no le hacen daño a nadie

    loquito1
    Todos tenemos nuestras pequeñas excentricidades: hábitos o manías que pueden parecer extraños, pero que no son causal de internamiento en la Castañeda (pues, de hecho, apenas pueden clasificarse como conductas anormales).
    Por ejemplo, yo tengo una bonita colección de excentricidadcitas, pero soy bastante funcional y apenas se me notan esas peculiaridades (creo). Solamente Alberto llega a mofarse de mi firme intención de adoptar una mesa específica en cada restaurante que visito, pero he de decir en mi descargo que cuando dicha mesa está ocupada busco la más cercana en características, en lugar de salir corriendo u obligar a salir corriendo a los ocupantes de la mesa en cuestión. Sí, los miro feo, y a veces les aviento migajas de pan o sal o medios limones, pero ¿no hacemos eso todos?
    Otra de mis conductas ligeramente extrañas es que siempre que voy a entrar a un baño tengo la sensación de que en la taza voy a encontrar algo macabro: casi siempre, lo que creo que encontraré es un pulgar sangrante, un zombi sentado o un fantasma con la cara pegada al rincón, dándome la espalda. Por supuesto que jamás ha ocurrido (lo mío es excentricidad, no ruptura con la realidad).
    Otra, hablando de baños: cuando estoy en uno público, busco siempre el reservado más lejano de la puerta, misma que abro muy despacio por si hubiera pulgar, zombi o fantasma.
    De acuerdo: cuando voy manejando el autito, hablo sola. Pero eso es normal, ¿qué no? Lo mismo que regresarme varias veces al ya dicho autito para verificar que esté bien cerrado.
    También está mi mal hábito de rascarme la cabeza hasta sacarme tantitita sangre y luego quitarme las costas; o el de morderme las uñas y guardarlas en los bolsillos de mis chamarras; o el de tronarme los dedos una y otra vez (truenan las tres junturas de cada dedo, además de la muñeca derecha y el cuello y los hombros)…
    O el de soñar zombis; el de empezar a leer las revistas por la última página (creo que ese es muy común) o el impulso de colgar el teléfono justo cuando está llamando…
    Ufa, ya listados, se ven más raritos… así que mejor me detengo.
    Pero anden, cuenten (para que no me sienta sola): ¿cuáles son las pequeñas excentricidades de ustedes?

  • ¿Me siento como creo que me siento?

    enfermo

    Otro problema que me aqueja cuando estoy enferma es que dudo de mi propia enfermedad. ¿Poca confianza en mis víruses y bacterias? ¿falta de autoestima febril? Lo cierto es que sucede. Pongamos un ejemplo.

    Supongamos que me da la migraña. Me siento Zeus (pero sin lo divertido: no me puedo convertir en cisne ni en lechón ni en platito de pocerlana) y pareciere que la cabeza se me parte en dos. Veo lucecitas de colores y percibo un sonidito como el de una tele recién prendida o recién apagada (o de un monitor malvibrado… ¿sí lo conocen, el sonidito?). Tantita luz me hace sentir náuseas (lo mismo que los aromas, puaj) y cualquier ruido me retiembla en los centros, como sonoro rugir del cañón.

    Así que me tiro en la cama (si hay cama cerca) y me tapo la cabeza con la almohada; si estoy en la calle (oficina, escuela, súper, lo que sea) pondero la posibilidad de ir corriendo a casa a tirarme en la cama y taparme la cabeza con la almohada. Pero justo entonces, una vocecilla maligna me pregunta: «¿de veras te sientes tan mal? ¿no será una exageración, una falsa percepción, un dolorcito de morondanga? ¿qué tal que huyes de la oficina o cancelas tu clase y en cinco minutos se te quita?». Y de verdad que me tambaleo.

    Así, mis migrañas pueden ser dolorcillos de cabeza; la influenza es una gripita, la fiebre es tantito escalofrío, la muela del juicio ni es pa’tanto. Pero la otra parte de mí se rebela: «caray–dice–: sí me siento mal. sí estoy malita».

    –¿Sí? ¿100% segura?
    –Pues… tengo náusea y me lastima el ruido y la aspirina no hace ni cosquillas…
    –¿No será cosa de esperar un rato? ¿A que se pase el dolor, a que haga efecto la aspirinita? ¿no será hambre? ¿sueño? ¿cansancio? ¿ganas de llamar la atención?
    –¿La atención de quién?

    Y así me sigo, discutiendo conmigo misma hasta que la cosa se agrava y salgo de dudas o se me quita (y también salgo de dudas).

    Ahora, luego de cuatro inyecciones y pastillas para la inflamación de garganta y otras pastillas para el cuerpo cortado y la fiebre, me siento tan bien que me pregunto…

    (Sí, en la imagen estoy yo, como diciendo: «chale, esta fiebre está ponedora: ¿qué hace Matisyahu sentado a la orilla de mi cama?)