Autor: Raquel

  • Leído en los últimos días

    Nunca había leído a Mario Bellatin. No sé por qué, aunque supongo que se debe, principalmente, al desorden de mis lecturas, a mi manía de releer libros que me gustaron y a que me mareo si leo en vehículos terrestres en movimiento (no hay problema con los aviones; en los barcos me mareo antes de poder abrir el libro. De todos modos, no paseo tanto en avión o en barco).

    En todo caso, buscando qué leer me topé con «Salón de belleza», de Bellatin. Me atrajo, como a estudiante de secundaria, la brevedad de la obra. Pensé: «me la leo en pocas noches, dándole un ratito antes de dormir». Y que me la llevo a la cama. Y que la empiezo. Y que quedo impresionadísima, gratamente sorprendida.

    Es decir, yo sabía que Bellatin es bueno. Pero no esperaba lo que me encontré.
    No es sólo que la historia sea intrigante; tampoco es el simple hecho de que la voz nartrativa sea peculiar; tampoco es el detalle del excelente manejo del lenguaje. O sea, sí: es todo eso, pero junto y sinergiado.

    Tenemos una anécdota terrible, pero sencilla: el dueño de una estética decide convertir su local en refugio para enfermos incurables (podemos deducir que es nada menos que el Gran Mal, pero nunca se dice) donde la idea es que no se trata de medicarlos, sino de esperar a que se mueran. Mientras los atiende, recuerda (y cuenta) su vida previa: la onda drag, el desmadre, los peces que cuidaba.

    Lo interesante comienza justo con el hecho de que nunca se dicen las palabras clave: SIDA, Ciudad de México, Siglo XX. Así que imaginamos que eso está en la obra, pero también podríamos pensar que es una era post-apocalíptica, que habla de la Peste Negra, que es un mundo paralelo. En cierta forma, lo es, claro. Porque el mundo del enfermo estigmatizado no es el de las familias rechonchas y felices y nucleares.

    Pero salgo de tema. A lo que iba yo es que Bellatin logra, en 74 páginas con letra grande, transportarnos a una atmósfera atemporal, lóbrega, cargada de tristeza y soledad -y de una rara forma de humanitarismo. Y de belleza.

    Terminé de leer sintiéndome afiebrada, como con un pie acá y otro en el universo de Salón de belleza. Ah, y no nos dejemos engañar por su brevedad: como cada palabra está puesta a propósito, se trata de una lectura cargada de significado -no sé si me explico. No quiero usar el término densa, porque con frecuencia se interpreta como algo farragoso o pesado. Lo que trato de decir es que a veces, luego de una frase especialmente bien lograda, necesitas cerrar el libro y sopesar lo que bulle en esos momentos en tu cabeza. Así las cosas.

    ¿Lo recomiendo? Sí, por supuesto. No se lo pierdan, amiguitos.

  • Iiiineeeeeeeeeeeeeeeés…. me voy a desmayar

    1. Empecé a ir al Festival Cervantino antes de que me instalaran la tarjeta de memoria: desde que recuerdo íbamos, año tras año, a ver los Entremeses Cervantinos y lo que hubiera de cool y de bonito.
    Mi mamá organizaba la excursión con al menos cuarenta personucas de donde estuviera trabajando (secundaria o vocacional, principalmente) y nos hospedábamos en un internado (primero era para niños, después ya fue mixto; ahora ya no es internado).
    Me enamoré, así, del arpista Marcus Klinko; soñé con montar mi propia versión de «Sueño de una noche de verano»; quise aprender a bailar son afrocubano. Cada año era mejor que el anterior.
    Y cada año, lo mejor de todo eran los Entremeses. En particular el de Los Habladores. Me gustaba cuando la Esposa (una mujer terriblemente parlanchina) era bloqueada en su afán comunicativo por el Hablador y entonces, presa de la histeria, llamaba a su criada, Inés.
    «Inéeeees», gritaba ella, arrastrando mucho la e. Inés, pachorruda, tardaba su buen rato en llegar: «Voooy, señora… voy». Y ya que llegaba, la ñora desfallecía: «Me voy a desmayar».

    ¿A qué viene esto? A que me siento como la ñora en cuestión: con harto que bulle dentro y afán de desmayar porque no sé ni cómo ni dónde ni cuándo decirlo. Tampoco sé exactamente en qué consiste lo que quiero de cir… en una de ésas, es pura indigestión.

    En todo caso…

    Inéeeeees…

    Iiiiiiiineéeeeeeeeees…

    Me voy a desmayar.

  • Ciber-vieja

    La buena noticia es que encontré, luego de varios años de haberme dado por vencida, el password a mi primera página de internet.

    Tenía como mil años que no me paraba por ahí, no le veía el caso; pero ya sabiendo que la puedo modificar, la visité.
    Bueno, el guestbook era de beseen, así que hace mucho que no existe; la mayor parte de las ligas llevan a sitios abandonados o a páginas de error; la información sobre mí dice que tengo… ¡22 años!

    Es decir, que la última actualización de la paginita en cuestión es, precisamente, de hace diez añotes (meses menos, qué más da).
    Creo que no me ha ido tan mal: subí algunos kilos, pero no como para morirme; amplié mi lista de libros favoritos; dejé atrás algunas cosas (como mi afición por Lacrimosa, he de confesar) y a algunas personas (tanto de la vida real como de la virtual).

    Sigo enfrentando con valor la cosa internetosa (puedo actualizar la página del trabajo sin mayor problema -ya es ganancia) y me siguen chiflando los gadgets. Cambié varias veces de correo electrónico y ya no uso icq; el chat que frecuentaba dejó de existir, revivió y es un sitio más o menos abandonado…

    Al final, decidí que no tiene caso actualizar la paginita: que quede así, como muestra de lo que fueron mis primeros intentos de dominar el html (¡en wordpad! Nada de programitas de wysiwyg!).

    Por otra parte, veo este blog, hago cuentas y me doy cuenta de que tiene ya sus buenos cinco años (¡cumple seis en septiembre!). Es viejo, pues. Y está en un relativo estado de abandono. Nada de quince visitas por post, ni mucho menos. Nada de actualizaciones semanales (ya no digamos diarias, ja). Muchas de sus ligas dan a blogs también muertos. ¿Sería mejor dejarlo ya tranquilo, permitir que descanse en paz y vaya al Cielo de las Páginas Web?

    (Y cada vez que digo «En mis tiempos se hacían las actualizaciones manualmente» me recuerdo a mi abuela cuando hablaba de Porfirio Díaz…)

  • Fueeeeeeeeera (de programa)

    No. Hoy no voy a hablar de zombies ni de sueños. Tampoco se me olvidará (espero) mi discurso, ni voy a quejarme de la intolerancia.
    No voy a contar el resumen de un cuento que no voy a escribir ni a lamentar una amistad que se perdió; no endecharé a un familiar fallecido ni recitaré la tabla del tres.
    Está difícil, la verdad: ¿qué otra cosa podría hacer yo por acá? ¿Qué cosa, que no haya hecho en los últimos, digamos, seis meses?
    Ni siquiera «callar» es una respuesta válida, pues eso lo he hecho de sobra, ni modo.
    Entonces, se preguntará el hipotético lector, ¿qué va a hacer Rax?
    Contarles un chiste, por supuesto.
    Ahí tienen que va caminando por la calle un perrito que se llamaba Resistol. Y de repente, que se cae. Y que se pega.
    (mal chiste).
    No, pues. Va caminando Resistol y se mete al bosque. Y le cae la noche. Y lo aplasta.
    (péeeeeeesimo).
    Muy bien, hoy hemos descubierto que contar chistes NO es mi vocación.
    Muchas gracias por su atención, buenas noches.

  • otro sueño de zombis

    Bueno, no pueden culparme a mí, ¿o sí? Esta vez ni siquiera había visto una peli… vamos, ni siquiera había verificado que estuviera cerrada la reja -para impedir la irrupción nocturna de zombis en la casa.
    Soñé de nuevo la invasión zombi. Había hartos, hartísimos. Yo estaba en la azotea de casa de mi abuela, con algunos de mis compañeros de la secundaria. Quedábamos pocos, habíamos luchado pero sin duda estábamos perdiendo. De pronto, me entraba un cansancio enorme. ¿Para qué seguir luchando? Al final no íbamos a sobrevivir, nadie lo hace. Así que asomaba yo una mano por fuera de una ventana (?) y permitía que un zombie me mordiera tantito. Apenas un rasguño que tapaba yo de inmediato con mi manga.
    Al poco rato sentía el inicio del cambio, algo así como una náusea. Me sentaba en un rincón a que ocurriera, mientras mis excompas se perdían de vista, saltando de azotea en azotea.
    Así que al poco rato yo era un zombie. Otros en mi estado se acercaban, pero no me hacían nada: olían o presentían o algo que yo era zombie también.
    Gruñían, eso sí. Y ponían cara de no pensar.

    Pero lo chistoso es que yo no tenía ni ganas de gruñir ni de no pensar -dicho de otro modo, descubría que el gruñido zombie era más bien una especie de imposición social o algo así: que uno, al hacerse zombie, suponía que debía no pensar y, en cambio, gruñir mucho.

    Al poco rato de ir sin gruñir me encontraba yo con un tipo similar a mí: rostro simpático aunque pálido, olor a zombie, cero gruñir. Se me ocurría que, ya que no tenía que gruñir, quizás podría hablar. Así que trababa de saludarlo… ¡y lo lograba! Al poco rato estábamos entradísimos en la plática, sorprendidos de que ser zombie en realidad no era tan malo (sobre todo en nuestro caso, que las heridas habían sido superficiales). Teníamos la teoría de que la idea de que el zombie había de gruñir venía de los zombies más dañados por sus heridas, pues o tenían menos de medio cerebro o les faltaba la lengua o les habían abierto la garganta, o algo.

    Y que seguramente de ahí se había quedado la idea, misma que nuevos zombies no habían intentado comprobar o rebatir.

    Lo que sí era cierto es que moríamos de hambre y de malaleche contra los no-zombies. Así que se nos ocurría una gran idea gran: fingirnos vivos, buscar sobrevivientes y comérnoslos. Si nos caían bien, sólo un rasguñito, pa tener clica. Si nos caían mal, dejarlos gruñir a gusto.

    Creo que desperté justo cuando un hombre abría la puerta de su casa para «ayudarnos» (ja, iluso).