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  • La tía

    Perdón, perdón, es que ya estoy viejita. Y, la verdad, de pronto sentí que la historia de la tía era más grande que yo, que me iba a comer.

    Curiosamente, hoy que venía camino a la chamba me pude acordar un rato de ella. No de la hermana perdida/encontrada de mi abuela, porque a fin de cuentas, eso yo no lo viví; sino de la tía abuela que sudaba a chorros, que era incansable y voluble y supersticiosa. La quería mucho, aunque me daba algo de miedo.

    Y es que la tía, mucho antes de que yo naciera, se fue a vivir a Washington. A trabajar como sirvienta, porque no tenía muchas opciones. Pero era vigorosa, limpia, inteligente, y pronto estaba trabajando en pura casa de ricos.

    Mi mamá, estando soltera, fue a visitarla alguna vez. Me contaba de las casas con albercas (las albercas en las que ella nadaba y junto a las que tomaba el sol -y fotos- mientras la tía limpiaba todo, a gran velocidad.

    Así, limpiando casas (y luego, como ama de llaves de artistas y embajadores) mi tía se hizo de su departamentito. Estaba contenta, creo.

    Pero un día el departamento ardió, junsto con el edificio completo. Mi tía estuvo en coma, con 80% del cuerpo quemado. Y un día, como quien no quiere la cosa, abrió los ojos. «Estuve con San Martín de Porres, y no lo reconocí», me contó muchos años después, con el tono entre triste y avergonzado de la fan que pasó junto a su ídolo en el aeropuerto -y sin darse cuenta.

    «Estaba yo como perdida y de pronto llegué a una iglesia. Y afuera estaba un negrito, barriendo, barriendo. Yo le dije que quería entrar a la iglesia y él me dijo que todavía no era hora de que se me abrieran las puertas» (palabras más, palabras menos, fue su historia de la experiencia comatosa). Y bueno, que platicó con el hombre en cuestión y éste la convenció de regresar al mundo, aunque le iba a doler un chingo e iba a tardar mucho en recuperarse. «Pero vas a volver a caminar y a correr si quieres», le dijo el Sanmartín de pobres.

    Y ella despertó y supo que le tenían que cortar carne de allá para ponérsela acá y que los doctores no creían que pudiera caminar de nuevo -tan jodidas habían quedado las piernas.

    Pero la tía sabía algo que ellos no: San Martín, con su mecate amarrado a la cintura y su escoba en la manita, le había dicho que sí iba a poder caminar. Así que dejó que le hicieran los injertos y sufrió muchísimo en las tinas de agua donde le quitaban la piel muerta y al final volvió a caminar (y a correr, a veces).

    Siguió trabajando un buen rato, hasta que se enamoró y casó con un barman ecuatoriano. Remigio Baque, se llama. Se casaron (ella usó un vestido azul, poque ya se había casado de blanco) y pusieron una casita monísima, con sótano y patio trasero, en Maryland. Yo pasé un par de temporadas largas ahí con ellos, mucho tiempo después.

    Mi tía Laura había sido cocinera en un campamento de la compañía de luz, atendiendo a nosecuantos hombres. Desde entonces era ruda, firme, no se dejaba amedrentar tan fácil. También era espiritista y medio adicta a lso esteroides (se los empezaron a dar cuando se quemó y le gustaba que le daban vigor). Tenía un bigotazo (seguro por los esteroides) que se quitaba con cera y el pelo corto.

    Mi tía Lala se burlaba de que mi abuela siempre usara vestido («tan cómodos los pantalones», decía) y de que no escuchara música de mariachis («es una mocha»). Pero se querían mucho, yo sé.

    Y cada verano esperábamos con emoción la llegada de la tía Lala, con las valijas llenas de cuantamadre (ropa usada, juguetes, maquillaje, cosas que sus amigas ricas le regalaban para nosotros, sus parientes pobres). Nunca me ofendió que me dijera «tienes cuerpo de limosnera» (porque todo lo que traía me quedaba perfecto) ni que usara conmigo ese lenguaje de carretonero que mi abuela jamás, ni en defensa propia, habría utilizado.

    Y sus historias de fantasmas eran la onda.

    Cuando se dio cuenta de que se le acababa la fuerza ingresó por voluntad propia en un asilo (antes, por voluntad propia y sin recato comenzó a usar la silla de ruedas; y, a diferencia de mi abuela, disfrutaba el uso -y a veces el abuso- de las ventajas para personas de la tercera edad y con capacidades diferentes). La extraño. Y, ahora que lo pienso, entiendo por qué no sé con qué apellido estaba registrada antes de ser Laura Baque.

    Pero, en cambio, sé que «Ella» era su canción favorita, y los dejo con la historia.

    Laura era joven y bonita. Tenía un novio al que quería mucho (creo que era torero) y pensaba que la cosa iba en serio.
    Pero un día él se fue a una fiesta a la que ella no lo podía acompañar. «Me portaré bien», supongo que le dijo. Pero como suele suceder en estos casos, al final ella sí pudo ir… y llegó a la fiesta para encontrar al galán en besazo con otra.

    ¿Qué hizo Laura? Bueno, pues fue a donde los músicos y les pidió que tocaran «Ella», dedicada a ella, Laura, de parte del fulano. Acabó la rola en turno y el vocalista anunció, ya saben:

    «Rola para Laura, de parte de Fulano». Y que ella, escondida, veía como el tipo la buscaba con la mirada, soltando a la otra, todo sacado de onda. Y que cuando llegó al «pero ya estaba escrito que aquella noche perdiera su amoooor», Laura se salió del salón de fiestas.

    Que hizo su maleta, que se fue del lugar, que nunca lo volvió a ver. pero aún anciana, cada que escuchaba «Ella», la tía ponía cara de pícara, de estar, de nuevo, disfrutando la venganza.

  • La tía Lala

    No sé por qué me acordé de mi tía Laura. Quizá porque en agosto, el 17 o el 18, no estoy segura, era su cumpleaños.
    La historia oficial es que no era mi tía, ni nada.
    Pero ¿quién le cree a la historia oficial, cuando existen las historias familiares?

    Cuentan que, cuando la Revolución, en la escuela le perdieron una hija a mi bisabuela. Tal cual: tenía tres, hubo disturbios, tras los tiroteos le devolvieron dos. Y nunca supo qué fue de la otra, dicen.

    Pero siendo adulta mi abuela conoció a Laura, huérfana, parecidísima a ella en tantas cosas (y distinta en tantas otras) -y la adoptó como hermana.

    Todos creemos que era realmente la hermana perdida. Porque resultó haber sido criada en los mismos rumbos; porque compartían de forma misteriosa algunos recuerdos.

    Y justo iba a contar las historias más interesantes de mi tía Laura, pero me entró dolor de espalda. Je. Lo haré en días próximos.

    :P

  • ¿Quién iba a decir que hay avecillas tan cultas?

    Buscaba información sobre otra cosa (algún tema importante, de esos que suelen absorber mi tiempo) cuando caí a un link rarísimo. Era una página de periódico que, en tono derrotista, declaraba:

    El 52% de los canarios no acude a actos culturales y el 24% no lee nunca

    De entrada yo no entendí lo malo: «jijo periódico amarillista -pensé-. Es un descubrimiento increíble, que puede cambiar el rumbo de la civilización, y éstos prefieren ver el vaso medio vacío». Y es que, claro, no hace falta mucha imaginación para ver el otro lado de esa moneda: quiere decir que 76% de esos pajaritos canores lee, aunque sea de vez en cuando, y 48% de ellos incluso asiste a actos culturales. Wow!!! Y sólo hablamos de los canarios. ¿Qué será de los periquitos, los cenzontles, los colibríes?
    «¿Habrá que crear bibliotecas con alpiste?», me pregunté.

    Luego me preocupé un poco, porque jamás he coincidido con un avechucho de ésos en ningún acto cultural, lo que bien puede querer decir que asisto menos que ellos, o que mis gustos no son compatibles con los de semejantes gurruminos.

    Pero ¡eran tantas las posibilidades! canarios en los actos culturales podría significar una nueva estrategia para atraer gatos a los actos culturales, y eso sería el novamás. Siempre he luchado por la promoción de la cultura en los felinos (por lo menos, me conformaría con que Primo leyera un libro cuando yo leo, en lugar de echarse encima del libro que trato de leer yo).

    «Habría que revisar mejor las carteleras -me dije-. Buscar la sección para aves, o tratar de deducir qué tipo de actos culturales les pueden interesar». Porque debe ser LA onda ir a un acto cultural lleno de trinos y chifliditos («ojalá no cagoteen al resto de los asistentes», reflexionó la parte más abyecta de mi ser).

    Emocionada, di click en el enlace, pa ver si había más información sobre el asunto («debe ser muy divertido cuando les caen mal los presentadores», insistió esa parte abyecta de mi ser). Y… ¡oh, desilusión! olvidemos el gran salto cultural que esperábamos. Adiós al Palacio de Bellas Artes lleno de bigotes. No más cagotizas a los presentadores insulsos. La nota, aburrida y poco periodística, se refiere a un grupo de isleños. ¿Por qué iba a interesarme? ¿Se creerán que soy pariente de Gilligan?

  • Regalos que no

    1. Primero que nada, mil gracias a todos los que dejaron allá abajito su felicitación del cumple. No hubo globos ni pastel porque se los comió un zombie, pero se agradece de veras muy muy mucho que se hayan acordado :)

    2. Ahora bien: el tema de los cumpleaños da para muchas escribiciones; tantas, que incluso se me pueden ocurrir algunas a mí, que ando sin creatividad. La que me viene a la mente en este preciso instante es la relativa a….

    (fanfarrias)

    Los regalos chafas de cumpleaños

    Y es que, tarde o temprano, todos hemos metido la pata a la hora de dar un regalo. Puede ser la prisa, la falta de tacto, un lapsus de tontera… cualquier cosa. ¿Como de qué regalos chafas estamos hablando?

    De los que me ha tocado recibir, me acuerdo de los siguientes:

    – Útiles escolares (el drama infantil de los que nacimos en agosto)

    – ¡Uniformes escolares! (feliz cumpleaños, ten estas calcetas y este suéter con escudo)

    – Un kit para limpieza de lentes de contacto (no, no uso lentes de contacto)

    – Una chamarra color durazno-nuclear, con un gatito pegado en la espalda (suena bonito, pero era un verdadero horror)

    – Un audiolibro de cómo hacer millones de pesos

    – Una blusa en tela brillosa, con hombreras gigantescas y moñitos… y no, no estábamos en los 80

    – Un suéter tejido sin una manga (en serio!!!)

    – Un juego tejido de blusa, falda, suéter y calcetas… en estambre que pica

    – Unas zapatillas de altísimo tacón, del no. 5 (calzo del 6 y no uso tacones)

    – Un libro: Juventud en éxtasis

    – Un muñeco de peluche que parece estar a medio camino entre un gorila y un extraterrestre. Si le levantas las barbas, se le ve el pirilín (este fue de intercambio)

    – Un póster de chava a medio encuerar

    – Un dvd rayado («límpialo y, en una de ésas, te sirve», me dijeron)

    – Una playera decorada con pinturas inflables que no combinaban

    – Una falda en caja de Palacio de Hierro, con etiqueta (precio visible y toda la cosa) de Suburbia

    Y bueno, yo he dado:

    – Dos gallinas, vivas (era una bromita, jeje)

    – Un libro que me habían dado a mí (con dedicatoria y todo, qué pena)

    – Un VHS pirata (es una historia muy triste)

    – Un condón de figurita (lo malo no fue el regalo, sino que mi amiga lo abrió enfrente de sus papás, ja)

    ¿Se les ocurren peores regalos recibidos? Y ya entrados, ¿qué otros malos regalos podríamos dar, si fuéramos sádicos? :P

  • Pieza única

    Mientras sigo sin ideas propias me dedico a leer. O sea, pongo la mejor cara ante una mala situación.

    Y ni siquiera debería quejarme tanto: estoy leyendo «Pieza única», de Milorad Pavic. Estoy maravillada y feliz -y eso que aún no lo termino. Pero ¡está excelente! (hasta donde va).