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  • Más de un mes sin bloguear: mi verdad.


    Les juro por la Santa Chambrita de Santa Salmonella de Siena con Magenta que si no he venido por acá no es por falta de cariño: los quiero con el alma (aunque suene a canción) y casi diario abro el blog con la firme intención de escribir alguna cosa simpática e ingeniosilla. Incluso se ha convertido en un ritual: abro el blog, entro al wordpress, me siento frente a la plantilla, me quedo viendo la pantalla en silencio, con la boca ligeramente entreabierta, babeo un poco (sólo un poco, sólo por el efecto dramático), digo «adau, adau!» con voz de mensa mientras me pego en la cabeza y cierro el blog.
     
     

    Y miren que hago esto dos o tres veces cada hora, pero ¡nada!
    Cada una de esas ocasiones termino por cerrar el wordpress y golpearme contra el teclado hasta que me queda cara de waffle, a la vez que me inundan amargos recuerdos de mi infancia en el internado en el que estuve tantos años en Guanajuato.
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    De acuerdo, exagero un poco:
     
    Fui varios años al internado en Guanajuato, pero sólo una semana cada vez, y sólo para acompañar a mis papás y a sus alumnos al Festival Cervantino.
     
    También exagero al decir que intento bloguear varias veces cada hora.
     
    Y también exagero cuando digo que golpeo mi cabeza contra el teclado.
     
    Y hace mucho que no grito «¡adau, adau!»
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    De acuerdo: también he mentido un poco:
     
    Santa Salmonella de Siena con Magenta no tuvo nunca una chambrita, y menos una chambrita santa. Y todo por el pequeño detalle de que Santa Salmonella de Siena con Magenta nunca existió.
     
    De hecho, la combinación «siena + magenta» me parece horrible, y nadie que la use puede dárselas de santo. O santa.
     
    Mentí también cuando dije que babeo sobre el teclado.
     
    No, no es cierto:
     
    Mentí hace dos renglones, cuando dije que mentí cuando dije que babeo sobre el teclado. es decir, sí babeo sobre el teclado.
     
    Y también mentí cuando dije que todo esto se haya convertido en un ritual.
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    También mentí cuando dije que mis prácticas de dibujo de imitación se habían mojado porque un jardinero distraído las había regado en la prepa: la verdad es que me fui de pinta con mis compañeros al lago de Chapultepec.
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    Y mentí cuando dije que sí había estudiado toda la geografía económica de América del Sur para aquel examen de tercero de secundaria en el que, pese a todo, saqué diez.
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    (Y también mentí al decir que saqué diez en ese examen, ay).
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    Bueno, sí: soy una mientirosa que miente constantemente. Pero les juro por el Milagroso Suspensorio de Santo Toribito de la Nueva Neo-jerusalén de Abajo que sí los quiero con el alma. Y que sí he tratado de bloguear.
     
    El problema es que ando escribiendo mi autobiografía no autorizada, y no saben lo complicado que es: tuve que mandarme seguir para poder descubrir todos mis oscuros secretitos (como el de que soy una mientirosa que miente); y, al mismo tiempo, tuve que contratar a un buen abogado, porque ya me enteré de que ando escribiendo esa biografía sin mi permiso, así que pretendo demandarme tan pronto salga la publicación. Temo que la batalla legal será más fría y amarga que la mirada de los elfos cuando piensan en los orcos.
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    De acuerdo, no es por eso que no he blogueado.es porque mi celebro está congelado, adentro de un frasco de salmuera, adentro del refri. Incluso mi papá me regañó por eso:
     
    –¡Si dios existiera y quisiera que tuviéramos el cerebro en un frasco, naceríamos con frascos en vez de cabeza!
     
    (No, no fue eso lo que me dijo mi papá. Es lo que yo me hubiera dicho de ser yo mi padre).
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    Uff. Creo que sería más fácil bloguear que buscar explicaciones de por qué no lo hago. Les juro por la Teta Sagrada de Santa Gudena Mártir que a partir de este post bloguearé más seguido. ¿Verdad que sí me creen?
     
     
     
    (Por cierto, la imagen que ilustra esta entrada sí es de santa Gudena Mártir, a la que sí le dieron su pellizco de Teta Sagrada… les comento nomás como prueba de mi honestidad. -y si no me creen, lean aquí

  • El día que vivimos sin celebro


    Todo comenzó cuando Agan me recomendó a un dentista capaz de hacer cualquier cosa por dinero. Mi intención inicial era pedirle que me cambiara los dientes por cuchillos ginsu, pero ya que estaba en su consultorio, al verlo tan tranquilo acerca de lo que me iba a hacer, decidí tantear un poco más allá:
     
    -Oiga, ¿y si en vez de ginsus quisiera unos colmillos de elefante?
    -Ah, pus sube un poco el precio, porque es más fácil conseguir cuchillos ginsu que colmillos de elefante, pero te los ponemos.
    -Hmm… ¿y si mejor quiero cuernos de toro en vez de dientes?
    -Ah, pues baja un poco el precio, porque son fáciles de conseguir. pero luego sube, porque implica una práctica más delicada.
    -¿Y gatos vivos? ¿Me puede poner gatos vivos en vez de dientes?
    -Claro, pero te cobraría más por las whiskas.
     
    Así me di cuenta de dos cosas: uno, que, efectivamente, el dentista estaría dispuesto a hacer cualquier cosa; y dos, que le pidiera lo que le pidiera, el precio sube. Siempre sube.
     
    Me sentía un poco dudosa: los gatos vivos en vez de dientes sonaba a la pura onda, pero me costaría un poco de trabajo comer; en cambio, los cuchillos ginsu eran algo sobrio, elegante y funcional. De tanto pensar me empezó a doler la cabeza, y entonces me retumbó en la mente el comentario de Agan: «si le pagas, te saca hasta el cerebro».
     
    ¡Excelente idea! ¿Qué tal sacarme un rato el celebro para poder descansar de mis indecisiones y dolores de cabeza? ¡Era como ir de vacaciones, pero sin pagar avión, hotel y alimentos!
     
    Se lo propuse al dentista y ni parpadeó:
    -Muy bien, pero te saldrá un poco más caro, sobre todo si quieres que adecuemos tu cerebro para que sea quitapón.
    -Oiga, pero no tengo mucho dinero: puedo pagar tres pesos y seis whiskas (que le robé a Primo, mi gato).
    -Bueno, por ser tú, acepto.
     
    La operación fue relativamente fácil, aunque las inyecciones de anestesia (puestas con la misma jeringa con que pone la anestesia en las encías) fueron un poco molestas. Sin embargo, me veía bien con todos esos puntitos (las perforaciones de la aguja, como marcas de una corona de espinas).
     
    Luego, con un serrucho me abrió el cráneo. Muy amable él, cortó justo en la línea del cuero cabelludo, pa disimular luego la cicatriz. Y sacó mi celebro. ¡Tan bonito! Azul y rosa con manchitas anaranjadas aquí y allá, era de un tamaño quizá ligeramente inferior al promedio. Olía muy bien, como a vel rosita. Claro, por la higiene mental que practico un mes sí y uno no (sí saben, ¿no? se mete el vel rosita por la oreja, se ponen corchos en todos los bújeros, se agita y luego se enjuaga…).
     
    Lo puso en un frasco de gerber y me lo dio. Me costó un poco de trabajo cerrar el frasco, pero lo conseguí. Lo que no conseguí fue poner atención a las recomendaciones del dentista con respecto al cuidado de mi nueva mascota. Pero bueno, es comprensible, no?
     
    (Nota: me puse el celebro tantito, nomás para escribir esta nota. Pero ya me lo voy a quitar para guardarlo en el refri, creo que el dentista me dijo que es el lugar indicado. Cuando no lo tengo puesto me siento super bien, como si flotara. yuju! Babeo mucho, pero, por suerte, los ginsu son inoxidables…)

  • Retraso dental

    He visitado a quince dentistas desde mi última nota sobre dientes. Quince. Si fueran años, y no dentistas, habría yo tenido derecho a fiesta con vals y chambelanes. Pero no: me quedé sin baile, sin pastel y sin regalos… y ninguno de ellos quiso sacarme los dientes, cambiármelos por unos menos conflictivos.
    ¿Así cómo vamos a progresar? ¿dónde queda su hambre de conocimiento, su sed de descubrimiento, su afán de hacerse de una lanita extra?
    Y, sobre todo, ¿dónde quedo yo, con mi proyecto? Si lo único que les pedí fue que me pusieran anestesia general, me sacaran todos los dientes y me pusieran, en vez de ellos, unos cuchillos ginsu…
    Todos me miraron como si estuviera loca. Todos. ¡Cuánta incomprensión, cuánto prejuicio!
    Yo sólo quería quitarme de encima algunos dientes problemáticos y, aprovechando, un trauma de la infancia: es que yo fui… [acorde dramático] retrasada dental.
    Oh sí: mientras mis compañeritos tenían ya sus dientes de no-leche (dientes grandes, juertes) yo seguía con mis dientecitos de ñiñiñí: chiquitos, separados, blandengues.
    Mi mamá me llevó con varios especialistas: primero, con el oftalmólogo; luego, con el carnicero y, por último, con la modista (era un día en el que teníamos muchos pendientes). Al final de nuestra gira, le confesé mi preocupación con respecto a mis dientitos, y entonces sí, me llevó con un especialista en dientes: mi tío Jacinto.
    «Abre la boca, saca la lengua, mete la lengua, hazla a un lado, tu lengua me estorba, quítatela…». Luego de horas de estudio, mi tío nos dio la mala noticia:
    «la niña tiene un ligero retraso dental. No es grave, pero nunca será como los otros. no la cambies de escuela, pero dile a sus maestras que sean comprensivas».
    Y sí. Se me cayó el primer diente como a los siete, y las muelas del juicio me salieron hace tres minutos, todas a la vez.
    Y mi dentadura «adulta» no es de dientes derechitos y firmes: en vez de eso, tengo esta bola de dientes pandilleros, que ningún dentista se atreve a enfrentar. Chale.

  • Yo, en el Guardagujas

    La verdad es que escribo poco y me cuesta mucho trabajo. Y sufro. Me desgarro, me distraigo, me desaliento y a los quince segundos me río, me enderezo, me impulso. Soy bipolar para escribir. Y, como ya dije, lo hago más bien poco.

    Por eso me emociona tanto que en el suplemento Guardagujas me tengan paciencia. Acaban de publicarme un cuentirritito, «Larga distancia», cosa que les agradezco de aquí al cielo dos veces de ida y vuelta.

    Y, por supuesto, ese cuentirrín no sería nada si no lo leen ustedes que se soplan las historias de zombies y dientes que aparecen por acá. Así que les comparto el cuentito (con todo y el resto del suplemento que, como siempre, está excelente) con alegría, lalalalá.

  • Dentadura problemática

    Siempre, desde que me acuerdo, he tenido problemas con los dientes. Con los míos, aclaro: los dientes de la demás gente no me causan ningún tipo de conflicto (excepto la vez aquella en que un remedo de vampiro me mordió la muñeca; pero esa historia tendrá que quedarse para otra ocasión).

    Decía, pues, que tengo problemas con mis dientes desde siempre. Y no hablo de travesurillas sin consecuencias, de ésas que suelen jugar los dientes de todo mundo: hablo de broncas graves, fuertes, serísimas y muy estresantes.

    Creo que parte del problema es que mis dientes acostumbran andar juntos a todos lados. Son una pandilla. Están los de enfrente, siempre haciendo comentarios incisivos; muy cerca de ellos hay unos que se aperran a la menor provocación, los muy caninos. Y están otros que, desde el confort y la seguridad de la retaguardia, no dejan de moler.
    Todos juntos me torturan. Me maltratan. Me hacen sufrir.

    Una vez busqué la ayuda de un especialista. Se burló de mí, dijo que los dientes son delicados pero que con la atención adecuada no deben causar problema alguno. La risa se le quitó cuando su mano derecha quedó fuertemente prensada entre mis delicados y bien atendidos pandilleros. No sé si siga ejerciendo ahora que lleva un garfio en vez de cinco dedos.

    La verdad es que, independientemente de los dolores que me causan, mis dientes me hacen sentir culpable. ¿Será, realmente, que no los traté como era debido? No lo creo: como ya dije, desde el inicio fueron difíciles.

    Y nada ha servido: ni el hilo dental ni el cepillo ni el astringosol. Cada día la situación es peor. ¿Será muy malo esperar a que estén dormidos y sacarlos, uno a uno, para enviarlos a una correccional?