Vivíamos en una casa vieja, de esas de techos altísimos y paredes gruesas, que todavía abundan en el Centro Histórico. Tenía una historia larga y accidentada, una placa que la acreditaba como ‘Patrimonio histórico’ (lo que impedía hacerle cualquier tipo de arreglo/mejora/cambio) y una división caprichosa (hanbía sido una sola casa, luego la dividieron en dos, luego en cuatro y así).
Sí, era una vecindad, o algo así. Mi abuela se había apoderado, poco a poco, de toda la planta alta, así que podríamos decir que teníamos un ‘piso’. También había negociado con el dueño para quedarse en exclusiva con la azotea.
Yo era una niña miedosa. MUY miedosa. De día leía cuentos de miedo (y un libro delicioso de hechos inexplicables, supuestamente ‘de la vida real’) y de noche sufría, esperando que llegra un alien, se apareciera un fantasma o mi hermano comenzara arder de pronto hasta dejar un montoncito de cenizas.
También me daba miedo que me poseyera un espíritu maligno, que una secta destripara a mi perro, que mi mamá desapareciera inexplicablemente, que mi hermano se convirtiera en zombi.
Ya entrados en gastos, me daba miedo er víctima de un hechizo o protagonista de una coincidencia inexplicable; presenciar un asesinato, comer fugu, desarrollar cáncer, tener poderes sobrenaturales, ir al triángulo de las bermudas, usar una ouija… uff. Y muchas cosas más que ya no recuerdo.
Pero el Miedo Máximo, lo que me causaba un temor indescriptible, era… pasar de noche por la sala de mi abuela.
Ya dije que era una casa vieja y que teníamos a nuestra merced la planta alta. Las habitaciones se comunicaban como en típica casa vieja: puerta de entrada – habitación – puerta – habitación – puerta -pasillo – etcétera. Y entre la recámara de mis papás y el comedor había un pasillo que de un lado daba a una ventana y del otro a la sala de mi abuela.
Había un piano, muchos retratos antiguos, la mayoría de gente muerta, una alfombra con misteriosas manchas, un par de sillones en los que estaba prohibido sentarse («no se sienten en este sillón, es en le que murió su abuelo», nos decían). Lo peor de todo era que la luz estaba siempre apagada y que por la ventana entraba un rayito que se proyectaba contra la pared, dando lugar a caprichosas figuras, todas atemorizantes (en especial una que parecía señor barbón). El piso crujía. El piano había sido de mi tía Isabel, la que se murió de amor (y decían que la noche en que murió, mientras la velban en su cuarto, el piano sonó, tocando una escala musical, como en despedida o aviso).
Cuando nos llamaban a cenar yo sufría. Caminaba hasta la puerta, entre la recámara y esa sala, respiraba profundo y caminaba aprisa, sin voltear a la pared con sus sombras (correr no estaba permitido).
El regreso era más o menos igual.
Yo sabía que un día, cuando cruzara por la sala, estaría mi abuelo muerto en el sillón, con el libro abierto sobre el regazo (en casa coservaban el libro que tenía abierto en elregazo cuando lo encontraron muerto), o que mi tía Isabel estaría tocando el piano, o que alguna de las personas de los retratos se movería.
Nada de eso pasó, tal vez porque nos mudamos antes de que los fantasmas se decidieran. Pero de todas formas la casa me daba susto.
Me acuerdo mucho que, por las tardes, escuchábamos cómo se abría el portón del zaguán y luego se oían tacones cruzando el patio (clac, clac, clac, clac). Los pasos entaconados subían la escalera y luego se escuchaba perfectamente cómo se abría la reja de entrada a nuestro patio. Mi hermano y yo corríamos, felices, seguros de que mi mamá había llegado temprano. Y nos encontrábamos con que el patio, la escalera, el patio de abajo, estaban vacíos, el portón y la reja cerrados.
Pasó más de una vez, pero siempre caíamos. Ecos congelados, nos decían. Pero el susto era tan delicioso que preferíamos creer que eran los fantasmas. La diferencia era que mi hermano era valeroso y yo una cobarde total. Todavía ahora, veo mi libro de hechos inexplicables y me entra la sensación de hormigueo en la panza.


Comentarios

6 respuestas a «Sustos»

  1. Ahora sí, ya crujió… si ya empezó a postear ahora le sigue sino luego nos deja sin anécdotas :p

    Mmm, le voy a confiscar sus libros morbosos pa que esté tranquila (o me disfrazo de zombi pa que enfrente sus temores, muahaha).

    ;)

  2. Esas historias de los abuelos sí son very scaries… a mi me da un no sé qué cuando visito casas antiguas, la vibra está fuertezona :P

  3. Doña Erika, procuraré ser constante. Luego le paso los libros morbosos, pero sí disfrácese de zombi, estaría cool :P

  4. Ziz, totalmente de acuerdo contigo. A mí me encantaba que mi abuela se soltara contando sus historias, aunque ella no creía en lo sobrenatural. Eso hacía todo deliciosamente contradictorio :)

  5. El otro día me dijeron que mi oficina to-be podría ser que haya ruiditos por la tarde. Pero nada comparado con las puertas que se habrían y se cerraban en la casa donde vivía de niña. La verdad es que me da emoción porque hasta extraña uno – esa fascinación – las cosquillitas del miedo. Como diría mi abuelito: «no les tengas miedo a los muertos, que están muertos. Hay que tenerles miedo a los vivos que esos sí son peligrosos». Besitos ;)

  6. Cin:
    Me da gustote verte por acá. Y creo que es my sabio ese dicho de tu abuelito :)

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