Mucha gente tiene la costumbre de hacer una lista con sus propósitos de año nuevo. Generalmente la escriben (o la formulan mentalmente) el 31 de diciembre en la noche, justo entre los brindis y el atragantamiento de uvas. Lo malo de hacerlo así es que pueden quedar metas rarísimas. Por ejemplo, pueden ser muy vagas («Este año voy a cuidarme»), muy ambiciosas («Voy a bajar treinta kilos y a ponerme más buena que un mango de manila»), francamente irrealizables («compraré una casa en la riviera francesa y obtendré la nacionalidad finlandesa») o de plano imposibles de controlar («Me sacaré el premio mayor de la lotería»).
Yo un tiempo intenté lo de los propósitos de año nuevo, pero mi psicoentomólogo me sugirió evitar ese tipo de metas chafas. Me dijo que pensara bien mis metas y que las escribiera, que se las enseñara en nuestra siguiente sesión. Cuando lo hice y comencé a leer en voz alta mis resoluciones, puso cara de no estar contento. Luego me dijo que me había ido al extremo contrario al tratar de evitar las vaguedades, las imposiciones y las metas irrealizables. Mi lista decía más o menos:
- Acariciaré a mis gatos cada que estén cerca y tenga tiempo y ganas de acariciarlos, siempre y cuando se dejen.
- Me bañaré si me hace falta, tengo tiempo y no hace mucho frío.
- Compraré y comeré un danonino de plátano.
- Trataré de acordarme del lugar donde dejo las llaves del coche para no dar vueltas y vueltas como loca por toda la casa a la hora de salir a la calle.
Lo peor del caso es que no cumplí con lo del danonino de plátano (¿para qué sufrir con un nuevo sabor, me decía yo, si amo adoro idolatro los de fresa?) ni con lo de las llaves: a pesar de que la resolución era blandita como almohadón de plumas, ni siquiera traté de acordarme del lugar donde dejaba las llaves. Todo mal.
Al año siguiente lo volvimos a intentar. Ya había cambiado de psicosomatólogo y el nuevo no me propuso la tarea, pero yo traía la espinita clavada desde la vez anterior y lo hice de todos modos. Le dije en la última sesión del año que quería leerle mis propósitos de año nuevo y que esperaba su retroalimentación. Estaba segura de que me iba a ir muy bien porque había optado por otro tipo de propósitos, más del día a día:
- Pagaré a tiempo o casi a tiempo las tarjetas de crédito, la luz, el gas, el teléfono y esas cosas.
- Compraré cada libretita mona que se me ponga en frente, si es que tengo dinero y la libreta está en venta.
- Dormiré cuando tenga sueño y comeré cuando tenga hambre. O antojo.
- Acariciaré a mis gatos siempre que pueda (lo siento, me encanta acariciar a mis gatos).
El doc me dijo que para esos propósitos no necesitaba esperar el inicio de año, que bien podían ser «propósitos de una vida medianamente sensata». Es decir, fracasé de nuevo. Todo ese año me la pasé meditando en mis posibles propósitos para el siguiente fin de año porque ya era una cuestión personal. Incluso regresé al psicoenterólogo (con uno nuevo, claro: del último deserté ignominiosamente por motivos que no vienen a cuento pero que en otro momento les puedo contar, si quieren). Y en esta ocasión decidí intentar otro tipo de metas:
- En caso de que se desate el apocalipsis zombi, me salvaré de la debacle y salvaré al menos a veinte escritores (hombres y mujeres, claro) mexicanos de los sencillos, amables, talentosos y trabajadores, ajenos a las ego-wars, al machismo y a las envidias para iniciar una nueva civilización basada en la cultura.
- En caso de que los extraterrestres me abduzcan, les diré «llévenme con su líder», para que vean lo que se siente.
- En caso de que se mude al departamento de junto al mío un conde transilvano, lo invitaré a beber… vino. Y le pondré ajo en su copa, nomás por la pura diversión en caso de que resulte vampiro.
- En caso de que mis gatos comiencen a hablar un día cualquiera, los videograbaré y subiré sus discursos a FB, con la intención de ayudarles a conquistar el mundo.
Cuando acabé de leer mi lista, el doc estaba llorando. Primero supuse que lloraba de emoción porque pocas veces llega alguien con propósitos tan bien pensaditos. Pero luego me cayó el veinte: otra vez me había equivocado. Me había dejado arrastrar por mi propio entusiasmo y había me había despegado de la realidad tremendamente: ¿veinte escritores mexicanos sencillos, amables, talentosos, trabajadores, ajenos a las ego-wars, el machismo y las envidias? Cinco, tal vez. Diez, ya muy optimista. Pero ¿veinte? :( Bueno, no es tan grave, le dije al doctor. Nos conformamos con los escritores chidos que podamos salvar y añadimos gente de otras especialidades, siempre que sean buena onda. El doctor sollozó y me pidió que no volviera: ni a hacer propósitos de año nuevo ni a visitarlo en su consultorio. Supongo que me considera una persona más allá de la necesidad de plantearse metas y de necesitar ayuda. ¡Qué orgullosa me siento de mí misma!
Lo malo es que los 31 de diciembre se han vuelto aburridos para mí desde entonces. Pero no se puede tener todo en la vida, supongo.
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