La semana pasada fui a ver la peli Barbie, de Greta Gerwig, con la maravillosísima Margot Robbie como protagonista y Ryan Gosling haciendo de Ken. Mientras escribo estas líneas, en redes sociales aún no cesa el pleito a causa de esta película, pero empieza a amainar (en unos días, la cruenta batalla en redes se deberá a cualquier otro tema). Obviamente, el problema no es si les gustó o no la trama / el casting / el «mensaje» / el diseño de producción / lo que sea; sino que parece que si alguien no piensa igualito que uno de inmediato se convierte en el enemigo en turno. Ya si el siguiente pleito nos pone del mismo lado de la línea, peque lo veamos como aliado y olvidemos de momento las «ofensas» y «traiciones». Qué lejos parecen quedar aquellos tiempos en los que uno podía decir si algo le gustaba o no y seguir tan amigo con alguien que opinara distinto o que ni siquiera tuviera interés en el tema. En todo caso, no era ese el punto del que yo quería platicarles acá.
Es decir, sí quería hablar de Barbie, pero no necesariamente a partir de la película. O bueno, sí quería hablar de Barbie debido a pensamientos que me revolotean en la cabeza a partir de que vi la película, pero no exclusivamente relacionados con ella.
Y es que yo siempre he sido una fan total de Barbie, a excepción de los tres días durante mi pubertad en los que decidí que ya era grande y me deshice de mi colección completa (ay) y un ratito en la uni en que me dio por «odiar todo lo femenino» (?). Y ahora me doy cuenta de que, incluso en esos momentos, era la importancia de las barbies en mi vida lo que hizo que me pusiera tan perruchis en su contra: hay momentos en la vida en los que necesitamos definirnos no a partir de lo que somos, sino de lo que ya no queremos ser (por eso en la adolescencia podemos ser tan crueles con las personas que antes fueron nuestros modelos a seguir, creo yo).
Con todo, después de cada uno de mis periodos anti-barbie siguió una reconciliación y una nueva luna de miel. La de mi pubertad fue amarga porque ya no pude recuperar las muñecas de las que me había deshecho, cosa que hasta hoy lamento; y no porque fueran muñecas gold o platinum label, sino porque cada una de ellas tenía algo especial para mí. Por ejemplo, con la Barbie Aeróbica tuve una historia de odio – amor que incluye la última vez que Los Reyes Magos me trajeron un juguete; mientras que la gargantilla de terciopelo negro con camafeo que traía el vestido de la Barbie Angelface me causaba una fascinación que hoy me hace sospechar que la darquitud estaba agazapada en mí mucho antes de lo que sospechaba. La carita de la Barbie Dulces Sueños era de lo más tierna, y una muñeca de la línea Bárbara y Lilí siempre la hacía de villana por la fuerte mirada de ladito que se cargaba. Creo que mi primera barbie fue una vaquera que me trajo mi papá de San Antonio (si no la primera, seguro una de las muy primeras, junto con la Golden Dream, que tenía una capita/falda de gasa dorada que conservé hasta el final de esa etapa de mi vida) y la última debe haber sido una Midge (la amiga de Barbie que en otro momento fue embarazada), pelirroja y pecosa y con unos horribles patines de hule pero una lindísima minifalda y chaleco de mezclilla. Una búsqueda veloz en google me arroja datitos simpáticos: es una muñeca de 1987, así que probablemente me la compraron cuando yo estaba ya en sexto de primaria.
La segunda etapa de mi vida con Barbie comenzó con el nuevo milenio (si es que empezó en el año 2000; siempre me hago bolas con esas cosas). Fue un set de Los Locos Addams que a la fecha me parece una preciosidad. Tengo barbies de interés rock/punk/dark, barbies tatuadas y barbies «empoderadas» (por decirlo de algún modo). Cada cierto tiempo se me ocurren motivos como para deshacerme de ellas o sentirme incongruente por tenerlas, pero a los pocos días encuentro motivos para conservarlas y sentir que no hay incongruencia en ellas (o en mí): que es parte de lo que significa para mí ser mujer en la época que me tocó vivir, y justo porque ser mujer implica tantas contradicciones es que las veo en mis muñecas cada tanto. Eso sí: aprendí luego de la Gran Purga de 1988 que, por muchas ganas que sienta de deshacerme de ellas en un momento dado, siempre es mejor esperar algunos días, para que cuando llegue el arrepentimiento (siempre llega) ellas sigan aquí.
Por cierto: mi fijación con Barbie está presente en varias de las cosas que he escrito; más notoriamente en mi primera novela, Ojos llenos de sombra. Les comparto el pasaje en cuestión:
Me quedo con la boca abierta: mi cuñada viene perfectamente disfrazada para una fiesta oscura en Cuernavaca: faldita de tul, corsé, unas botas de temueres. Sé que no debería sorprenderme: una de las poquititas veces que ha ido a una de nuestras tocadas iba tan producida que la gente creía que la vocalista era ella y no Ofe. Cuando le dije, se rió muchísimo.
—Mira, neni, es como las barbies. Cuando Barbie tiene que ir al espacio, se pone su outfit de Barbie Astronauta; cuando le toca trabajar se pone de Barbie Oficinista; y así. No se trata de si eres oficinista o astronauta o dark: lo importante es que estés lista para cada ocasión y que seas la más guapa siempre.
Esa es su filosofía de la vida y lo que sea de cada quién es congruente con ella, la verdad. Además, de veras se porta como una barbie: sonrisas para todo mundo, abrazos como si nos adorara.
Para terminar: si tienen chance, vean la peli. Si les gusta tanto como a mí, ¡buenísimo! Si no les gusta, ¡buenísimo también! Sus razones tendrá cada quién y lo enriquecedor sería poder compartirlas sin terminar en gran pleito, digo yo…
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