Tengo gatos desde que me acuerdo. Mi mamá era una entusiasta absoluta de los gatos y me contagió el gusto, me enseñó a acariciarlos antes de que tuviera yo dos años y me dejó bien claro, desde entonces, que no eran juguetes. Mi primera gatita se llamaba Fererica y cuando murió me dijeron que se había ido de vacaciones. Yo la seguí esperando (que volviera de sus vacaciones) hasta mis siete, cuando me explicaron ese asunto de la muerte y tal. Me dijeron entonces que Fererica estaba enterrada bajo una pequeña loza en el Panteón Jardín, a un par de tumbas de la de mi abuelo, y todo el tiempo que seguimos yendo a visitar la tumba de mi abuelo yo le llevé flores a Fererica, aún cuando, ya más grande, intuía que lo de que estaba enterrada ahí debía ser una mentira piadosa.
Entre Fererica y hoy he tenido muchos gatos. Eso se debe en parte a que siempre he tenido el hábito de adoptar como entenados a los gatos que andan en mis rumbos: los que se juntaban en las azoteas de mi calle de niña, los de la escuela… Poco a poco fue cambiando mi actitud con respecto a los gatos, yo diría que se fue volviendo responsable: aprendí que, aparte de no ser juguetes, necesitan cierto tipo de comida, cierto tipo de cuidados, ciertos protocolos. Por ejemplo, fue hasta que mi gata Cuca tuvo su tercera camada que alguien tuvo a bien explicarme las bondades de la esterilización. Ahora está muy difundido, pero entonces era una tendencia que apenas comenzaba.
Y bueno. Les cuento todo esto porque realmente yo creía saber de gatos cuando Primo se enfermó y descubrí, bueno, que no sabía tanto como creía.
Ahora bien: se los cuento a mis posibles lectores porque pienso que quizá mi experiencia podría resultar de ayuda a alguien que llegue a este blog tan confundido y ansioso como yo llegué a otras páginas, sobre todo en inglés, que me sirvieron en diversas medidas. Digamos que es una forma de darle sentido al estrés de las últimas semanas.
Y ahora bien 2: les cuento veloz que Primo es un «europeo común bicolor», lo que significa que no tiene sangre noble (por eso nos llevamos tan bien) y que es blanco con manchas negras. Tiene una mancha en forma de corazón en la nariz. Algunos simpáticos han querido decirme que se parece a Hitler, pero yo les rebato explicándoles que Hitler tenía bigote, no mancha en forma de corazón, uff (la verdad es que Hitler es una de las figuras que más detesto, por lo que me cae bastante mal el comentario ése, incluso cuando sé que no lo hacen con mala intención). Primo tiene once años. Está con Alberto desde antes que yo. Y antes de esta enfermedad, la única vez que había salido de casa había sido hace diez años, cuando nos mudamos a este departamento. Creo que sólo faltaría agregar que tenemos otro gato, Morris, que en julio de este 2014 cumple tres años. Y que hasta hace muy poco era el mejor amigo de Primo. Y todo cambió con la ida al veterinario.
Creo que con eso queda todo dicho en esta primera entrega. Pero, como plus (porque, además, todavía no he compartido nada de «utilidad»), les doy un consejo que resume toda la experiencia: EN CASO DE CUALQUIER CONDUCTA INUSUAL, CUALQUIER MAULLIDO RARO, CUALQUIER CAMBIO EN EL PESO, EL APETITO, EL SUEÑO O LAS DEPOSICIONES (o sea la pipí y la popó) DEL GATO, VAYAN AL VETERINARIO. A UNO BUENO.
Estoy segura de que eso evitaria que muchas molestias se convirtieran en emergencias.
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