Categoría: Varia invención

Todo lo que no cae en otras categorías. O bien: pura loquera.

  • Pequeños momentos de gran felicidad

    En la mañana me quedé pensando en las alegrías hechas de amaranto. Sonará cursi, pero se me ocurrió que les queda bien el nombre porque, más que un todo concreto, están compuestas de muchísimas pequeñas moronitas. Es decir, que la alegría no es una meta gigantesca o supertrascendente, sino la suma de detallitos… Chale, seguro estaba medio dormida cuando lo pensé: sonaba más bonito :)
    En todo caso, es lindo (y hasta terapéutico, dicen) recordar los pequeños momentos de infinita alegría que nos topamos en la vida, en vez de ignorarlos o neutralizarlos pensando todo el tiempo en nuestras angustias.
    Van algunos:

    1. Llegar a casa, siendo niña, y pescar el aroma de unas tortas de papa.

    2. Escuchar a un gato haciendo prrr.

    3. Despertar en Navidad.

    4. Descubrir que el frijolito del frasco de gerber acaba de germinar.

    5. Encontrar una moneda en el suelo.

    6. Cortar florecitas en la azotea de casa de mi abuela.

    7. Ver que hay barbacoa para comer.

    8. Ver mi crédito en la tele o en una revista.

    9. Escuchar una voz querida en el teléfono.

    10. Recibir una carta.

    11. Ver otra vez el show de terror de rocky.

    12. Percibir el olor de perfume halston flotando a mi alrededor.

    13. Ganar un regalito en neopets.

    14. Tomar un café mientras afuera llueve y el olor a humedad envuelve la ciudad.

    15. Que me hagan dibujitos en las manos o en los pies :P

    16. Terminar de escribir un artículo.

    17. Saldo a favor en alguna cuenta.

    18. Subir las escaleras sin cansarme.

  • memoria esquiva, recuerdos deformes

    Platico con mi papá sobre nuestra vida en el centro histórico. Y me dice que doña Esther no era la abuela de Lupita. Doña Esther vivía del otro lado de la reja siempre cerrada, enfrente del Loco.
    Ni él ni yo nos acordamos del nombre de la abuela de Lupita; pero sí de que la niña tenía un hermano, Nicolás.
    Él se acordaba de que Gabriela era hija de Rubén (?), pero no se acordaba de la hermana de Gaby, Bertha. Yo sí recordaba a las dos. Él se acordó de que doña Esther nos envenenó un perro al que queríamos muchísimo, yo lo tenía sepultado en la memoria.
    ¿Cómo funcionan los recuerdos? ¿Cómo elige la cabeza qué queda cerca de la superficie y qué se esconde, se pierde, se borra?
    Misterio.

    A Cin:

    No se me ocurre una respuesta sencilla a lo que planteas. Se me ocurre una multitud de posibilidades. Por ejemplo, que a mí me daba angustia la posibilidad de que alguna de mis amiguitas fuera a la casa y no esquivara correctamente una caca de gallina, tropezara, cayera, y quedara batida en lodo y excrementos de cabeza a pies. No tenía nada que ver con querer algo mejor para mí: no sé otros niños, pero a mí no me parecía que hubiera algo mejor que una mamá como la mía, unos juguetes como los míos, un hermanito como el mío (no nos llevábamos bien, pero me sentía muy orgullosa de sus habilidades sociales y su simpatía). Era la angustia del anfitrión. Y era, creo, que uno de niño no elige esas cosas: vives donde tus papás pueden darte un techo, ¿no? En cambio, tu amigo eligió vivir en una vecindad y le parecía pintoresco o cool, pero siempre es más fácil todo cuando son decisiones propias. Creo.
    Y bueno, imagina un vecino borracho gritándole a tu mamá que es una puta porque no le quiso prestar dinero para más alcohol. Imagina una vecina desangrándose en la coladera, entre la caca de las gallinas. Imagina una mujer que envenena a tu perro porque le molestan sus ladridos (cuando ella es la que lo azuza aventándole piedritas). Imagina que sales para ser abanderada en la escolta y calculas mal un paso, pisas un charco y al llegar al portón de salida ya tienes las calcetas blancas llenas de lodo. Bien pensado, no era pena lo que me daba: era miedo de que llevara a una amiga y le gritaran puta, la envenenaran, se le ensuciara la ropa o algo así.

    Sin embargo, tenía su parte mona: era el infierno de Dante: subías la escalera (¿purgatorio?) y llegabas al paraíso de plantas y trinos que había creado mi abuelita. Creo que vivir ahí fue mi primera relación amor-odio. :)

  • centro histórico

    vivíamos en una vecindad. a mí me daba pena invitar a mis amigas de la escuela porque en el portón había un puesto de revistas viejas y fritangas, atendido por doña Martha, una señora amable pero sucia. No que se viera sucia, sino que tenía el patio hecho una porquería, lleno de lodo y caca de gallina y perro (porque tenía una gallina y un perro). Había que atravesar el patio saltando la coladera rota y esquivando las heces, soportando el olor intenso del aceite quemado. Doña Martha evitaba parte del problema usando siempre unas botas negras de hule, como de jardinero (aunque entonces me parecía que eran como de bombero). Yo quería unas, pero nunca me las compraron.

    A ese patio daba la puerta de doña Esther, señora que me daba miedo por la forma en que le hablaba a su nieta, Lupita, que era un poco más chica que yo. Lupita parecía ratón asustado, era gris y flaca y un tiempo tuvo piojos, por lo que andaba pelona, con gorras tejidas. Luego se la llevaron a un internado porque en su casa le pegaban.
    Lupita no me caía bien: era llorona, gris, chismosa. Pero me daba pena. Y mi mamá la invitaba a que jugara conmigo (tenía la idea de que yo pasaba demasiado tiempo sola). Así que sacaba mis barbies y jugaba con Lupita, aunque era aburrido. Según recuerdo, yo era amable con ella y la escuchaba quejarse y decir cosas de las otras vecinitas. Y le envidiaba algunas prendas de barbi que su abuelita le tejía, o que compraba en tianguis a los que a mí no me llevaban.

    Luego estaba el cuartito de doña Martha, que había construido con cemento en el cubo de la escalera. Era, efectivamente, un cubo. Adentro (me asomé furtivamente un par de veces) había un catre y apenas un poco más. El baño, con puerta de cartón, lo tenía afuera, pegado a la casa de doña Esther. La puerta no cerraba, por lo que la amarraban con un hilo de cáñamo mugroso. De verdad no es que fuera sangrona, me daba pena. Mi juego favorito al llegar de la escuela era contener la respiración desde el portón (donde estaban las fritangas y las revistas viejas) y aguantarla hasta pasar la puerta del cuarto de doña Martha (un pasillo donde por fin estaba seco y ya no olía mal). No era un juego divertido. O bueno, lo era, pero no del todo.

    En ese pasillo había una reja de madera, siempre cerrada. Del otro lado, la casa del Loco. No sé cómo se llamaba, ni por qué mi abuelita le decía así; pero sé que le caíamos mal. A veces se peleaba con mi tío Carlos, lo que no es raro; pero a veces la emprendía contra mi papá o mi mamá, que eran más bien tranquilos y civilizados y no se metían con nadie… Creo que empiezo a entender por qué le decían el Loco.

    Frente a la cerca siempre cerrada del Loco estaba la escalera a nuestro piso. Me gustaba verla: ver los barrotes que habían sido parte del barandal medio tragados por el cuarto de cemento de doña Martha. Me imaginaba arqueóloga, descubriendo hechos de un pasado muy lejano, ruinas de civilizaciones.

    Me gustaba el sonido de los tacones de mi mamá subiendo esa escalera. Me gustaba la historia de cuando mi primo Marco y yo nos caímos rodando por ella. Me gustaba jugar a que el descansillo era un escenario y los escalones hacia arriba eran las gradas de un estadio donde yo cantaba y atraía multitudes, o que el descansillo era el frente del salón y los escalones las bancas de mis alumnos de peluche.

    Me gustaba brincar la reja del final de las escaleras. Estaba pintada de azul agua (o verde agua), color que me rechocaba pero que era el favorito de mi abuela. Ponía yo un pie en el refuerzo que uniía la reja con el primer barrote del barandal, me impulsaba, pasaba la otra pierna del otro lado, apoyando apenas el pie en el saliente del barrote. Pasaba la otra pierna, brincaba y me sentía niña grande, ágil, rebelde: ¡llaves para otros, gracias! ¡yo no las necesito!

    A la escalera daba un pasillo. De un lado tenía pared; del otro, barandal (que daba a la escalera; entonces me parecía altísimo, un precipicio, y sólo cuando me sentía especialmente osada caminaba, agarrándome con todas las uñas, por el borde del lado de la sima, imaginando que era Legolas o Bilbo o sabe dios quién). El barandal estaba lleno de macetas, con plantas de sombra. En su mejor momento, la pared estaba llena de jaulas con canarios y gorriones y creo que cenzontles: eran dos de las tres pasiones de mi abuela (la otra era la religión). Al final del pasillo, la puerta roja, dificilísima de abrir y cerrar, del Altos 3: el departamento de mi tío Carlos.

    Mi tío vivió allí mucho tiempo, luego se fue más tiempo. (Tal vez no fue tanto, pero entonces me parecían eternidades). Yo convencía a mi mamá de pedir prestadas las llaves del depto vacío (las guardaba celosamente mi abuela) y entraba como arqueóloga doméstica, a comparar lo que veía con lo que recordaba de hacía tantos años atrás: cuatro, tal vez cinco. ¡Una vida! Tomaba algún libro (mi tío tenía muchos) o una revista (¡tenía Selecciones del Reader’s Digest en inglés!) y me sentaba en su sillón azul a leer (prohibido sacar sus libros o revistas). Me gustaba el olor intenso a tabaco (aunque no estaba él desde hacía tanto); me gustaba la penumbra de esa casita pequeñita, como de juguete, en la que poco entraba la luz. Me gustaban los agujeros de ratón (¡como los de las caricaturas!) y la sensación de abandono, de que los habitantes habían salido de ahí como los tripulantes del Mary Celeste (y no era del todo errado): había crema en el peinador, latas en la alacena, un libro sobre el buró.

    Afuera, más pasillo que daba al patio de abajo. Desde arriba no se veía tan mal, supongo que por la profusión de macetas con todo tipo de plantas, que mitad embellecían y mitad ocultaban lo que había más allá del barandal. La casa -mi casa- rodeaba el patio como acostumbran esas casas viejas: con habitaciones que dan a otras habitaciones y que para llegar a la última hay que pasar por todas las anteriores. De un lado, el cuarto de mi abuela (le chocaba que le dijeran «abuela», así que entonces era mi mamá Lupita), la cocina, su baño (su ventana de la cocina daba al departamento de mi tío Carlos; su baño estaba sobre la casa del Loco) y el antecomedor. La puerta de entrada y al otro lado el comedor, la sala de mi abuela con su piano y, del otro lado del pasillo (con una ventanita que daba al patio de abajo) el mueble con el tocadiscos y el teléfono). La pieza de mis papás, con su puerta de espejos; otro pasillo (de un lado, dando su ventanuco a la calle, el baño; del otro, dando su ventana al patio, la cocinita) y la otra pieza, donde dormíamos mi hermano y yo. Y ahí, al final, la otra puerta, de fierro, roja y muy pesada, con estampitas de los cazafantasmas en los vidrios (las coleccionábamos).

    Ahí jugaba con mi hermano, o sola, o (cuando mi mamá se preocupaba por mi carácter antisocial) con Lupita o con Gabriela y Bertha, dos vecinas del edificio de al lado.
    Ahí me impedía dormir la idea de que vinieran los extraterrestres o que me tocara una combustión espontánea. Ahí podía ver la escalera a la azotea, donde había dos cuartos, el de Lupe la loca (que murió cuando yo era niña) y el de servicio de mi abuela.

    Hoy pasé por ahí. No pude evitarlo. Pasé a saludar a la Güera de la tienda de enfrente. Me contó que los echaron a todos, después de que mi tío, en uno de sus muchos arrebatos, se fue (dejó todo, todo lo que antes, cuando murió mi abuela, le arrebató al resto de la familia).

    Que doña Esther murió de tristeza. Que Gabriela tuvo un hijo pero que se lo mataron a balazos el año pasado. Que en donde era MI casa ahora hacen comida para enviar a domicilio y que todos los días sacan pilas de cascajo. Han de estar remodelando.

    Me dio gusto ver a la Güera. Me dio gusto que se acordara de mí. Pero cuando nos despedimos me dieron ganas de llorar. ¿Dónde está todo lo que fue? Sólo aquí, en mi cabeza. Y en este post.

  • descanso dominical (y sabático)

    ¿Qué haces el fin de semana? Escribes guiones, juegas sims, lees a Darío Fo, ves la tele, hablas por teléfono, ves a tu amigo Guillermo y lo invitas a cenar, cancelas reuniones esperadas para hacer guiones; vas a Bellas Artes, caminas por la Alameda, haces guiones, te duermes satisfecha…

  • El fantasma de la oficina

    No de ésta: de otra en la que trabajé antes.
    Según, que es un muchacho morenito, delgado, de camisa blanca, que se aparece en el cuarto de copiado y pide que apaguen las máquinas que no estén en uso.
    Que es muy amable, pero pese a su constitución y edad, irradia cierto aire de autoridad, por lo que no queda más que obedecerle.
    Que no da miedo, ni enfría el cuarto, ni flota.
    Que tampoco desaparece.
    Que simplemente espera a que apaguen las fotocopiadoras ociosas y se despide educadamente y se va.
    Que luego uno se entera que en la oficina no hay alguien con esas características.
    Y que, entonces sí, se siente frío, y miedo, y todo eso.