Categoría: familia

  • País de maravillas: La culpa es de La niña de los fósforos

    País de maravillas: La culpa es de La niña de los fósforos

    Ilustración de Nell Fallcard
    Ilustración de Nell Fallcard

    Sé que había dicho que sería los lunes cuando pondría aquí, en diferido, las entradas de País de Maravillas, mi columna en La Jornada Aguascalientes. El problema es que los lunes pongo también los horóscopos bibliománticos en twitter, y siento que se encima un poco. A reserva de que encuentre el mejor día para poner cada cosa (¿miércoles la columna en diferido, dado que sale los martes en LJA? ¿Domingo quizá?), va hoy el texto que apareció en La Jornada el martes 27 de agosto:

     

    País de Maravillas

    La culpa es de la niña de los fósforos

    Raquel Castro

     

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    Hubo un tiempo en que mi papá y mi mamá trabajaban en la tarde. Generalmente no era un problema, pero cierta vez rompí en llanto atroz: “Llévame contigo, mami, no me dejes sola”, le decía entre berridos, a pesar de que en casa estaban mi abuela y mi hermano y mi primo Ricardo. Mi mamá tomó el libro que estaba tirado junto a mí: eso siempre le daba una pista sobre mis estados de ánimo. Era un ejemplar de los cuentos de Andersen y, efectivamente, acababa de leer un cuento que me había dejado emotiva, por decirlo de alguna manera.

    Mamá me preguntó cuál era el cuento que me había puesto chípil y le dije: era el de esa niña huérfana que vende cerillos y que extraña a su mamá y se muere de frío y no te vayas, mami, no me dejes sola. Ella suspiró y accedió a que la acompañara a su trabajo. Me llevé el libro de Andersen y lloré esa tarde con “La sirenita” y con “La pelota y el trompo”; pero eso sí: sentada junto al escritorio de mi mamá. Cuando su jefe me saludó y le preguntó a ella a qué se debía el honor de mi visita, la respuesta fue: “La culpa es de la niña de los fósforos”, y le contó nuestro drama previo. “Pero así se hacen sensibles”, concluyó mi mamá.

    Sensible o chillona, lo cierto es que yo era muy fan de esos cuentos desgarradores: además de los personajes suicidas de Andersen me gustaban los atormentados de Wilde (“El ruiseñor y la rosa” y “El príncipe feliz” eran mis favoritos) y los cuentos desgarradores de un libro muy viejo que atesoraban en casa, Alma latina. Pura tragedia que hacía que la serie animada Remi pareciera comedia musical.

     

    2

    Hasta hace muy poco trabajé en una oficina de gobierno. Un día, una compañera llevó a su hijo y, luego de dejarlo correr frenéticamente por los pasillos durante unas horas, misteriosamente decidió que era tiempo de que el niño dejara de torturarnos. “¡Te me sientas aquí y te estás quieto! ¡Ten y ponte a leer!”, rugió la doña y le puso en las manos un libro del que alcancé a leer el título: Andersen para niños. Metiche que es una, le pedí al pequeño que me dejara ver su libro. Para calarlo, pues.

    Lo que más me sorprendió no fue que pretendiera antologar a Andersen en un puñadito de páginas (no eran ni cien) ni que cada una de esas páginas sólo tuviera un par de renglones de texto. Tampoco fue que el resto del libro eran ilustraciones que parecían clones de las de Disney, muy similares a los dibujos que adornan puestos callejeros de tortas y tacos, en los que uno sabe que tal personaje en el cazo es Porky o La Sirenita (según si es puesto de carnitas o mariscos), pero si los mira de cerca descubre que tienen deformidades que van de lo vago a lo monstruoso, de acuerdo con la pericia del rotulista.

    No: lo más sorprendente era que todos los cuentos estaban “retrabajados”: Sirenita no se disuelve en espuma de mar; Trompo perdona y rescata a Pelota; SoldaditoDePlomo y Bailarina se casan y son felices… ¡La niña de los fósforos logra meterse a la realidad alterna de los cerillos y se queda ahí a disfrutar de una cena deliciosa con su mamá y su abuela!

    Yo me quedé con mil dudas: ¿Por qué ese miedo a que los niños conozcan historias desgarradoras? ¿Qué puede tener de malo que se nos ablande un poco el corazón, que conozcamos personajes capaces de dar la vida por otros o que viven en un mundo injusto? Más todavía: ¿Cómo entiende el concepto de “infancia” el editor que cree que estos cuentos son demasiado sórdidos y necesita hacer una versión “para niños” de algo que ya era disfrutado por la chamacada?

    Al final sólo pude concluir una cosa: con razón el hijo de mi excompañera de trabajo prefiere correr como cabraloca que sentarse en un rincón con esos libros. Yo habría hecho lo mismo, supongo, aunque se habría visto muy mal una Raquel de traje sastre galopando entre las computadoras.

     

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    Hace poco una mamá me dijo que ella le evitaba a sus hijos “esos cuentos lacrimógenos” porque los ponía “demasiado sensibles” y yo pensé de inmediato en mi propia mamá y su paciencia ante mis brotes melodramáticos.  No sé qué tan sensible me habré hecho, pero sí creo que el daño colateral de esas lecturas, en mí y en otros, fue ejercitar la empatía, la capacidad de indignarnos ante las injusticias y hasta la tolerancia a situaciones frustrantes. La vida no siempre es fácil, parecían murmurar esas historias, pero no tiene por qué dejar de ser bella. Ya sé, soy una cursi. Pero la culpa es de la niña de los fósforos.

     

     

    Ilustración de ArtBIT
    Ilustración de ArtBIT

    La ilustración es de ArtBIT y pueden ver su trabajo aquí.

  • País de maravillas: El extraño caso de los cuentos rusos desaparecidos

    País de maravillas: El extraño caso de los cuentos rusos desaparecidos

    Como prometí, y como hoy es lunes, comparto acá mi entrega de la semana pasada en La Jornada Aguascalientes (pero, si prefieren, la pueden leer directo allá en esta liga).

     

    Ilustración de Nell Fallcard
    Ilustración de Nell Fallcard

    País de Maravillas

    El extraño caso de los cuentos rusos desaparecidos

    A Erika Mergruen en su cumpleaños.

    Cuando era niña –si sintieron olor a moho y polvo al leer el inicio de esta frase, no se espanten: es porque les hablo del milenio pasado–, en casa había algunos libros de Editorial Progreso. Hechos en la URSS, eran una maravilla.

    Recuerdo en particular uno, La casita bonita, de pasta dura y con ilustraciones primorosas. Era un conjunto de cuentos tradicionales rusos, del que mi favorito era el que daba título a la colección: un cántaro cae de la carreta de un mujik, una mosca (la Mosquita Golosita, se llamaba) se lo encuentra y se queda a vivir en él. Luego llega a vivir con ella el Mosquito Picadorsito. Y poco a poco la casa se va llenando. Recuerdo que, entre los habitantes del cántaro estaban la Raposa de la Lengua Hermosa y el Lebrato Saltador, que Brinca Más y Mejor (temo no recordar los demás nombres, pero había un gato, un lobo, un perro y a saber qué otros individuos). Dos cosas me fascinaban: la primera, que cada que llegaba un nuevo personaje preguntaba: “¿De quién es esta casita tan bonita? ¿Quién vive en ella?”  Y todos los habitantes se presentaban, en el orden que habían llegado. Yo trataba de recitarlos también, así que era un juego de memoria. La segunda, que en cada ilustración la casita tenía alguna mejora: un escalón, una ventana, macetas, una chimenea…  era otro juego: ver las diferencias, proponer (en mi cabeza) otras: una terraza, un jardín, ¿una alberca, tal vez?

    En otro de los cuentos, una grulla y una zorra (aunque ahí le decían raposa, y me gustaba pensar que era parienta de la que vivía en la casita bonita de la historia de junto) eran comadres que se hacían maldades: la zorra ponía la comida en platos extendidos y la grulla usaba floreros de cuello angosto, por lo que una u otra se quedaban sin comer. La ilustración de la raposa, vestida de muñequita rusa, era simplemente genial.

    Mi tercer cuento favorito de este libro era sobre una niña que tenía que rescatar a su hermano de la casa de la bruja Baba Yaga. La cabaña se movía gracias a que estaba asentada en una pata de gallina gigante, que brincaba de un lado a otro. Y la niña tenía que pedir ayuda a un río de leche con orilla de jalea, entre otros personajes raros y deliciosos. “Te ayudaré si tomas de mi leche y comes de mi jalea”, le decía el río a la niña y ella, despectiva, respondía: “En casa ni la mermelada me hace tilín”. Y yo… ¡bueno! extática, arrobada, feliz. Porque no sólo era ese mundo extraño sino que, además, el lenguaje mismo era rarísimo: “¿Me hace tilín?, ¿raposa? ¿mujik?”, me repetía yo, descifrándolo y tratando de incorporarlo a mi vocabulario, para llevar un poquito de ese mundo a la vida real.

    Con el paso de los años dejé de releer La casita bonita. Además, cayó la URSS y, de pronto, las librerías de viejo estaban inundadas de libros de Editorial Progreso, con lo que perdieron a mis ojos un poco de su magia. Les dejé de poner atención.

    Un día ya de este siglo, me acordé de la Mosquita Golosita y sus amigos. Fui a casa de mi papá y busqué entre mis libros infantiles La casita bonita. Sorpresa: no estaba. No estaban tampoco mis otros libros de Progreso. Mi papá no me supo decir si los regaló, se los robaron o se perdieron en alguna mudanza.

    Sin ponerme loca todavía, comencé a visitar librerías de viejo. La sorpresa se convirtió en escalofrío: a excepción de algún libro para niños sobre astronautas o los beneficios de los planes quinquenales (bastante aburridos, en realidad) y tres o cuatro para adultos sobre la vida de Lenin o temas marxistas, ¡nada! Ninguno de los hermosos libros de cuentos tradicionales rusos que yo recordaba.

    Como soy ligeramente obsesiva, ahora sé que La casita bonita es un libro con versiones de Alexei Tolstoi y que esas ilustraciones maravillosas son de un artista muy reputado, Evgeni Ráchev; que la traducción a la que le debo seguir diciendo no me hace tilín cuando algo no me entusiasma es de José Vento; que Progreso era una editorial de propaganda política y que en 1991 se reestructuró para sólo publicar en ruso y distribuir dentro de sus fronteras. Lo que no sé es qué pasó con todos los ejemplares que había en librerías de viejo, o los que estaban en mi casa.

    Me gusta pensar que un día de 1991 un científico ruso apretó un botón rojo que activó un chip oculto en cada libro, haciéndolos flotar de vuelta a casa.

    Ah, pero si de casualidad alguno de esos chips no se activó correctamente y usted tiene un ejemplar de cuentos rusos de Progreso en casa, cuídelo mucho y léaselo a toda la familia. Verá que a todos les hará tilín.

     

    Ilustraciones de Evgenii Rachev
    Ilustraciones de Evgenii Rachev
  • Hermanito

    Hermanito

     

    Fafis fotografiando a Alberto en un pueblillo perdido del sur de Francia. Creo.
    Fafis fotografiando a Alberto en un pueblillo perdido del sur de Francia. Creo.

    Escribo esta entrada del blog con un nudo en la garganta. No es tristeza, es emoción y orgullo. Y para que no se me olvide, mejor lo escribo.

    Hoy, en el Dallas Observer, salió una entrevista con un artista visual mexicano que se ha dedicado a fotografiar bandas de rock en los rumbos de Dallas Fort Worth. Cuenta el reportero que este chavo es sangre nueva entre los fotógrafos que se dedican a retratar la escena musical de allá y que hace su chamba con humildad y una sonrisa de gratitud en el rostro. Dice también que tiene el ojo y el feeling para conmover a los fans con una imagen. Sí, ya sé, mexicanos trabajando chido en el gringo hay muchos. Pero este fotógrafo amable y sonriente y con los pies en la tierra y cero sangrón es mi hermano. Díganme si no es para que se me hagan de agua los ojos mientras lo escribo.

    Siempre he estado muy orgullosa de Fabien. Tres años menor que yo, aparece en casi todos mis recuerdos (tengo poquísimos de antes de que él naciera). Lo primero que recuerdo es que mi mamá me había prometido un enanito para que jugara conmigo y yo me decepcioné porque no se parecía a los de Blanca Nieves y no jugaba (quizá escuché mal y era hermanito y no enanito, pero… bah, lo otro sonaba más divertido). Me acuerdo de que era chillón pero cariñoso y que a veces se echaba la culpa de lo que yo hacía para que no me regañaran (otras veces, en cambio, nos acusaba a mi primo Marco y a mí de haberle pegado cuando era él quien nos pegaba; jijillo). A veces me desesperaba, claro, y por supuesto que tuvimos nuestras épocas de pelear mucho, como suele pasar entre los hermanos, aunque creo que lo más que nos dejamos de hablar habrá sido dos semanas o algo así.

    Fabien tiene, desde bien chiquillo, un talento muy especial: es capaz de iluminar con su simpatía el sitio donde esté. La gente lo adora con sólo conocerlo. Tiene un carisma impresionante. Yo no soy así, como sabrán quienes me conocen en persona; así que le admiro un montón esa característica. En lo que sí nos parecemos un montón es en que somos controladorcillos y neurotiquines (¿checan ustedes cómo suena menos serio cuando se le aumenta una terminación flanders?) pero en general nos sirve para comprendernos y llevarnos muy, muy bien.

     

    (Con ayuda de una hermana en el obturador)
    (Con ayuda de una hermana en el obturador)

    Y, pues nada: que hace unos años vive en Texas y lo extraño un montón, pero me da mucho gusto porque sé que está trabajando en lo que le gusta y que además es muy muy bueno en eso que hace (que es mucho, porque, a diferencia de mí, es medio adicto al trabajo -O bueno, adictín al trabajillo, para flanderizar el asunto-). La entrevista que le acaban de hacer sólo hace público lo que yo ya sabía. Pero siempre es un alivio saber que no se trata de que sea yo hermana-cuervo, sino que de veras la gente nota todas esas cosas chidas que tiene mi carnal. Y eso que la entrevista no habla del resto de su trabajo de diseñador gráfico (ni de cómo aprovecha su obsesividad compulsiva para organizar vacaciones casi tan perfectas como las que organizo yo, muajaja).

    Les dejo la entrevista, pa que le echen un ojo:

    http://blogs.dallasobserver.com/dc9/2013/08/mexico_native_fabien_castros_p.php#more

    Y, de una vez, la página de foto en FB del carnal del mal:

    https://www.facebook.com/fabienphoto