Es jueves. En teoría, ya debería estar hecha a la rutina. El viaje es cosa del pasado, sólo falta terminar de deshacer la maleta y seguir contando una que otra postal, ligando (sin permiso, claro) una que otra foto…
Es jueves y estos días se me han ido volando. Nada que ver con el ritmo pausado de las dos semanas anteriores. Los minutos se comprimen para viajar en metro, para caber en el periférico sin contribuir al ya de por sí horrendo tráfico de la ciudad.
Lo peor de todo es que viví 15 días dedicando todo -o casi todo- el tiempo a mí misma. Dormir cuando tenía sueño, escribir hasta que se me diera la gana, comer en el restaurante que más se me antojara, o el que resultara más conveniente según mis propios oscuros intereses…
Creo que por eso me levanto temprano: a las seis soy la única despierta en casa. Puedo venir a escribir sin más compañía que el ronroneo del CPU. Aquí recupero lo que mi amigo Daniel llamaba ‘mi lentitud’.
Creo que por eso llego tarde al trabajo: me cuesta volver al mundo donde todo va de prisa.
Y no es que no me guste la compañía. No es que no quiera a los míos, o que no me guste lo que hago, o nada por el estilo…
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