In memoriam Dani JM
Andamos todo el día corriendo, de un lado a otro, como si tuviéramos mucha prisa. Como si la importancia de la gente se midiera en el número de entradas que tiene su agenda. Andamos por el mundo pensando que somos indispensables para todos los negocios, y por eso tenemos dos celulares, un bíper y seis palomas mensajeras, que dejamos prendidos mientras nos asomamos al cine ‘no vaya a ser que una emergencia se presente’… como si todos fuéramos ginecólogos con ocho pacientas parturientas. No vemos una peli completa sin checar si hay mensaje nuevo, revisamos el email cuarenta y siete mil veces al día, planeamos con una semana de anticipación los cinco minutos de descanso que nos vamos a dar (y no los disfrutamos, porque esos cinco minutos los pasamos pensando en los pendientes que se acumularán mientras tanto).
Vida frenética de ciudad. Nos desespera ir al campo y no poder someter al sol y a la lluvia a nuestros horarios estrictos. Mejor quedarnos flores de asfalto, prendidos al reloj y a los otros gadgets que nos permiten estar comunicados.
No falta mucho para que nos implanten un chip de posicionamiento global, para que no importa donde andemos, seamos 100% localizables. ‘Por si me raptan’, diremos falsamente consternados. Pero la verdad es que el regodeo de sabernos tan importantes que debemos estar siempre de prisa, siempre al alcance (¿de quién? ¿de nuestros asistentes y empleados que no pueden tomar una decisión sin nosotros?) tiene muy poco que ver con los secuestros.
Antes no era así. Hace diez años no era así (no es necesario viajar a la prehistoria: la prehistoria viene con nosotros a cada paso). Yo podía meterme en un parque a la una de la tarde y perderme, dejar afuera el mundo, rodando, mientras adentro sólo había un silencio compuesto de trinos ocasionales, de aislados ladridos, de tímidos crujidos de ramas.
El parque todavía existe. Sigue teniendo sus columpios y sus poquititos niños. Sus naranjas y sus colibríes.
Se entra por un portón enrejado y se atraviesa un pasillo flanqueado por bambú. Cuando llegas a la mitad del caminillo, ya no se escuchan los autos de fuera. Sigues avanzando. La fuente, las bancas, los caminillos que se cruzan, el aire puro. Sin querer hay que respirar más despacio, porque aire de ése no en todos lados. Es aire gourmet. Ni en las barras de oxígeno lo tienen tan puro y sabrosito.
Lo curioso es que al respirar más despacio, el corazón también se alenta. Del punchis punchis acelerado pasamos a un sonido de tambores africanos en melodía de amor. Se siente en las venas, en las arterias. Si cierras los ojos, puedes seguir una descarga de sangre por todo su recorrido y conocer tus dedos, tu páncreas, tu garganta. Detenerte en las sensaciones del dedo chiquito del pie izquierdo, o en la textura de la rodilla.
En mi caso, al abrir los ojos, cuando tengo suerte, alcanzo a ver de refilón una figura casi imaginaria, acompañándome, pero siempre a un paso de mi campo de visión. No se va mientras sigo en el parque, en los columpios, en el pasto húmedo de rocío. Me acompaña a acariciar a los gatos del lugar, a buscar tréboles de tres hojas (son más fáciles de encontrar que los de cuatro: ¡qué buena suerte!).
Mi amigo Daniel, antes de ser tragado por la vorágine de cierta compañía telefónica española (cuando tenía tiempo libre para escribirme mil cartas, a mano, en las que me contaba cuentos y le cambiaba el final a cuentos míos), mi amigo Daniel, decía, le llamaba a esa sensación ‘su lentitud’. Creo que es el término adecuado.
(Suena el teléfono: es Alberto, la gatita tuvo un accidente. La sangre vuelve a latir a mil por hora, mi lentitud escapa por la ventana. Es algo tan frágil… ya concluiremos con eso otro día).
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