Desperté con esa rola en la cabeza. ¿Es de Flans? En todo caso, me quedé pensando en la de líos que me he metido porque a alguien se le ocurrió la cursilada de ‘Los amigos de mis amigos son mis amigos’. Antes de que se me considere antipática (welcome to mi lado otscuro), aclaro un par de cosas.
1. Me late que los amgios me presenten a sus amigos. Es una excelente forma de ampliar los propios círculos.
2. Yo de vez en cuando presento a mis amigos entre sí. Y han pasado buenas cosas.
El problema es cuando alguien piensa que por ser amigo de A (digamos… Claudia, mi amiga de la adolescencia) es automáticamente amigo de B (digamos la amiguita adolescente de Claus, es decir, yo). Argh. De pronto, una fulana a la que habíale hablado dos veces en mi vida se me acerca y me abraza y me dice que ya sabe todo de mi truene con Jonathan (grrr. ¿quién le contó?) y que lo que debo hacer es… equis. En todo caso, ¿de dónde sacó la confiancita? ¿De que es amiga de Claudia?
O bien, C (pongamos por caso mi papá) se casa y cree que por arte de magia voy a llegar corriendo con su esposa a decirle ‘Mamá’ y confiarle todo lo relacionado con mi vida… a mis 22 años. Esteee…. ¿no tiene que sembrarse primero la confianza, crecer y todo eso?
A veces pasa que inmediatamente hago click con los amigos de mis amigos. Como una amistad a primera vista (que no existe, lo sé: digamos que surge una química que hace fácil el trabajo amistoidal). Veo al amigo de mi amigo o a la amiga de mi amiga y me recito al oído (es difícil eso de recitarse uno mismo al oído: requiere de práctica y concentración): ‘Reich’l, estás ante uno de tus futuros mejores amigos -o amigas-‘.
Pero otras veces pasa que me caen mal los amigos o amigas de mis conocencias. No dudo que sean gente hermosa y simpática, que tengan mucho en común con alguien a quien quiero, que opinen que yo soy una persona encantadora (eso habla mal de su estabilidad mental, por cierto). Simplemente me caen mal. No los soporto. O me dan hueva.
En casos intermedios, sencillamente son personas que me resultan inaccesibles. Ante mí veo una superficie completamente lisa, de la que no sobresale ninguna arruguita de la que me pueda agarrar. No les hallo por dónde, pues.
Yo, que soy de esas personucas que en las fiestas prefiere el rincón que el centro de la pista, que procura tener amistades que duren años, que tarda en abrirse porque sabe que lo de adentro no es precisamente manzanas acarameladas… bueno, pues yo soy de esa gente que cree que la amistad requiere tiempo, esfuerzo y voluntad de las dos partes. Antes de eso, se tiene cuates que pueden ser divertidísimos: cuates laborales, de cantina, de fiesta, de equis o ye. Pero no amigos a los que se puede acudir en el peor momento a contarles cómo duele haber visto a un perrillo atropellado en el Perriférico (por poner un ejemplo de los menos trágicos).
Y claro, además de todo está la paranoia: si no me preguntan quién soy y qué quiero y qué pienso… ¿cómo putas les voy a creer que les interesa ser mis amigos?
Por último, me ha pasado la peor de las desgracias: presentar a mis dos mejores amigas y que hagan un click tan grande, tan instantáneo, tan genuino… que se pongan a construir una amistad entre ellas y me dejen a mí bailando. Es como que te deje tu galán por tu amiga (o tu chava por tu amigo). O peor. Y por supuesto que es peor a tener dos amigas que no se soporten.
(Más sobre amistades, pronto, en ‘La otra Rax’).
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