Rax niña (siete años, chimuela, cabello largo y fleco disparejo por su último intento de auto-estética) descubre, minutos antes de irse a la escuela (segundo de primaria, tablas de multiplicar y ‘I just call to say I love you’ en la clase de inglés), que tiene la lengua de un color verde cielo intenso.
Rax niña decide probar si la lengua color verde cielo tiene alguna función interesante. Para eso, lame todo lo qu hay a su alrededor. Sorpresa. Todo queda teñido de verde cielo, un color móvil, con ocasionales nubes (tenues, de reflejos anaranjados). Además, todo sabe a cielo. A cielo verde.
Eso puede ser muy útil a la hora de comer betabeles, que en su color normal saben espantoso. Y los betabeles verde cielo deben saber… a cielo, ¿no?
Paréntesis: el sabor del cielo es… un sabor alto y fresco, inquieto o apacible según el momento. Pareciera que el paladar se dispara hacia arriba. Un sabor de aleteo de palomas. No estoy segura, tendrían que probarlo.
Cierra el paréntesis.
Rax niña va a la escuela. Raúl Bustamante, su compañero de banca, le jala el cabello. Ella, en automático, le saca la lengua. Raúl se ríe de la lengua verde cielo. Revuelo. Todo mundo viendo a Rax niña como freak de circo.
Rax niña se chupa la yema del índice derecho. Luego la del izquierdo. Se pasa los dedos por los omóplatos y -por supuesto- NO le sale de ahí un par de alas color verde cielo. ¿A quién se le ocurre?
Lo que sí sucede es que la maestra pone orden y les pide a todos que hagan un dibujo. Y Rax niña solamente saca la lengua y la pasa por el papel. Se dibuja sobre éste un paisaje celeste (verde celeste, claro). Queda tan bonito y se antoja tanto dibujar con la lengua, que todos la imitan; pero no furula: sólo quien tiene la lengua color verde cielo puede hacer such a thing.
Y bueno, lo que sigue es obvio. Los compañeros que la molestaban cinco minutos antes, ahora la aclaman y le piden que pinte algo con la lengua en sus respectivos cuadernos. El día termina en victoria.
A la mañana siguiente, la lengua de Rax niña es de nuevo normal. Pero un gato pequeñito, pequeñito (de unos diez milímetros) duerme sobre la almohada. Tampoco será un día rutinario.
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