-Estás portándote bien rarita-dijo mi mamá-. ¿Qué traes?
Yo me encorvé todavía más sobre el plato de huevo revuelto (con jamón) antes de murmurar que nada. Lo cierto es que estaba nerviosísima, pero tenía que disimular. Al menos tenía que intentarlo. Tomé mi vasote de chocomil y, en mi brusquedad, tiré un poquito sobre el mantel.
-¿No traerás un recado de la escuela, verdad?-volvió a la carga mi mamá, mientras limpiaba mi estropicio con una servilleta.
Sonreí, más tranquila, y negué con la cabeza.
-Es que no quiero que se nos haga tarde hoy-le dije, más segura de mí misma, al ver que ni se las olía-. Hoy vamos a platicar de fantasmas antes de entrar al salón y tengo unas historias buenísimas que me contó anoche mamá Lupita.
Mi mamá negó con la cabeza (por eso luego no puedes dormir, quería decir su gesto; o tal vez era de ah qué mi mamá, que no cree en fantasmas pero bien que cuenta sus historias; o de pero si no son siete y cuarto: claro que no vas a llegar tarde) y puso frente a mí un flan de vainilla con cajeta.
-Acuérdate de lo que decía Papá Tacho: Despacio…
–…que llevo prisa-completé, mientras atacaba el flan.
-Despacio pero sin parar, que tu papá ya fue por el coche-dijo mi mamá al ver que me quedaba otra vez encorvada y pensativa.
La verdad es que estaba nerviosa: traía la mochila llena de barbies porque íbamos a dedicar el día (no sólo los minutos previos a entrar a clases) a jugar con muñecas (no a contar historias de fantasmas). Habíamos descubierto que la maestra jamás miraba a la parte de atrás del salón (teníamos de esas bancas que, en una sola pieza, tenían el asiento doble y el pupitre siguiente -con agujerito para el tintero y toda la cosa- así que, al final de cada fila, siempre quedaba un pupitre doble sin asiento, ideal para jugar a los cavernícolas o a los vampiros o a las calaveras que salen de su tumba o… claro, a las barbies.
Pero había tenido un problema de, digamos, logística: para que cupieran las barbies tuve que sacar los cuadernos (tarea del día incluida) y el riesgo era alto: si nadie más llevaba muñecas, yo me jodía. Si la maestra nos cachaba y nos quería poner a trabajar, yo me jodía. Si mi mamá quería cargar mi mochila de la casa al coche, yo me jodía. La verdad es que me gustaba vivir al borde del peligro.
No recuerdo que hacía mi hermano: seguramente comía en silencio su flan, o me hablaba de su amigo José Antonio (la verdad es que no le hacía mucho caso al pequeñete). Recuerdo, eso sí, que mi mamá se llevó los platos sucios a la cocina y que venía de regreso cuando sentí el mareo.
-Mamá, se me cayó el flan en la blusa-grité: mejor que se enterara desde el pasillo y no cuando al fin llegara a vernos-. Es que estoy mareada-agregué. Para suavizarla, supongo.
-¡Está temblando!-fue la respuesta non sequitur y sí altamente histérica-. ¡Párense debajo de la puerta, no se estén junto a los libreros!
Lourdes Guerrero dijo exactamente lo mismo (bueno, no dijo lo de los libreros) desde la telecita portátil blanco y negro que prendía mi mamá todas las mañanas. Así que, consciente de mi papel de hermana grande, tomé al pequeñete de la mano y, en segundos larguísimos, atravesamos el pasillo de la cocinetita y el baño, que tenía libreros con puerta de vidrio de un lado y otro (la arquitectura de la casa, como pueden ustedes intuir, era extraña).
Nos detuvimos en la puerta con espejo que daba a la recámara y vimos a mi mamá, detenida en la puerta de enfrente (la que llevaba de la misma recámara a la sala de mi mamá Lupita).
Mi pobre madre estaba espantadísima. Yo dudé entre seguir con mi hermanín o ir a protegerla, pero los jugueteros con ruedas que nos había hecho mi tío Miguel bailaban con libertad por la habitación, y preferí quedarme donde estaba.
Desde su recámara, mi férrea abuela le gritaba a mi mamá que se calmara y que rezara el salmo cuarenta y algo (ése de que no temeremos aunque las montañas se pasen al corazón de la mar. Sí, muy tranquilizante).
Mamá empezó a orar y nos indicó que la siguiéramos. Yo sólo recordaba la tabla del dos, pero traté de repetir lo que ella iba diciendo. (Un instante, me pareció la cosa más cool que temblara, pero el susto de mi mamá -nunca la había visto tan espantada- me había hecho descartar el comentario).
–El Señor es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones-íbamos diciendo, casi a una voz, mi abuela desde su recámara, mi mamá a medio camino y nosotros desde la puerta con espejo.
-¿Y mi papá?-preguntó Aben (Aben es mi hermano: así le decíamos de chirris).
-No debe tardar-dijo mi mamá, con el más grande susto que le he visto en la mirada.
Y así seguimos, un rato que me pareció harto largo, porque acabamos el salmo y seguía temblando, y parecía que la casa daba brinquitos y desde la calle llegaba un ruido extrañísimo, que nunca antes había escuchado (y que nunca he vuelto a oir, excepto, tal vez, en los videos del tsunami de hace unos años).
Paró el movimiento telúrico. Mi mamá recobró la compostura de forma automática y me regañó por ensuciar la blusa:
-¿No que no querías que se te hiciera tarde? ¡Cámbiate de volada!
Mamá Lupita gritó que se regresaba a su cama un rato. Mi hermano dijo que nunca antes había sentido un temblor. Un claxon sonó en la calle: corrimos a ver… pero no era mi papá. Era Fernando, el vecino de enfrente, para decirle a mi mamá que las calles estaban cerradas y había muchos daños.
-Mejor no los lleve a la escuela hoy, Yvonne tenía un examen, y decidimos que mejor se quede.
(Yvonne, su hermana, iba a la misma escuela que nosotros).
Llegó mi papá, tranquilo: para él, el temblor había sido una cosa muy rápida que ocurrió luego de que sacó el coche del estacionamiento y antes de llegar por nosotros a la casa (sin garage, como ustedes pueden inferir). Fue después que supo que la barda del estacionamiento cayó sobre varios coches, un par de ellos ya tripulados. Fue después que supimos que la escuela de enfermeras de unas cuadras adelante estaba destruida por completo. Fue después que nos enteramos del periplo de los de Hoy mismo y de todo lo demás.
Mi mamá aceptó a regañadientes que nos quedáramos.
-De todas formas, cámbiate la blusa-me dijo-. Y de una vez la falda: que mañana no la vayas a llevar toda sucia.
En ese momento no sabíamos todavía que la falda esperaría más de dos meses antes de volver a la escuela; que el hotelazo frente a la iglesia a la que íbamos ya no existía, que pasaríamos días arduos por el olor a podrido y la falta de agua; que tendríamos que caminar diez o más cuadras por un litro de leche y que, con todo y eso, estábamos entre los afortunados.
Mientras mi mamá iba a ver que Mamá Lupita estuviera de veras bien, saqué las barbies de la mochila, pensando que mis amigas tendrían una sesión de juego más bien aburrida sin mis historias y mis supermuñecas. Ya le hablaré en la tarde a Carmen para ver si las llevamos mañana, pensé; pero lo cierto es que algo cambió dentro de mí luego de esa movidota y sus consecuencias: tal vez crecí -o me amargué, no sé- pero nunca más llevé muñecas a la escuela.
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