Reyes Magos

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Por supuesto, hoy toca recordar la víspera de Reyes de cuando era niña. Es curiosa la percepción del tiempo: si hacemos cuentas, lo más probable es que sólo haya sido realmente consciente de la emoción de la noche previa al seis de enero de un puñado de años (quizá de mis tres a mis once años) pero en mi recuerdo es una vida entera. Y sólo recuerdo el último regalo de Reyes: una barbie aeróbica, con su leotardo azul eléctrico, sus calentadores y sus zapatillas como de ballet (tonta barbie: seguro las rodillas se le hicieron pomada por no usar unos buenos tenis). Pero recuerdo vívidamente la mañana del seis de enero: recuerdo el momento de levantarme de la cama e ir, todavía a oscuras, al balcón, a ver qué había en mi zapato. Me gustaban más Los Reyes que Santaclós: como eran tres, podía pedirle una cosa distinta a cada uno. No es que me las trajeran, que conste, pero era bonito poder pedir por triplicado. Y lo que me gustaba más de ellos era que contestaban mis cartas. Oh, sí. Y no sólo las contestaban, sino que lo hacían con una tinta invisible que sólo daba a ver los trazos cuando calentábamos la hoja sobre el foco de la lámpara. Claro, eso no lo descubrí yo sola: fue mi papá quien tuvo la idea de ver sobre la lámpara esa hojita aparentemente en blanco… (No sé si pasó una sola vez o si ocurrió muchas: en mi memoria es como si cada día de Reyes hubiera habido cartita revelando una caligrafía clara y bonita sobre la hoja). Era magia, claro. No por nada eran Reyes Magos. Por eso podían visitar todas las casas en una noche, interceptar las cartas enviadas en globo y, sobre todo, evaluar si lo que uno necesitaba era realmente lo puesto en la carta o alguna otra cosa (la idea no era mía sino de mi mamá).

Creo que dejé de creer en ellos dos veces. La primera vez fue a los nueve años, creo. Alguien en la escuela me dijo que ni Santa ni los Reyes existían. Se lo dije a mi mamá esa noche y ella me dijo, palabras más, palabras menos: «Existen para quienes creen en ellos. Si dejas de creer, dejas de existir para ellos y dejan de traerte regalos y dejan de existir para ti». Habíamos leído recién «El Clan del Oso Cavernario» (la habían leído ella y mi papá y me la habían ido contando)  y la idea de que alguien pudiera dejar de existir para otros, por pura fuerza de voluntad o por creencias, estaba fresca en mi memoria. Evalué la situación y decidí que nos convenía más a todos que yo siguiera creyendo. También decidí que eso explicaba que en casa de mi compañerita chismosa no hubiera Santa ni Reyes: primero ella había dejado de creer, entonces habían dejado de llegar, y si sus papás habían sido descubiertos dejando juguetes junto al árbol era porque habían intentado evitarle la desilusión…. Pobre de ella. Mejor no decir nada que la hiciera sentir peor, pensé. Así que a partir de entonces jugué al doble agente: en la escuela no creía en Los Reyes, ni en Santa, ni en el Ratón de los Dientes, pero en casa sí, y con fervor.

La segunda vez que dejé de creer en Los Reyes tenía once años. Mi hermano se acababa de dormir y mi mamá me dijo que me vistiera, que íbamos a salir. Mientras caminábamos por la calle de Argentina, las dos solas, me dijo algo del tipo: «Tú ya sabes, yo sé que tú ya sabes, ayúdame a escoger tu regalo de Reyes». En cuanto acabó de decirlo me di cuenta de que, efectivamente, yo ya sabía y que no era una revelación traumática. Al contrario, estaba divertido. Emocionante. Estaba en la calle a una hora a la que nunca acostumbraba andar en la calle. Y cuando llegamos a la juguetería ARA (creo que era ARA) frente al Templo Mayor, ¡qué sorpresa! Había muchísima gente. Mucha mucha mucha. Y yo era la única menor de, no sé, veinte años. Me sentí madura e importante. Nos formamos y nos dieron una ficha. Mi mamá me dijo que pensara en qué quería yo y en qué podía querer mi hermano (¿será que ese año no hicimos carta?) y que, por si acaso, pensara en una segunda opción. Yo quería una barbie aeróbica. Había tenido una y la había odiado por tener los brazos extendidos, había cortado su leotardo para convertirlo en una especie de ombliguera y unos mallones. Pero luego me empezó a gustar su carita y decidí que era más bonita que las otras. Era tarde para mi primera Barbie Aeróbica, porque tenía un pie mordisqueado y el pelo enredado más allá de toda posibilidad de redención. Pero si podía tener una nueva seguro la iba a querer mucho y cuidar más. Para mi hermano creo que elegí un He-Man o algo por el estilo.

Cuando al fin nos tocó turno pedí la barbie y sí hubo. Fiu. Regresé a casa toda emocionada, había sido genial ver el Templo Mayor de noche, y a tanta gente formada para comprar juguetes. Me sentía parte de un secreto. Yo era uno de los Reyes Magos.

En la mañana desperté tempranito y muy emocionada. Vi la alegría en el rostro de mi hermano al explorar sus regalos y me descubrí yo también emocionada al encontrar la barbie aeróbica junto a mi zapato.

Los Reyes no me traen nada desde hace mucho. Pero igual me emociono cuando pienso en la ida a dormir con los nervios de estar esperando una maravilla, la emoción tempranera al ver que sí sucedió, la carta con tinta invisible, el hecho de que hubiera regalos en el balcón (más que los regalos en sí mismos). Es tan placentero que ¿por qué iba a dejar de creer en todo eso?

 

 


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Comentarios

2 respuestas a «Reyes Magos»

  1. Avatar de Paola García
    Paola García

    Tengos 3 recuerdos de esa época: cuando me regalaron mi triciclo apache color rojo; cuando tuve que descubrir mis regalos mediante pistas y cuando casi cacho a mi papá poniendo los juguetes, pero que su afición al cigarro le permitió salir avanti, sacando chispas con el encendedor para que mi madre gritara: «¡duérmete porque si los ves no te dejan nada!» Y ante tal advertencia, me escondí bajo las cobijas. Este último evento lo he traído siempre como una joya a presumir: me pareció muy ingenioso mi ahora difunto papá.

    ¡Abrazo!

  2. Avatar de Constanza Pérez
    Constanza Pérez

    Qué lindos recuerdos. Yo también tuve una Barbie aeróbica, pero creo que su cabellera le duró más o menos cinco minutos, la pobre terminó como Rod Stewart. Siempre se nos queda grabada esa última vez, ese punto de no retorno y que al mismo tiempo representa el comienzo de una vida más consciente, como más terrenal y emocionante. Gracias por compartir.

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