–¡Jijas chamacas maldosas! ¡Sáquense a su salón!
Quizá no fueron exactamente esas las palabras, pero seguro fue algo por el estilo lo que nos dijo doña Mari cuando nos vio jugando guerritas de yeso. Por supuesto, Carmen y yo brincamos del susto, pero cuando vimos quién era, enfurecimos:
–¿Y a ésta qué le importa?–me dijo Carmen al oído.
Pero Mari tenía, como dicen por ahí, oído de tísica (a cambio, carecía de sentido del humor) y nos amenazó con ir a ver a nuestro maestro y decirle que estábamos jugando con el yeso, dañando las instalaciones de la escuela, torturando a sus gatos, incendiando la capilla, y vaya uno a saber cuántas mentiras más (oquéi, lo del yeso era verdad; pero el resto, por supuesto que no).
Decidimos no discutir y mejor correr al salón, avisarle al maestro que la Mari estaba senil y loca y de malas y ponernos a trabajar en nuestras esculturas en el espacio menos agradable y tranquilo, pero más seguro, del taller de artes plásticas.
Yo iba furiosa: nos había costado semanas convencer al Pasa (nuestro maestro de Artes Plásticas) de que nos diera permiso de hacer nuestros vaciados de yeso en el otro patio y habíamos durado el tiempo récord de quince minutos, desde que llegamos con todos nuestros implementos, hasta que regresamos, derrotadas y regañadas.
–Lo que yo no entiendo es de dónde salió esta loca–me quejé, mientras subíamos las escaleras. Y Carmen me contó la historia: doña Mari había sido lo que llamaban hija de la escuela: había estudiado desde prescolar hasta la normal ahí, había dado clases como mil años y, al jubilarse, le dieron un departamentito en la zona de la escuela que tenía, precisamente, departamentitos para hijas de la escuela: era una costumbre que venía de cuando el colegio era internado para viudas y huérfanas desheredadas y blablablá.
«Perfecto», pensé. «Ahora, además de regañada y frustrada me siento culpable de haberme enojado con una anciana solitaria». Y como me choca sentirme culpable, mi enojo era cada vez mayor. Porque, estilo Rick Blaine, me preguntaba por qué, de todos los patios de la escuela, habíamos tenido que caer justo al de doña Mari (porque, bien pensado, ¿era lógico ir a jugar guerritas de yeso justo a la puerta de su departamentito? Por supuesto que no).
Entramos por fin al taller, apaleadas y con la dignidad un poco rota. El Pasa, sorprendido (seguramente pensó que aprovecharíamos su permiso para no volver al taller en un par de semanas) nos interceptó.
–¿No que tantas ganas de trabajar afuera? ¿Que la inspiración y la tranquilidad y todo eso?–su tono era de burla.
Pero no estábamos para hacernos las interesantes y le contamos todo, tal como pasó (quizá exagerando un poco el mal genio de Mari; pero bastante cerca de la realidad).
El maestro Pasaperas (believe it or not, ése era su apellido) nos miró con el ceño MUY fruncido y suspiró.
–Váyanse a trabajar. A su lugar o a donde sea, pero no me quieran ver la cara–nos dijo, y se fue, ofendidísimo, a su escritorio.
–Se pasan–nos dijo Lizbeth, la típica compa que se sentía asistente del maestro, cuando él se alejó–. Le hubieran dicho que se habían aburrido, o que hacía mucho sol.
Carmen y yo abrimos la boca para decirle que no habíamos inventado nada, pero no nos dio tiempo de hablar:
–O por lo menos, se hubieran informado bien, mensas: doña Mari se murió en Semana Santa.
Lo más curioso es que no recuerdo si terminé la escultura o si la dejé inconclusa, como esta nota…
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