Escribir, por ejemplo

No toda escritura es literatura, como bien sabe quien se dedica a la manufactura de oficios burocráticos, a la corrección de informes o a la elaboración de listas del mandado. Pero no importa: escribir -incuso escribir una oración tomada del Nuevo Testamento (en el que, por cierto, yo no creo)- tiene un cierto encanto:
Acalla las voces que se pelean dentro de la cabeza. Disminuye el caos. Nos acerca a la Lentitud -esa Lentitud de la que hablaba ayer-.

Claro, hay reglas: la primera de todas es que se debe escribir en papel y con una pluma. No con un lápiz, no con una crayola. No en una computadora. El acto es un pequeño ritual que inicia al elegir el papel y continúa al comprobar que el instrumento elegido tiene un color de tinta adecuado, un punto correcto (yo, por ejemplo, detesto el punto fino en tinta azul de pluma bic; en cambio, puedo escribir por horas con un plumín güerever, igual punto fino que medio).

Para una carta, nada mejor que una pluma fuente y un papel un poco más grueso que el bond; yo prefiero, en esos casos, la tinta color sepia: me hace sentir cerca de mi abuelo, a quien nunca conocí, pero que escribía sus cartas con plumafuente-tintasepia (y mis emes, ces y as mayúsculas se parecen muchísimo a las suyas).

En cambio, para una lista de propósitos (para la semana, el mes o el año) prefiero un bolígrafo de tinta negra y un mantel de restaurante. De algún modo me parece que se complementan con esas pequeñas promesas que se lleva el viento.

A veces me gusta escribir con marcadores permanentes, pero he de confesar que es casi lo mismo que oler motas de algodón con acetona; y odio escribir con lapicera porque se me eriza la piel por el sonido de la puntilla arañando el papel.

Lo ideal: entrar a un parque, digamos, antes de las siete de la mañana; buscar una banca alejada de la ruta de los joggers (que no son exactamente corredores; podría traducirlos como trotadores, pero tampoco es exacto); sacar un cuaderno five stars o un block scribe deluxe y una pluma de gel, que pinte negro (de preferencia, con chispas plateadas) y escribir una descripción larga de lo calmado que está el sitio, de lo bien que huele el pasto; de lo simpático que se ve el rocío en las hojas de los rosales; de lo apetitosa que se ve aquella naranja a punto de madurar; de lo extraño que es ese silencio lleno de sonidos.

Qué importa que todo eso sea un cliché. Qué importa que la hoja en la que lo escribimos se traspapelará y quedará perdida por diez o quince años. Qué importa que no alcanzaremos la fama con eso. Porque habrá momentos de mucho estrés o mucha angustia o mucha tristeza, en los que podremos cerrar los ojos y recordar el olor y el sonido y el tacto de ese momento (el rasgueo del papel con la punta de la pluma armonizando con el canto de un canario extraviado; el olor del papel nuevo mezclado con el de la hoja de limón que aprisionamos y hacemos sangrar entre los dedos; el frío húmedo de la banca llena de rocío en la que nos sentamos, sin importar si se mojan/manchan los jeans). Recordaremos, digo, y sentiremos de nuevo el deseo de escribir, quizá en otro lado, quizá otras cosas, pero igual sentiremos la calmosa Lentitud que nos repite que, en realidad, nada es tan grave como para pasar la vida pendientes del reloj, de los pagos, de la gastritis.

Además: ¿qué tal un mini curso de caligrafía? La experiencia se potencia cuando cada letra es un dibujo, un reto, una conjunción de curvas y puntas y lacitos. Lástima que la compu no logra brindar esa experiencia.

Sin embargo… si no queda más remedio que escribir en la compu, ¿qué tal imaginar que el teclado es el de un piano? Je. Tiene su encanto también, aunque -irónicamente- es menos multimedia que el otro…


Comentarios

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.