5-26-33-26. Me lo aprendí desde pequeñita, junto con la dirección (Perú 136, interior 4) y mi nombre completo (nombre artístico, en aquella época), «Caquel Cato Miau», que era más fácil de pronunciar y más interesante que Raquel Castro Maldonado.
Mi mamá insitía en que debía saberme esos datos por si me perdía (eran tiempos más amables y no se pensaba que una niñita perdida pudiera acabar destazada, violada, vendida o eviscerada: de haber pensado así, en vez del teléfono de casa, mi mamá me habría hecho aprender el uso de katanas, supongo yo). Y me los aprendí a conciencia: «Me llamo Caquel Cato Miau, vivo en Perú 136 interior 4, mi teléfono es 5-26-33-26».
Tanto así, que aún me acuerdo. Y, ociosa que es una a veces, cuando paso cerca de la que fue mi casa (trabajo a pocas cuadras) me asomo, sólo para constatar que el tiempo no pasa en balde y que la casa está en ruinas.
También por ocio, hasta hace pocos meses, cuando no tenía nada que hacer y había un teléfono a la mano, marcaba el número tan bien aprendido. Con su 5 extra al principio, claro, aunque jamás me tocó marcarlo así cuando viví en esa casa.
No sé qué esperaba yo: quizá que alguien igual de ocioso me respondiera, para decirle «de niña, ése fue mi número», y platicarle de los guisos de mi abuela, de los hábitos de lectura de mi mamá, de los inventos anti-asaltos de mi tío Jorge o de los regalos de mi tía Amparo (all gone, all gone, como dicen en las pelis de John Houston). Así de patética puedo ser cuando tengo tiempo libre.
Por suerte para mi hipotético interlocutor, cada vez que marcaba el número (55-26-33-26), una voz plaguienta me informaba: «el número que usted marcó no existe». Alguna vez tuve la fantasía de ir a telmex a pedir que me lo asignaran, pero es un tanto estúpido, lo reconozco: ir a telmex por gusto es inconcebible.
Como decía, tuve este hábito hasta hace unos meses: en diciembre -culpemos al frío, a las navidades, a la ligera carga de trabajo- el ocio se combinó con una nostalgia perniciosa. Tenía, además, hambre, y soñaba con un buen plato de ropavieja con harto chícharo, de ésa que nadie sabe hacer como mi abuela. Y entonces hice lo mío: 55-26-33-26. Y la grabación hizo lo suyo: «Lo sentimos. El número que usted marcó no existe». Y, para variar, aún no sé por qué, lo marqué como me lo había aprendido, como se marcaba antes: 5-26-33-26.
Para mi sorpresa, me dio tono de estar llamando. Mayor sorpresa: alguien contestó.
–¿Bueno?–la voz se me hizo muy conocida. Pensé en colgar, pero me ganó la curiosidad.
–Bueno…–respondí casi en un susurro, no muy segura de sentirme ridícula o aterrada.
–Mijita, ¿ya vienes? Te estamos esperando.
–¿Mamá Lupita?–pregunté, al no quedarme dudas: era la voz de mi abuela.
–¿Qué pasó, doña Caquel Cato Miau? ¿Ya vienes? Hice ropavieja.
Se escucharon ruidos, murmullos y volvió al auricular la voz de mi abuela. Era clara, nítida, como si estuviera a mi lado, como si sus labios estuvieran a pocos centímetros de mi oído:
–Dice tu madre que le traigas algún libro y que no te tardes.
No me da demasiada pena confesar que un temblor incontrolable me hizo tirar el teléfono. Y que cuando lo recogí, lo único que se escuchaba en el auricular era el tono de dar línea. Y mi curiosidad tiene un límite: no me atreví a marcar de nuevo, ni a pasar por mi ex-casa a la salida del trabajo.
Pero sé que un día voy a llamar. Y que si me contesta mi abuela, y vuelve a invitarme, no podré decir que no. Iré a comer ropavieja con ella y con mi madre, lo sé. Lo que no sé, es qué pasará al terminar el plato.
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