1. Tengo que llamar a alguien y decirle algo que no le va a gustar. Sé que debo hacerlo (voy a hacerlo) pero sufro por adelantado, sólo porque sé que esta persona va a sufrir. O por lo menos, me hará un pancho. Despierto imaginando alternativas para no tener que decirle y descubro que mi corazón de pollo es macabro: ya fantaseé con un incendio, con el fin del mundo, con el ataque cardiaco de la persona en cuestión; es decir, mil cosas que generarían más dolor y sufrimiento, pero que evitarían que yo fuera la mala del cuento.
2. Eso me lleva a preguntarme si mi corazón de pollo será realmente bondad cardiaca o si, más bien, es una fobia a la responsabilidad. O una mutación genética del complejo de Sara García (sí, todas queremos ser abnegadas y dulces y cariñosas; no las verdugas de terceros). ¿O será miedo a la confrontación?
3. Hace años, cuando estaba malita de mi cabeza, tomé una terapia dos tres larga -y dos tres cara-. Un día, mi terapeuta me dijo que en dos sesiones más me daría de alta. Pasaron las dos sesiones (junto con un carísimo «cierre», rarísimo, a campo abierto, al que iban a ir varias pacientes y sólo llegué yo) y nada de que me daba de alta. Fui a dos sesiones más, y la terapista parecía haber olvidado el comentario aquel. A nuestra siguiente cita, llegué enojada, determinada a dejar en claro que no iba a gastar ni un peso más en ella. Y que quería mi alta. Por escrito.
Pero no me atreví. Le dije no sé qué pretexto de falta de tiempo por un seminario de tesis (falso, por supuesto) y prometí llamar de nuevo cuando «hubiera terminado». ¿Debí decirle que me parecía reprobable su actitud? Sí, ya sé que sí, pero…
4. Lo peor de todo es que siempre encuentro una justificación: ¿por qué decirle yo a la amiga de mi amigo que es una berrinchuda que se toma trivialidades a pecho? Vamos, si yo ni siquiera convivo con ella. La borro del facebook y ya está.
¿Por qué decirle a mi dentista que lo abandono por otro menos caro? Seguro se dará cuenta cuando pasen los años y más clientes lo dejen. O bien, quizá sus otros clientes sí puedan pagar lo que él cobra y no me necesita. No nos pertenecemos uno al otro, pues. En el fondo, pienso siempre: «no soy yo quien los carga diario; no soy yo quien tiene que soportarlos: no soy yo quien tiene que educarlos».
5. Y claro: seguro que yo tengo veintemil hábitos desagradables (de ahí que la amiga del amigo haga el drama; de ahí que la terapeuta no me dé el alta) pero no me haría gracia que cualquier héroe anónimo viniera a señalármelos. Para eso es que le pago a la terapeuta… ah, no: ya no le pago.
6. Sin embargo, hay ocasiones en que es indispensable enfrentar y confrontar y asumir que se va a ser desagradable. Si no por el bien del otro, sí por la paz del corazón de uno. Por honestidad. Por salud mental. Por principios. Como a la persona a la que tengo que llamar y hacerle pasar un mal rato. :(
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