Categoría: recuerdos

  • País de maravillas: El extraño caso de los cuentos rusos desaparecidos

    País de maravillas: El extraño caso de los cuentos rusos desaparecidos

    Como prometí, y como hoy es lunes, comparto acá mi entrega de la semana pasada en La Jornada Aguascalientes (pero, si prefieren, la pueden leer directo allá en esta liga).

     

    Ilustración de Nell Fallcard
    Ilustración de Nell Fallcard

    País de Maravillas

    El extraño caso de los cuentos rusos desaparecidos

    A Erika Mergruen en su cumpleaños.

    Cuando era niña –si sintieron olor a moho y polvo al leer el inicio de esta frase, no se espanten: es porque les hablo del milenio pasado–, en casa había algunos libros de Editorial Progreso. Hechos en la URSS, eran una maravilla.

    Recuerdo en particular uno, La casita bonita, de pasta dura y con ilustraciones primorosas. Era un conjunto de cuentos tradicionales rusos, del que mi favorito era el que daba título a la colección: un cántaro cae de la carreta de un mujik, una mosca (la Mosquita Golosita, se llamaba) se lo encuentra y se queda a vivir en él. Luego llega a vivir con ella el Mosquito Picadorsito. Y poco a poco la casa se va llenando. Recuerdo que, entre los habitantes del cántaro estaban la Raposa de la Lengua Hermosa y el Lebrato Saltador, que Brinca Más y Mejor (temo no recordar los demás nombres, pero había un gato, un lobo, un perro y a saber qué otros individuos). Dos cosas me fascinaban: la primera, que cada que llegaba un nuevo personaje preguntaba: “¿De quién es esta casita tan bonita? ¿Quién vive en ella?”  Y todos los habitantes se presentaban, en el orden que habían llegado. Yo trataba de recitarlos también, así que era un juego de memoria. La segunda, que en cada ilustración la casita tenía alguna mejora: un escalón, una ventana, macetas, una chimenea…  era otro juego: ver las diferencias, proponer (en mi cabeza) otras: una terraza, un jardín, ¿una alberca, tal vez?

    En otro de los cuentos, una grulla y una zorra (aunque ahí le decían raposa, y me gustaba pensar que era parienta de la que vivía en la casita bonita de la historia de junto) eran comadres que se hacían maldades: la zorra ponía la comida en platos extendidos y la grulla usaba floreros de cuello angosto, por lo que una u otra se quedaban sin comer. La ilustración de la raposa, vestida de muñequita rusa, era simplemente genial.

    Mi tercer cuento favorito de este libro era sobre una niña que tenía que rescatar a su hermano de la casa de la bruja Baba Yaga. La cabaña se movía gracias a que estaba asentada en una pata de gallina gigante, que brincaba de un lado a otro. Y la niña tenía que pedir ayuda a un río de leche con orilla de jalea, entre otros personajes raros y deliciosos. “Te ayudaré si tomas de mi leche y comes de mi jalea”, le decía el río a la niña y ella, despectiva, respondía: “En casa ni la mermelada me hace tilín”. Y yo… ¡bueno! extática, arrobada, feliz. Porque no sólo era ese mundo extraño sino que, además, el lenguaje mismo era rarísimo: “¿Me hace tilín?, ¿raposa? ¿mujik?”, me repetía yo, descifrándolo y tratando de incorporarlo a mi vocabulario, para llevar un poquito de ese mundo a la vida real.

    Con el paso de los años dejé de releer La casita bonita. Además, cayó la URSS y, de pronto, las librerías de viejo estaban inundadas de libros de Editorial Progreso, con lo que perdieron a mis ojos un poco de su magia. Les dejé de poner atención.

    Un día ya de este siglo, me acordé de la Mosquita Golosita y sus amigos. Fui a casa de mi papá y busqué entre mis libros infantiles La casita bonita. Sorpresa: no estaba. No estaban tampoco mis otros libros de Progreso. Mi papá no me supo decir si los regaló, se los robaron o se perdieron en alguna mudanza.

    Sin ponerme loca todavía, comencé a visitar librerías de viejo. La sorpresa se convirtió en escalofrío: a excepción de algún libro para niños sobre astronautas o los beneficios de los planes quinquenales (bastante aburridos, en realidad) y tres o cuatro para adultos sobre la vida de Lenin o temas marxistas, ¡nada! Ninguno de los hermosos libros de cuentos tradicionales rusos que yo recordaba.

    Como soy ligeramente obsesiva, ahora sé que La casita bonita es un libro con versiones de Alexei Tolstoi y que esas ilustraciones maravillosas son de un artista muy reputado, Evgeni Ráchev; que la traducción a la que le debo seguir diciendo no me hace tilín cuando algo no me entusiasma es de José Vento; que Progreso era una editorial de propaganda política y que en 1991 se reestructuró para sólo publicar en ruso y distribuir dentro de sus fronteras. Lo que no sé es qué pasó con todos los ejemplares que había en librerías de viejo, o los que estaban en mi casa.

    Me gusta pensar que un día de 1991 un científico ruso apretó un botón rojo que activó un chip oculto en cada libro, haciéndolos flotar de vuelta a casa.

    Ah, pero si de casualidad alguno de esos chips no se activó correctamente y usted tiene un ejemplar de cuentos rusos de Progreso en casa, cuídelo mucho y léaselo a toda la familia. Verá que a todos les hará tilín.

     

    Ilustraciones de Evgenii Rachev
    Ilustraciones de Evgenii Rachev
  • Hermanito

    Hermanito

     

    Fafis fotografiando a Alberto en un pueblillo perdido del sur de Francia. Creo.
    Fafis fotografiando a Alberto en un pueblillo perdido del sur de Francia. Creo.

    Escribo esta entrada del blog con un nudo en la garganta. No es tristeza, es emoción y orgullo. Y para que no se me olvide, mejor lo escribo.

    Hoy, en el Dallas Observer, salió una entrevista con un artista visual mexicano que se ha dedicado a fotografiar bandas de rock en los rumbos de Dallas Fort Worth. Cuenta el reportero que este chavo es sangre nueva entre los fotógrafos que se dedican a retratar la escena musical de allá y que hace su chamba con humildad y una sonrisa de gratitud en el rostro. Dice también que tiene el ojo y el feeling para conmover a los fans con una imagen. Sí, ya sé, mexicanos trabajando chido en el gringo hay muchos. Pero este fotógrafo amable y sonriente y con los pies en la tierra y cero sangrón es mi hermano. Díganme si no es para que se me hagan de agua los ojos mientras lo escribo.

    Siempre he estado muy orgullosa de Fabien. Tres años menor que yo, aparece en casi todos mis recuerdos (tengo poquísimos de antes de que él naciera). Lo primero que recuerdo es que mi mamá me había prometido un enanito para que jugara conmigo y yo me decepcioné porque no se parecía a los de Blanca Nieves y no jugaba (quizá escuché mal y era hermanito y no enanito, pero… bah, lo otro sonaba más divertido). Me acuerdo de que era chillón pero cariñoso y que a veces se echaba la culpa de lo que yo hacía para que no me regañaran (otras veces, en cambio, nos acusaba a mi primo Marco y a mí de haberle pegado cuando era él quien nos pegaba; jijillo). A veces me desesperaba, claro, y por supuesto que tuvimos nuestras épocas de pelear mucho, como suele pasar entre los hermanos, aunque creo que lo más que nos dejamos de hablar habrá sido dos semanas o algo así.

    Fabien tiene, desde bien chiquillo, un talento muy especial: es capaz de iluminar con su simpatía el sitio donde esté. La gente lo adora con sólo conocerlo. Tiene un carisma impresionante. Yo no soy así, como sabrán quienes me conocen en persona; así que le admiro un montón esa característica. En lo que sí nos parecemos un montón es en que somos controladorcillos y neurotiquines (¿checan ustedes cómo suena menos serio cuando se le aumenta una terminación flanders?) pero en general nos sirve para comprendernos y llevarnos muy, muy bien.

     

    (Con ayuda de una hermana en el obturador)
    (Con ayuda de una hermana en el obturador)

    Y, pues nada: que hace unos años vive en Texas y lo extraño un montón, pero me da mucho gusto porque sé que está trabajando en lo que le gusta y que además es muy muy bueno en eso que hace (que es mucho, porque, a diferencia de mí, es medio adicto al trabajo -O bueno, adictín al trabajillo, para flanderizar el asunto-). La entrevista que le acaban de hacer sólo hace público lo que yo ya sabía. Pero siempre es un alivio saber que no se trata de que sea yo hermana-cuervo, sino que de veras la gente nota todas esas cosas chidas que tiene mi carnal. Y eso que la entrevista no habla del resto de su trabajo de diseñador gráfico (ni de cómo aprovecha su obsesividad compulsiva para organizar vacaciones casi tan perfectas como las que organizo yo, muajaja).

    Les dejo la entrevista, pa que le echen un ojo:

    http://blogs.dallasobserver.com/dc9/2013/08/mexico_native_fabien_castros_p.php#more

    Y, de una vez, la página de foto en FB del carnal del mal:

    https://www.facebook.com/fabienphoto

     

     

     

  • País de maravillas

    País de maravillas

    El martes 13 de agosto fue mi cumpleaños. Y una de las cosas más emocionantes que ocurrieron ese día es que apareció un texto mío en La Jornada Aguascalientes. No sólo eso: este texto es la primera entrega de una columna semanal que tendré en la sección de cultura de ese diario. Ya me siento como Tongolele: ¡cada martes!  Si están en Aguascalientes, pueden comprarlo en papel; pero si no son de comprar periódicos o no están allá, pueden descargarlo o leerlo en línea (por ejemplo, acá). O bien, pueden esperar al siguiente lunes y leerlo en Imaginemos, imaginemos. Dicho de otro modo: cada lunes subiré a este blogcito el texto salido el martes anterior en la Jornada Aguascalientes, para compartir con quienes aún se asoman a este ciberfósil :D (que, como en peli de terror, es un fósil… ¡vivo! MUAJAJAJA).

    Ejem… perdón.

    Volviendo al tema, dejo aquí, con ustedes, la primera entrega de País de Maravillas, columna dedicada a la literatura infantil y juvenil. Espero que les guste :)

     

    Ilustración de Nell Fallcard
    Ilustración de Nell Fallcard

    País de Maravillas

    La historia de por qué el conejito NUNCA aprendió a lavarse los dientes

    Raquel Castro

     

    Soy una entusiasta absoluta de la literatura infantil y juvenil. Por supuesto, cuando digo “literatura” hablo de “buenos libros” y cuando digo “infantil y juvenil” me refiero a que son libros “que pueden ser disfrutados por niños y jóvenes, sin importar si fueron escritos específicamente para estos públicos o no”. Es importante decirlo porque, por desgracia, existen muchas publicaciones que tienen la etiqueta de “literatura infantil” o “literatura juvenil” pero que no cumplen con estas características.

    Ejemplos terroríficos hay muchos, pero mi favorito es El conejito que aprendió a lavarse los dientes. Se lo habían regalado a Anameli, mi sobrina de seis años, y sus papás no entendían por qué no le había gustado, si era un libro grande, de pasta dura y con dibujos vistosos y coloridos. Como la niña no le hacía el menor caso, su mamá le dijo: “Si no pasas media hora diaria con tu libro del conejito se lo voy a regalar a tu tía Raquel”. A Anameli no le hizo la menor mella la amenaza y así, la siguiente vez que los vi, mamá y papá me dieron el libro, enfrente de ella, haciendo grandes aspavientos, supongo que con la esperanza de que la niña reflexionara o se le activara el egoísmo, o algo así. Mi sobrina se me acercó y me dijo al oído: “Pobre de ti, tía. Está aburridísimo y es muy ñoño”. Y se fue a jugar con un vecinito.

    Ya a solas con sus papás, me puse a hojear el libro. Trataba de un conejito que no quería lavarse los dientes. Entonces se le empiezan a podrir, se le afloja uno y, justo cuando se le va a caer, la Abuela Coneja le dice “eso te pasa por no lavarte los dientes”. El conejito, profundamente impactado, corre al baño, se lava sus dientotes y le quedan firmes y brillantes (sabemos que están firmes porque al final lo vemos mordiendo una zanahoria). En la última página, el conejito dice: “¡Qué insensato fui! ¡Cuánta razón tenía Abuela Coneja! Lo bueno es que aprendí la lección y nunca volveré a ser desaseado”. Tantán.

    Tengo que insistir: las ilustraciones eran muy atractivas, llenas de colores brillantes y detalles conejiles muy simpáticos. Pero eso no fue suficiente para Anameli, obviamente. Así que salí al patio a platicar con ella y su amigo Pablo. Les pregunté por qué no les había gustado la historia del conejito y ella me respondió: “Es que no hay historia, tía, es un regaño disfrazado de cuento”. Me contó que a ella le da mucha flojera lavarse los dientes y que por eso le dieron el libro: “Mira lo que pasa cuando uno no se lava los dientes”, le dijeron al regalárselo. Y, por lo visto, la estrategia no funcionó.

    No es una sorpresa: imaginemos, lectores adultos que somos, que nos dan un libro que se supone que es una novela de, pongamos por caso, agentes secretos a la James Bond. Y que al abrirla nos topamos con un espía al que le da mucha tos por fumar, por lo que su jefe le dice que debe dejar el cigarro. El espía lo deja, se le corta la tos y… se acaba la historia. Sin una persecución, un secreto de importancia internacional, un romance con una agente rusa.

    O bien, supongamos que nos regalan un libro de poesía donde hay un soneto sobre la obesidad y la hipertensión, un nocturno dedicado a la prevención de infecciones de transmisión sexual, una décima acerca del pago oportuno de impuestos… y todo con rimas forzadas o flojas, sin ritmo ni métrica. ¿No nos enojaríamos, o al menos nos sentiríamos decepcionados?

    Si como adultos esperamos que nuestras lecturas sean de calidad y que nos permitan divertirnos, ¿qué nos hace pensar que los niños y las niñas son distintos? ¿Por qué asumimos que ellos deben leer cosas “constructivas” y con moraleja? Más todavía: ¿por qué pensamos que algo que los divierta no puede ser constructivo, o que no pueden sacar ellos sus propias moralejas?

    Esa tarde, cuando me despedí de Anameli, me dijo: “¿Sabes qué decidí, tía? Que no me voy a lavar nunca los dientes, para ver si es cierto que se ponen verdes. ¡Estaría padrísimo tener los dientes verdes!”. Su amigo Pablo le dijo: “No sería tan padrísimo, porque te olería la boca a toda la comida revuelta y ya pasada y vieja y guácala. Yo no me iba a sentar contigo, ¿eh?”

    Anameli se quedó callada en ese momento y yo me fui. Pero su mamá me llamó esa noche para contarme que la niña se había lavado los dientes por decisión propia. “No sé qué le dijiste, pero muchas gracias”, me dijo. “No me lo agradezcas”, respondí (y en verdad no era a mí a quien tenía que agradecer, sino a Pablo, aunque eso no se lo dije). “Pero mañana temprano ve y cómprale un libro divertido. Y sin moralejas, por favor”.

     

    Encuentras a Raquel en twitter: @raxxie_ y en su sitio web: www.raxxie.com

     

    Aparecida originalmente en La Jornada Aguascalientes el 13 de agosto de 2013

     

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  • 12 de julio

    12 de julio

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    Hoy mi mamá cumpliría 68 años. Como cada 12 de julio (y ¡ay! cada 26 de noviembre) la recuerdo públicamente, si bien no hay día que no me acuerde de ella en lo privadito. Como cada año, lidio con emociones contradictorias: enojo, tristeza, gratitud, cariño. Me enoja que la gente me diga «fue mi maestra y también la extraño» porque ¿cómo van a comparar cómo se extraña a una maestra de cómo se extraña a una madre? Y luego me siento mal de haberme enojado: me da gusto saber que ella tocó tantas vidas y que todavía ahora, veintidós años después, la recuerdan. Luego me pongo triste al tratar de imaginar cómo sería ahora si viviera: qué otros logros, qué aventuras, qué experiencias habríamos compartido. Y entonces me vuelvo a enojar: ¿cómo es posible que veintidós años después todavía se me haga un nudo en la garganta? ¿Que no se supone que el tiempo lo cura todo?

    Entonces pienso que, en realidad, no estoy tan malita de mi duelo: no cambiaría los recuerdos agridulces por el olvido. Nuncamente.

    Además, está su legado: me dejó el amor por los libros, por los gatos, por la enseñanza, por la ortografía y por la comida. Me dejó la nobleza y el buen corazón (que a veces se me endurece, yo sé, epr en el fondo soy pandedulce). Me dejó la brusquedad, ni modo: yo también me descuento a la gente sin querer por moverme como tromba y yo también traigo las piernas siempre llenas de moretones misteriosos (a saber con qué choqué para hacerme cada uno). No me dejó su güerez, y está bien (éjele que de todos modos me gusta pintarme el pelo de colores); ni me dejó la actitud siempre positiva (yo soy más del tipo pesimista). Me dejó, eso sí, ejemplos que a veces me cuestan trabajo seguir, porque era impresionantemente buena para confiar en la gente y perdonarla, para escuchar a los demás, para no juzgar; pero de eso se trata, ¿no? De que cueste trabajo llegar al estándar porque si no qué chiste ;)
    Además, me dejó algo súper importante: eligió con tanto cuidado y con tan buen tino a su pareja, que me dejó un padre sabio (no exagero) que supo criar a las dos chivas locas que somos Fabien y yo, a pesar de que se quedó solo en la labor cuando teníamos 15 y 12 años respectivamente. No quiero pensar qué habría sido de nosotros si nos hubiera tocado en suerte un papá menos paciente o menos capaz de superar la pérdida. Y supongo que a mi mamá, tan Pollyanna ella, le gustaría ver que también soy capaz de apreciar lo bueno que tengo, en vez de nomás andar de quejinche por lo malo.

    Para cerrar esta entrada quería dejarles un cuento de mi mamá, pero justo ahora no lo encuentro. En cambio, transcribo una entrada del diario que me escribía cuando era yo chiquita (llevó estas memorias desde 1976 hasta el 78 o 79, me parece):

    Diario 1977
    Diario 1977

    Jueves 5 de enero

    Ni modo, Kiquel, no hemos podido hacer las anotaciones correspondientes a todo el mes por exceso de trabajo y exceso de vacaciones. Te fuiste a Los Ángeles, hiciste de las tuyas en todas partes, en el avión fuiste y veniste por todo el pasaje, te retrataste con el sobrecargo y en 5 minutos el clima de Puerto Vallarta te hizo efecto en tus chinos.

    En Los Ángeles, llegando en el primer almacén te aferraste a los cuchillos y ni quién te convenciera de dejarlos. Luego tuve que perseguirte por todo el almacén y en un pequeño botadero te fuiste patas arriba.

    En Knott’s Berry Farm lo que más te gustó fue la jaula de los changos y de ahí no te querías mover. El coro de Pueblo Fantasma pasó diciéndote adiós. Te subiste a la carreta, al ferrocarril, a la carcacha. Entraste muy tranquila a la fábrica de pays. Pero en la noche nos hiciste un merecido tango, pues estabas con mucha hambre.

    El día 23 fuiste a San Diego, te gustaron las focas, los delfines y las ballenas, había unas lindas gaviotas tragonas que nos perseguían por pedacitos de pan y tú fascinada tras ellas. Te subiste al mirador y entraste a los almacenes y escogías de todo, comiste pollo y muchas palomitas.

    El día 24 fuimos de compras y ahí te aferraste a las carriolas y hubo que comprarte una.

    La navidad llovió mucho pero la pasaste feliz en Disneylandia, no dio tiempo de mucho pero visitaste el país de los pájaros, hiciste un paseo safari y te gustó ver tantos elefantes, en la mansión te sobrecogieron los gritos pero no te vimos con ganas de huir y le seguimos con el asalto al barco pirata. Lo que más te gustó fue lo de los niños del mundo y todo nos señalabas.

    El día 26 fuimos de compras, diste mucha lata y estuviste empeñada en coger los lentes. En la noche fuimos a cenar a un restaurant italiano según muy pomadoso y tú aventándolo todo, hasta la sopa.
    El colmo fue el día 27: te nos perdiste en un almacén; pero es que tú quieres andar por tu lado, haciendo de las tuyas.

    Y vino el regreso, qué bárbara, terminaste aventándome mi pollo sobre los pasajeros; pero vaya, al fin llegamos e hiciste tu entrada triunfal en carriola.

    El viernes 30 te fuiste escaleras abajo abrazada de Marco y el 31 estuviste en la iglesia y cenando en el Denny’s.

    El domingo para empezar el año me aventaste al suelo los frijolitos refritos. El primero del año subiste por primera vez al metro y abrías chicos ojos.

    Hoy día 5 saliste monísima de la guardería, te preguntamos cómo hace el perro y dices “gua, gua”, cómo hace el gato y dices “miau”, el pato “cuá, cuá” y el pollo “pío, pío”, y es que cuando te bañamos te echamos tu nutria y te alocas toda y la llamas pato como a tu delfín, a tu perrito también ya lo conoces y al gato de la azotea.

     

    (Los dejo, tengo que llamar por fonqui a mi papá para agradecerle un montón de cosas).

  • Cerrando ciclos

    Cerrando ciclos

    zombiegrad

    Hay personas que tienen serios problemas a la hora de terminar cosas: cuentos, novelas, relaciones, cursos, carreras universitarias. En parte es un rollo andar cargando tanta cosa sin resolver; pero el problema es que en parte es tranquilizador: si no terminas con alguien, no tienes que despedirte; si no acabas un curso de -digamos- ruso, no tienes que admitir que apestas para el idioma (siempre puedes suspirar y exclamar: «ah, pero si lo hubiera terminado…!»); si no dejas que te pongan brackets (o si dejas a la mitas el tratamiento) no tendrás que saber si te verías mejor o no con los dientes derechitos…

    Y entonces, justo por esa parte tranquilizadora, uno va cargando su montón de historias inconclusas, con la ilusión de que si un día te encuentras a esa persona con la cual lo último que se dijeron hace diez años fue «Bueno, pues nos hablamos y nos vemos pronto», podrán tomarse un café y ponerse al día (y, si la cosa era romántica, incluso darse sus besotes). Esa opción no sería opción si aquella vez hace diez años se hubieran dicho: «Bueno, pues ya no tenemos nada en común, será mejor que cada quien tome su camino».

    Yo he sido especialista en cargar con cosas así durante mucho tiempo: no terminé mis cursos de italiano (aunque duré como siete años tomando clases) ni de ruso (un semestre) ni de francés (un trimestre) ni de alemán (dos clases) ni de portugués (una clase); no me he atrevido a cerrar mi perfil en myspace o en hi5 a pesar de que nunca los visito; no he terminado de leer varios libros que, me temo, me decepcionarán al final; no he visto la tercera temporada de Mad Men aunque la tengo en DVD; no terminé de aprender a tocar el piano ni concluí el diplomado en masajes; ¡no sé andar en bici! Y, claro, no terminé formalmente varias relaciones, amistosas y de las otras, pese a que obviamente terminaron bien terminadas y no hay posibilidad de que revivan, ni siquiera si un día me encuentro a las personas correspondientes y nos vamos a tomar un café.

    De hecho, hasta hace no mucho tiempo yo creía que era del club de los que nunca acaban nada. De plano. Y ni siquiera me angustiaba taaaanto. ¿Qué podía tener de malo si, de todos modos, cada cosa aprendida amplía un poco el horizonte? Eso decía yo.

    Ah, pero el año pasado terminé de escribir una novela y la publicaron. ¡Nunca había terminado de escribir algo así de largo!

    Y en febrero de este año renuncié a mi trabajo. ¡Jamás había renunciado a un trabajo!

    Y hace apenas una semana me titulé de la licenciatura: Trece años después de haber terminado la carrera y luego de muchos sinsabores (la burocracia y yo no somos amigas), pero lo hice.  Y con mención honorífica, aynomássssss.

    Eso significa que me tengo que redefinir (ya no puedo decir que soy «de las que nunca acaban nada»), pero no está mal. La verdad es que no está nada mal. Además, ahora que lo pienso, no todo lo que se inicia debe cerrarse del mismo modo (es decir, no tengo que estudiar seis semestres de ruso para dar esa aventura por terminada; ni tengo que buscar a aquel amorcillo de antaño para avisarle que ya no somos nada: supongo que ya se dio cuenta él también). Y hay cosas que se cierran cuando se acaba uno. Este blog, por ejemplo, se terminará cuando se caiga la interné, cuando haya un apocalipsis zombi que termine con todo, o cuando yo me muera. Mientras, habrá ocasión de que le ponga algo de vez en cuando (aunque no sea muy seguido).

    Por cierto, descubrí algo: aunque da tristecita decir: «pues sí, se acabó», hay finales que además dan alivio. O satisfacción total, como esto de la titulada. Y dan ganas de seguir cerrando círculos, seguir pa’lante pero con equipaje más ligero, por decirlo de alguna forma. eso sí: agradeciendo lo mismo a quienes se han quedado que a quienes se han ido o se tendrán que ir. :)

    (Y sí, estoy tratando de decir que haré todo lo posible por escribir más seguido acá en el blog. Y que me pondrán brackets, ouch).

     

    zbraces