Categoría: recuerdos

  • Hace falta humor

    Hace falta humor

    En marzo de 2012 participé en el encuentro Reescribir a México en el siglo XXI, en Puebla. Este fue el texto que leí, se los comparto.

    Hace falta humor
    Raquel Castro (o sea yo)

    Estaba terminando mi texto sobre “Reescribir México en el siglo XXI” cuando comenzó a temblar. No fue algo del otro mundo (sí, fue de 7.8 grados en la escala de Richter, pero sólo grado II en la de Mercalli, lo que significa que fue “débil”), pero se convirtió en el tema dominante en las redes sociales por varias horas.
    Lo que más me sorprendió fue la facilidad con la que la gente se convirtió en una turba dispuesta a linchar a cualquiera que hiciera un chiste sobre “la tragedia” que, acá entre nos, realmente no fue una tragedia. Un susto, tal vez. Una molestia. Pero ni punto de comparación con el terremoto aquel de 1985, que se ha vuelto referencia para todas nuestras movidas telúricas.
    Entonces tiré a la basura el texto que estaba terminando y empecé de nuevo: tenemos que rescribir México desde el humor. Se supone que somos un país que se ríe de la muerte, que domina el humor negro y que no tiene miedo de carcajearse de sí mismo. Se supone que tenemos una tradición literaria que también sabe tomarse con humor las cosas, heredera del español Francisco de Quevedo, con representantes como José Joaquín Fernández de Lizardi, Jorge Ibargüengoitia, Emma Godoy, Jorge Mejía Prieto y Carlos Monsiváis, por mencionar sólo a algunos.
    Se supone que incluso Sor Juana escribió gracejadas de vez en cuando, ¿no? Pero a veces se nos olvida. A veces, la literatura mexicana, reflejo fiel de la sociedad mexicana, se toma demasiado en serio a sí misma y se pierde en los laberintos sosos de la corrección política, que muchas veces es machista, agresiva y destructora.
    Hay autores que tienen tanto miedo de no ser “solemnes” que su narrativa se convierte en sermón. Y, lo que es peor, se vuelven inquisidores de todos los demás, de todos aquellos que no estén dispuestos a indignarse ante cualquier muestra de humor: “Trivializan la tragedia”, se quejan cuando alguien escribe en tono ligero, y de inmediato ponen esas obras en el estante de los subgéneros, del que es tan difícil salir, o etiquetan al responsable de “poco serio”, enemigo de la academia, o exageraciones peores.
    De nada sirve argumentar que la tan glorificada seriedad muchas veces es árida y pomposa, o que más de una vez esconde sólo el miedo a la autocrítica: “no me río de mí para que nadie pueda hacerlo”, que sería una variación de “el que se ríe se lleva”.

    Algo es verdad: vivimos tiempos difíciles. La violencia, el colapso económico, el calentamiento global, el ocaso de un imperio del que sólo somos una provincia oprimida. No hemos logrado la equidad de género ni la incorporación de los pueblos originarios a la vida económica del país. Hay especies vegetales y animales en serio peligro de extinción.
    Pero ¿serán realmente más difíciles nuestros tiempos que los primeros años del siglo XX, que los primeros del XIX? Al menos tenemos internet y vacuna contra la polio. No estoy minimizando la situación que nos ha tocado en turno: por el contrario, creo que ésta es delicada y que bien vale la pena usar todas las herramientas a nuestro alcance para hacerle frente. El humor incluido. El humor sobre todo.
    Porque la risa no es sólo frivolidad, pese a lo que quieren hacernos creer los serios-a-ultranza. La risa puede ser liberadora. No hablo de esa risa burlona, descalificadora, tóxica del que se siente superior; ni la risa amarga de la autocompasión y el victimismo. Me refiero más bien a la risa transgresora del que señala lo que podría estar mejor, la carcajada que ya por romper el silencio es muchísimo más que resignación.
    Esto se entenderá mejor si exploramos las funciones del humor, que, según Avner Ziv, autor de El sentido del humor, son cinco:
    • Función intelectual o didáctica
    • Función agresiva (que puede ser derivada de un sentido de superioridad o de la frustración)
    • Función sexual (de la que no hablaré porque hay niños presentes en la sala)
    • Función social (en la que se incluyen las señales de amistad, distensión y solidaridad)
    • Función del humor como mecanismo de defensa (aquí entran el humor negro y el reírse de uno mismo)
    Así pues, son estas dos últimas de las que hablo yo cuando digo que la risa es más que burla o resignación. Porque, como dijo Peter Berger, otro estudioso del humor y autor del libro Risa redentora, “quienes ríen unidos, permanecen unidos. El humor refuerza la cohesión.
    Sin embargo, parece que al que se atreve a escribir con humor le espera el linchamiento de los serios que les platiqué hace rato.
    Por eso me da gusto cuando me encuentro con obras de la literatura mexicana actual que se atreven a explorar el espíritu lúdico. Mencionaré solo algunos, para documentar nuestro optimismo:
    • José Luis Zárate (quien por cierto, debería haber sido invitado a este encuentro, ya que es uno de los mejores narradores no sólo poblanos, sino de todo México), autor de series de minificciones delirantes, ingeniosísimas, risueñas, pero con el mérito de no convertirse en chistes fáciles.
    • Fernando de León, cuentista jalisciense, quien juega a poner en situaciones cómicas elementos de la alta cultura (por ejemplo, en uno de sus cuentos, el Conde de Saint Germain y el Diablo son un par de vividores en las calles de Guadalajara).
    • Francisco Hinojosa, autor extraordinario por combinar a la vez la ligereza y la crítica demoledora.

    No son los únicos. Y quizá veamos más conforme aumente el número de escritores que se atreven a escribir de manera distinta a como exigía la tradición literaria del siglo XX. Ya hay muchos que están practicando técnicas y puntos de vista que hubieran sido impensables apenas hace 20 años. ¿Por qué no podrá haber más escritores –y escritoras– que utilicen las facultades liberadoras del humor? Yo diría que incluso nos hace falta: reescribir al país en este siglo, si es posible, tiene que pasar por modificar nuestra manera de pensar y de relacionarnos con el mundo.

    Braaaaaains
    Braaaaaains
  • Lo que no se hurta, se hereda (o algo así)

    Lo que no se hurta, se hereda (o algo así)

    revista kikis portada

    Seguimos con la limpieza de la casa, ahora sacando libros, papeles que ya no sirven, revistas que ya leímos, cómics que no nos gustaron y una variopinta colección de etcéteras relacionados con lo impreso. Llena de polvo hasta las cejas y con las palmas de las manos convertidas en la inspiración para Más negro que la noche, me encontré con una bolsa en la que venían algunas cosas que pertenecieron a mi mamá y que mi tío Carlos guardó celosamente hasta su muerte (la de él, el año pasado; la de mi mamá fue en 1991). Mi prima Tatiz me hizo el favor de entregarme estas cosas y yo hice la raquelada de traspapelarlas hasta hoy. Así que, polvosa y mugrienta me puse a revisar los contenidos de la bolsa y cuál va siendo mi sorpresa al encontrar, entre otras cosas, una revistita hecha en mimeógrafo, fechada en diciembre de 1972. Juglar, revista de la especialidad de lengua y literatura de la Escuela Normal Superior, dice ser. Lo primero que me encontré es que mi mamá era «director gerente» de la revista. Luego, al ver el índice, me encuentro con que su contribución en este número fue la sección de humor, con unos chistes mensos como los que a mí me gustan y con un poemita anónimo ¡que me sé de memoria!

    Ahora no sé si es coincidencia o si soy un robot programado con los gustos de mi creadora *bip, bip* **se prenden y apagan los foquitos que funcionan como ojos y se escuchan más bips**

     

    revista kikis 1

    En todo caso, es un descubrimiento muy grato. Y nada, que me da argumentos para seguir escribiendo cosas jocosonas: si alguien me reclama mi falta de solemnidad, simplemente le diré que es cosa de mi sistema operativo ;) –Entre tanto, les pongo acá el poemita anónimo que reprodujo mi mamá en la revista Juglar de diciembre de 1972 (¡cuatro años antes de que yo naciera!). A ver qué tanto puedo escribir de memoria y qué tanto necesito ver el acordeón:

    Por fin llegaste a mí, amada mía,
    entre mis manos te veré un momento
    para luego sentir el cruel tormento
    de que te esfumes en el mismo día.

    Dos veces en el mes con tu llegada
    se satura de luz el firmamento
    y si retrasas tu venida siento
    la espalda al estómago pegada.

    Yo quisiera que fueras más gordita
    y que tuvieras menos pretendientes
    o que algunos tuvieran menos dientes
    para así poder tenerte completita.

    Y te irás… prodigando tus favores
    a esa gente que muerta ver quisiera:
    al árabe, al tendero, a la casera,
    y a todos mis terribles acreedores.

    Yo no sé por qué fantásticas razones
    te pusieron por nombre LA QUINCENA
    pues con tus reducidas proporciones
    se puede malcomer… mas no se cena.

    Nota: pues tuve que ver el acordeón una vez y en otra parte mi versión no coincide con la de mi mamá. Busqué en internet y encontré al menos tres versiones ligeramente distintas -pero eso sí: en todas dice que es un poema anónimo. *bip, bip, biiiiip*

     

    revista kikis tabla

  • Lo que sigue

    Lo que sigue

    VizcaínasMientras escribo esta entrada, Alberto revisa el borrador de una nueva historia que empecé a escribir en agosto. Cuando la empecé estaba muy triste y enojada porque sentía que una amistad muy importante para mí me había cambiado por alguien más. Me enojaba la situación y me enojaba sentirme como en la primaria. Empecé la historia como una venganza, un intento de catarsis o algo así, pero pronto se convirtió en un ejercicio de imaginación muy divertido. Hoy en la mañana ensamblé las dos partes de la novela, que había trabajado por separado, y me emociona mucho decir que, contra lo que yo esperaba, quedaron como si hubieran sido escritas de corridito. Creo. Así que, una vez más, una frustración termina convirtiéndose en germen para algo creativo. Y, lo mejor de todo, aprendí que no importa cuánto tiempo pase, en algunas cosas siempre estaremos como en la primaria. Y que eso no tiene que ser algo malo. Ahora cruzo los dedos, esperando que además de terapéutico y divertido, lo que escribí esté bien hecho y digno de ser publicado :D

     

     

     

     

     

  • País de maravillas: Gianni Rodari

    País de maravillas: Gianni Rodari

    Los días se ponen pesados y se me olvida subir acá las entregas de País de Maravillas.

    Pero en estos días subiré las que están atrasadas. La de ahorita es la 5, mañana subiré la 6 y espero subir el domingo la 7. En el periódico van 8, así que con eso quedaríamos al corriente. :)

     

    Ilustración de Nell Fallcard
    Ilustración de Nell Fallcard

    País de Maravillas

    Una recomendación: Gianni Rodari

    Raquel Castro

     

    Conocí la obra de Gianni Rodari un poco tarde, cuando tenía yo alrededor de 13 años. Quizá había leído antes cuentos suyos, aislados, pero nunca me había fijado en el nombre, y fue hasta que mi tía Estela dejó caer en mis manos el libro Cuentos para jugar que reparé realmente en el autor. Me llamó la atención porque cada uno de los cuentos tenía tres finales posibles, para que cada lector eligiera su favorito. Pero, sobre todo, porque en la introducción el autor decía: “y si ninguno de los finales te gusta, inventa el tuyo”.

    Pasé semanas pegada al libro, leyendo cada cuento en diferente orden: primero, el planteamiento y los tres finales de corrido; luego, el planteamiento con uno de los finales, de nuevo el planteamiento con el segundo final y de nuevo el planteamiento con el tercer final. Luego, el planteamiento de cada cuento con mis propios finales… Luego mi mamá me preguntó que de dónde había sacado el libro y, cuando le dije que de la biblioteca de la escuela donde mi tía estela era directora, me sugirió que lo devolviera ya (sugirió es un eufemismo). Cuando se lo quise entregar a mi tía, me dijo que me lo quedara en préstamo indefinido: que en su escuela estaban prohibidos esos libros (ya les contaré al respecto más adelante, es una historia un poco macabra) y que si en algún momento alguien lo pedía de vuelta ella me avisaría de inmediato. Todavía está en mi librero.

    Desde entonces soy entusiasta admiradora de Gianni Rodari. Los siguientes libros que conseguí de él ya no jugaban a contar varios finales, pero cada uno es especial a su modo: Cuentos por teléfono es una colección de historias cortas, dirigida a los más pequeños, pero que también podrán disfrutar los papás, hermanos o tías que hagan el favor de leérselas en voz alta a los enanos. Hablando de enanos, está Los enanos de Mantua, que es para niños chiquitos también, y que me gusta porque tiene partes en rima y partes en verso. Como Los negocios del Señor Gato, que empieza con un cuento en prosa y sigue con varios poemillas un poco en el estilo de T. S. Eliot y su Libro de los gatos habilidosos del viejo Possum (en el que se basa la obra musical Cats y que también vale mucho la pena).

     

    Debo confesar que fue un golpe muy duro para mí enterarme de la muerte de Rodari. No importa que me enteré tardísimo, cuando tenía ya unos veinte años. Tampoco  importa que todo mundo me diga que seguro desde mi primer libro de Rodari venía ya su ficha con año de nacimiento y muerte: sus cuentos me parecen tan actuales, tan míos, que aún me cuesta creer que murió cerca de diez años antes de que me encontrara yo con sus letras por primera vez (ahora que lo pienso: me ocurrió lo mismo con John Lennon, que murió el mismo año).

    En cualquier caso, el consuelo llega en forma de libro: nos quedan sus cuentos, que no son pocos. Entre ellos, hay uno en particular que recomiendo siempre que me piden que proponga un libro:

    —¿Me recomiendas un libro para una niña a la que le encanta leer?

    —Claro —les digo–, prueba Cuentos escritos a máquina, de Gianni Rodari.

    —¿Qué libro sugieres para un niño al que no le gusta leer?

    Cuentos escritos a máquina. Déjaselo en su buró o en el baño, deja que lo descubra solito.

    —¿Qué libro le regalo a mi mamá, que tiene sesenta años, anda medio depre y tiene la vista cansada?

    Cuentos escritos a máquina, de Gianni Rodari. Dile que empiece por “Me marcho con los gatos”.

    —Mi abuelo apenas aprendió a leer y se siente muy orgulloso. ¿Qué libro le puedo dar?

    —Dale Cuentos escritos a máquina, de Rodari, y no olvides ponerle una dedicatoria linda con letra bien hecha.

    Les juro que no hago trampa: realmente es un libro que puede encantarle a todo mundo (y hasta ahora no encontrado a una sola persona que no le guste, lo juro).

    Además de sus cuentos, Rodari nos dejó un libro simplemente maravilloso y genial: Gramática de la fantasía, un ensayo o un manual (o ambas cosas a la vez) en el que no sólo comparte ejercicios para aprender a contar historias para niños; sino que, además, comparte estrategias para impulsar a los niños y niñas (y padres y madres y maestros y adultos en general) a inventar sus propias historias. Como dice al final de su introducción: “No para que todos sean artistas, sino para que nadie sea esclavo”. Y lo dice en serio.

     

    Gianni Rodari

     

  • País de maravillas: La culpa es de La niña de los fósforos

    País de maravillas: La culpa es de La niña de los fósforos

    Ilustración de Nell Fallcard
    Ilustración de Nell Fallcard

    Sé que había dicho que sería los lunes cuando pondría aquí, en diferido, las entradas de País de Maravillas, mi columna en La Jornada Aguascalientes. El problema es que los lunes pongo también los horóscopos bibliománticos en twitter, y siento que se encima un poco. A reserva de que encuentre el mejor día para poner cada cosa (¿miércoles la columna en diferido, dado que sale los martes en LJA? ¿Domingo quizá?), va hoy el texto que apareció en La Jornada el martes 27 de agosto:

     

    País de Maravillas

    La culpa es de la niña de los fósforos

    Raquel Castro

     

    1

    Hubo un tiempo en que mi papá y mi mamá trabajaban en la tarde. Generalmente no era un problema, pero cierta vez rompí en llanto atroz: “Llévame contigo, mami, no me dejes sola”, le decía entre berridos, a pesar de que en casa estaban mi abuela y mi hermano y mi primo Ricardo. Mi mamá tomó el libro que estaba tirado junto a mí: eso siempre le daba una pista sobre mis estados de ánimo. Era un ejemplar de los cuentos de Andersen y, efectivamente, acababa de leer un cuento que me había dejado emotiva, por decirlo de alguna manera.

    Mamá me preguntó cuál era el cuento que me había puesto chípil y le dije: era el de esa niña huérfana que vende cerillos y que extraña a su mamá y se muere de frío y no te vayas, mami, no me dejes sola. Ella suspiró y accedió a que la acompañara a su trabajo. Me llevé el libro de Andersen y lloré esa tarde con “La sirenita” y con “La pelota y el trompo”; pero eso sí: sentada junto al escritorio de mi mamá. Cuando su jefe me saludó y le preguntó a ella a qué se debía el honor de mi visita, la respuesta fue: “La culpa es de la niña de los fósforos”, y le contó nuestro drama previo. “Pero así se hacen sensibles”, concluyó mi mamá.

    Sensible o chillona, lo cierto es que yo era muy fan de esos cuentos desgarradores: además de los personajes suicidas de Andersen me gustaban los atormentados de Wilde (“El ruiseñor y la rosa” y “El príncipe feliz” eran mis favoritos) y los cuentos desgarradores de un libro muy viejo que atesoraban en casa, Alma latina. Pura tragedia que hacía que la serie animada Remi pareciera comedia musical.

     

    2

    Hasta hace muy poco trabajé en una oficina de gobierno. Un día, una compañera llevó a su hijo y, luego de dejarlo correr frenéticamente por los pasillos durante unas horas, misteriosamente decidió que era tiempo de que el niño dejara de torturarnos. “¡Te me sientas aquí y te estás quieto! ¡Ten y ponte a leer!”, rugió la doña y le puso en las manos un libro del que alcancé a leer el título: Andersen para niños. Metiche que es una, le pedí al pequeño que me dejara ver su libro. Para calarlo, pues.

    Lo que más me sorprendió no fue que pretendiera antologar a Andersen en un puñadito de páginas (no eran ni cien) ni que cada una de esas páginas sólo tuviera un par de renglones de texto. Tampoco fue que el resto del libro eran ilustraciones que parecían clones de las de Disney, muy similares a los dibujos que adornan puestos callejeros de tortas y tacos, en los que uno sabe que tal personaje en el cazo es Porky o La Sirenita (según si es puesto de carnitas o mariscos), pero si los mira de cerca descubre que tienen deformidades que van de lo vago a lo monstruoso, de acuerdo con la pericia del rotulista.

    No: lo más sorprendente era que todos los cuentos estaban “retrabajados”: Sirenita no se disuelve en espuma de mar; Trompo perdona y rescata a Pelota; SoldaditoDePlomo y Bailarina se casan y son felices… ¡La niña de los fósforos logra meterse a la realidad alterna de los cerillos y se queda ahí a disfrutar de una cena deliciosa con su mamá y su abuela!

    Yo me quedé con mil dudas: ¿Por qué ese miedo a que los niños conozcan historias desgarradoras? ¿Qué puede tener de malo que se nos ablande un poco el corazón, que conozcamos personajes capaces de dar la vida por otros o que viven en un mundo injusto? Más todavía: ¿Cómo entiende el concepto de “infancia” el editor que cree que estos cuentos son demasiado sórdidos y necesita hacer una versión “para niños” de algo que ya era disfrutado por la chamacada?

    Al final sólo pude concluir una cosa: con razón el hijo de mi excompañera de trabajo prefiere correr como cabraloca que sentarse en un rincón con esos libros. Yo habría hecho lo mismo, supongo, aunque se habría visto muy mal una Raquel de traje sastre galopando entre las computadoras.

     

    3

    Hace poco una mamá me dijo que ella le evitaba a sus hijos “esos cuentos lacrimógenos” porque los ponía “demasiado sensibles” y yo pensé de inmediato en mi propia mamá y su paciencia ante mis brotes melodramáticos.  No sé qué tan sensible me habré hecho, pero sí creo que el daño colateral de esas lecturas, en mí y en otros, fue ejercitar la empatía, la capacidad de indignarnos ante las injusticias y hasta la tolerancia a situaciones frustrantes. La vida no siempre es fácil, parecían murmurar esas historias, pero no tiene por qué dejar de ser bella. Ya sé, soy una cursi. Pero la culpa es de la niña de los fósforos.

     

     

    Ilustración de ArtBIT
    Ilustración de ArtBIT

    La ilustración es de ArtBIT y pueden ver su trabajo aquí.