Hace mucho, mucho tiempo, cuando jugaba a hacer páginas web, traduje una página gótica divertidísima: Jesus was gother than thou.
Me encuentro con que mi versión aún anda en el ciberespacio (el sitio original en inglés parece haber caído) aunque desconfigurada (los acentos y las eñes no jalan). También detecto varios errores por traducir a las carreras, pero supongo que eso se perdona si se considera que toda la programación web la hice a manopla, como se hacía en esos entonces (nada de wysiwyg ni de plantillas ni de blogs precargadoch, hijitoch).
Quizá sería buena idea rehabilitarla (en otro sitio, porque de plano no me acuerdo de mi contraseña en darksites). Mientras, acá está, con todo y sus errores, su desconfiguración y mi trabajo manual de programación web ;)
En 2009 me publicaron este texto en la revista Replicante. Luego lo perdí. Luego lo encontré y no me acordaba si lo había puesto ya en el blog o no. Lo busqué en la red y descubrí que Daniela, la autora del blog Dramátika, se dio a la tarea de transcribirlo en su sitio, ya que en ese entonces la revista era en papel. Sinceramente, eso me conmovió mucho, mucho. Así que, aunque hace cuatro años de aquello (¿o ya cinco?), pongo acá el texto completo con toda mi gratitud a Daniela (su blog está ya inactivo, pero si la conocen, díganle que en verdad le agradezco).
Y dice así:
El guión es como la muchacha fea
Raquel Castro
El guión es como la muchacha fea: a nadie le gusta, pero todos le meten mano.
Fermín Cabal, guionista español
La reciente ruptura de la mancuerna González Iñárritu-Arriaga es, probablemente, el divorcio más doloroso del cine mexicano, desde el de Jorge Negrete y María Félix. Y todo parecía indicar que el director y el guionista eran una pareja feliz: sus tres retoños (Amores Perros, 21 gramos y Babel) parecían prueba gloriosa de ello. Ya se ve: las apariencias engañan, e incluso una relación así de fructífera puede llegar a su fin, periodicazos incluidos.
No es raro que una pareja creativa se disuelva: uno de los casos más sonados en la historia del cine es el de Salvador Dalí y Luis Buñuel, quienes, por cierto, incluso antes de su rompimiento definitivo tuvieron cierta discusión acerca de Un perro andaluz (Dalí declaró en más de una ocasión que el guión de Un perro… era de su total autoría y que Buñuel sólo había contribuido con detalles). Pero en este caso, como en el otro, llegaremos tarde o temprano a la pregunta –difícilísima–: ¿de quién era realmente la película?
El punto de vista simplificador nos dice que el cine es imágenes y que todo lo demás está de más. Pero es como decir que la danza es sólo movimiento, y que da lo mismo ver El lago de los cisnes que El cascanueces. La historia importa. Aun en los albores del cine, películas con argumentos cortos y relativamente simples, como El regador regado, gustaban más al público que las escenas sin progreso dramático, como Obreros saliendo de la fábrica Lumière. Nos gustan las historias: queremos que, además de las imágenes sorprendentes, “pase algo” en la película. Por eso ha sido una constante en el cine la relación con la literatura, la búsqueda de cuentos y novelas para adaptar a la pantalla.
Pero aún no se contesta la pregunta planteada. ¿Es el guionista el autor de la película? Akira Kurosawa solía decir que “con un mal guión, ni el mejor director del mundo puede hacer nada”. Y el guionista es autor de la trama, de la historia que se cuenta, aunque es necesario reconocer que una película tampoco es únicamente eso: a diferencia del novelista, cuando el guionista pone el punto final no se encuentra frente a un producto terminado, listo para llegar al público. Como dice el guionista francés Jean-Claude Carrierre, el guión concluido apenas está por someterse a un proceso de metamorfosis, en el que intervienen muchas manos y visiones (las de más peso son las del director y el productor) y sólo como resultado de esta transformación surgirá la película.
Sin embargo, este hecho parece oscurecer la importancia del guionista y hasta alentar la creencia de que cualquiera que sabe escribir su nombre o teclear más o menos rápido en un chat es capaz de escribir un guión. (O más todavía: que es capaz de escribir un buen guión.) A veces da la impresión de que todo mundo cree tener los elementos para meter mano en el trabajo del guionista: agregar personajes, quitar referencias, incluir anécdotas o discursos que “exalten” tal o cual valor…
La discusión está mal planteada desde el principio: no se trata de negar la importancia del director (como Iñárritu eligió entender el reclamo de Arriaga), sino de insistir en visibilizar el trabajo del argumentista. Que haya un pago justo por la escritura de la historia, que se reconozca la autoría, que nos hagamos a la idea de que no todo el que sabe usar la cámara sabe escribir una trama lógica e interesante, o unos diálogos inteligentes y creativos; por todo esto que es válido y hasta saludable que reconozca que necesita de la ayuda de un guionista. Como hacía Buñuel.
Son dos los obstáculos en el camino a esa meta: una mala idea de los realizadores y el buen oficio de los guionistas. La mala idea es la de que todo realizador puede ser un auteur (es decir, puede realmente “hacer la película” sin la intervención de nadie más). El buen oficio causa el fenómeno del “zurcido invisible”, presente en los guiones bien escritos: mientras mejor escrito esté el guión, menos se notarán la mano del guionista en el resultado final y, desde luego, el peso de su trabajo.
¿Se puede dar un mayor crédito al trabajo del guionista? Es posible. Al menos en Europa, las asociaciones de guionistas están realizando esfuerzos en esa dirección. Otra señal halagüeña es la proliferación de cursos y seminarios para la formación de guionistas. ¿Dije halagüeña? Perdón: es un arma de doble filo. Me explico.
En Ladrón de orquídeas (Adaptation, 2002) lo real (la existencia de Charlie Kaufman, el bloqueo por el que pasaba, la encomienda de adaptar una “novela” sobre flores en la que apenas ocurre nada) se mezcla con lo imaginario (el hermano gemelo que quiere ser guionista, las situaciones de vida o muerte). También aparece un personaje impresionante: un gurú del guión, agresivo, carismático y muy seguro de sí mismo, que llena auditorios y promete enseñar en tres sesiones el arte de escribir un guión que se convertirá en gran éxito. ¿Qué será lo más sorprendente? ¿Que se pueden llenar auditorios con gente que desea ser guionista, a pesar del poco reconocimiento y los malos sueldos? ¿Que haya quienes crean que en un fin de semana se puede aprender todo lo relativo a la escritura de argumentos de calidad? ¿Que el personaje en cuestión, Robert McKee, no es un invento de Kaufman, sino un auténtico motivador profesional/teórico del guión? ¿O que el verdadero McKee no se da por ofendido con la manera en que se le retrata en la película, al grado de incluir ésta en la publicidad que hace a sus cursos?
Así es: McKee, siempre de gira, imparte su popular seminario “Historia” a un costo de 545 dólares y su anuncio, a plana completa en todas las revistas especializadas en escritura de los Estados Unidos, incluye el cartel de Adaptation y la leyenda “¡Cómo lo vio en Ladrón de orquídeas!”. Según McKee, lo que lo hace distinto a otros gurús que se dedican al mismo negocio es que él no dicta pasos ni reglas, sino “principios” que pueden o no seguirse, pero que, de atender, llevarán al guionista directo a la fama y la fortuna. Imagino que McKee no ha escrito ningún guión para cine (y sólo tres para televisión) precisamente porque ya encontró la fama y la fortuna.
A esto me refiero con el cliché del arma de dos filos: por una parte, es obvio que el éxito absoluto no alcanza a todos los que asisten al seminario de McKee o de alguno de sus colegas (Syd Field, Doc Comparato y Linda Seger están entre los más famosos… y no, tampoco ellos han escrito prácticamente nada para cine o televisión); por la otra, cada vez hay más personas dispuestas a aprender sobre guionismo y, como resultado colateral, a darse cuenta de que no basta con tener buenas ideas (y 545 dólares) para escribir una buena película.
Quizá, en unos años, el guionista vuelva a ser considerado un elemento importante en la cinematografía. Quizá entonces, cuando González Iñárritu y Arriaga se vuelvan a encontrar, puedan arreglar sus diferencias como Buñuel y Dalí no pudieron. Y, sobre todo, quizá el guión deje de ser visto como la muchacha fea, y en cambio se aprecien sus propios esplendores.
De «Ladrón de orquídeas», historia sobre guionistas :)
Durante un tiempo tuve el hábito de transcribir fragmentos (largos) de novelas que me gustaban para compartirlas con un amigo que transcribía fragmentos (largos) de novelas que le gustaban para compartirlas conmigo (espero que sólo conmigo, pero no lo sé). Era emocionante. Claro, uno podía ir y comprar el libro y leer de un jalón en vez de por entregas; pero tenía algo de emocionante, de personal, eso de leer las entradas aquellas, sabiendo que el interlocutor se había tomado el tiempo de transcribir… Claro, probablemente era un paso de transición entre los hábitos analógicos y los digitales que estábamos comenzando a forjar: ¡era tan nuevo eso de internet, el mail, la inmediatez!
Pasó el tiempo, perdimos el hábito, ambos (al menos el de mandarnos los fragmentos transcritos); pero algunos de los fragmentos se quedaron, aquí y allá, en un mail viejito, en un disco de respaldo, qué sé yo.
Y hoy me encontré, buscando otra cosa, uno de esos fragmentos: el inicio de la novela El crepúsculo, a lo lejos, de Elie Wiesel, uno de mis autores favoritos. La novela me archirrencanta, por cierto. Se las recomiendo montón y, como muestra, les dejo lo que jallé:
1.
Voy a enloquecer. Ahora es seguro. Después de la tempestad viene la calma. Oscilo entre ambas, por todas partes están las negras fauces del perro negro, veo el fondo del precipicio: tengo miedo y, sin embargo, tengo deseos de lanzarme. Avanzo y retrocedo al tiempo, al mismo paso, con el mismo designio. Hablo al callar, callo al hablar. Escucho al médico decirme: “cuidado, eres peligroso”.
¿Peligroso yo? ¿Por qué habría de serlo? ¿Porque conozco la verdad? Pero si no la conozco. ¿Porque la busco, entonces? Pero si ella me rehúye igual que la razón.
Afuera un viento suave sopla hacia la montaña. Me traslada a la infancia. En el camino eres tú a quien encuentro. Tú, la fuente tanto de mis certezas como de mis angustias.
Todavía es temprano, pero ya la clínica duerme. Abajo el pueblo duerme igualmente. Pero yo tengo miedo del sueño. Allí me espera un viejo; sé y no sé, ya no sé, quién es.
En mi sueño todo es estable. Ahora bien, prefiero la inestabilidad. En un mundo ordenado, me place ver nacer una conciencia que se desarrolle e inflame para denunciar la mentira de ese orden. Me gusta escuchar al viejo loco que hace tambalear todo lo que parece sólido.
Tambalea la piedra en la piedra, el cielo en el techo y el techo en la calle, y la calle en el adoquinado, y los vivos en las sepulturas. Tambalea el pensamiento en el pensamiento, el sueño en la memoria, la oración en las lágrimas del agonizante.
Mira: avanzo, avanzo hacia el recinto, me dirijo al océano. Un paso más, una palabra más y estaré del otro lado.
De ahora en adelante voy a reflexionar de otra manera, voy a expresarme en otra lengua, voy a reaccionar de modo inédito. Abandonaré mi cuerpo, repudiaré mi razón, me arrojaré a otra identidad, voy a precipitarme en otro tiempo y a enfundar un hábito que nunca ha sido el mío.
Adiós, yo.
2.
Todo mi ser me lo dice. Voy a enloquecer; probablemente ya ocurrió. ¿Soy yo el que veo en el espejo? ¿Soy yo el que te habla, el que me habla? ¿Es mi mano la que te escribe? ¿Por qué tiembla mi mano? ¿Es mi cabeza la que estalla, mi sangre la que azota mis sienes? ¿por qué tengo la impresión, la sensación de estar despierto incluso cuando duermo, como si otro durmiera en mi lugar? En mis sueños veo dos hombres que corren hacia el mar, uno detrás del otro, e ignoro si yo soy uno de ellos, o el espectador que los observa, o el ahogado que les pide auxilio. Nada es normal, ¿no es cierto?
No es normal este deseo que me invade, cada vez más, de gritar contra el ruido y la luz… contra el ruido que hace la violencia del crepúsculo que se niega a ceder ante la súplica de las estrellas. No es normal, te lo digo, no es normal esta necesidad que me domina de huir de este cuarto, de esta institución, de esta sociedad, de esta existencia, y de hablar a los árboles, a las raíces, y también de escucharlos. Y es que a veces se dirigen a tus piernas, otras a tus oídos, a tus labios, a tus dedos. Cantan en primavera. Entonces todo canta, las ramas y las flores y las hojas. Cada manojo de hierba canta a su manera, solía decir en gran narrador jasid, el rabino Najmán de Bratslaf.
También sucede que las nubes enloquezcan. En tales ocasiones su canto es peligroso. ¡Qué le vamos a hacer: las amo! Voy a impregnarme a fuerza de escucharlas. Seré un árbol en el bosque, flor entre las espinas. Moriré con el sol y me levantaré al amanecer. Seguiré los pasos del anciano loco que murió más de una vez. Reencontraré su locura y me remontaré hasta la fuente de la misma.
No me abandones.
3.
—Nada se agita en mí —dice el enfermo—. Nada vive ya en mí, excepto el miedo. Termino por comprender su alcance: temo haberlo olvidado todo. ¿Cómo hacer para trazar de nuevo mi camino? ¿de qué aferrarme para recobrar unas migajas de memoria, algunos trozos de mi pasado ser? Sé (ignoro cómo, pero lo sé) que la memoria es función del tiempo, o al menos de la duración. ¿Qué hay que hacer? Debo insertarme en el tiempo, no importa en cuál, en una conciencia en la que el tiempo no pueda ser borrado como la arena en una ruta frecuentada. Podría hacerlo, con tal que me fuera posible respirar, pero ni pensarlo; además, no se puede pedir demasiado de los muertos: si se pusieran a respirar como todo el mundo, ¿a dónde iríamos a parar? Que los vivos respiren, que se ahoguen; yo sólo les envidio la memoria, nada más. Ni la dicha, ni la curiosidad: únicamente la memoria… En mi tumba, a solas con mi cuerpo, entregado a él, me doy cuenta de súbito de que espero algo, ignoro qué; sé que espero a alguien, ignoro a quién. Sí, algo va a ocurrir, pero ignoro qué y quién va a producirlo. Sé, sin embargo, que esta espera corresponde a una lección aprendida. A partir de ella, a costa de considerables esfuerzos, reconstruyo la trama: la espera física se convierte en espera mental; la nebulosa espera cobra una forma, la forma de la palabra. Sí, hace tiempo había leído, en un libro viejo y polvoriento, que tres días después del entierro un ángel toca en la tumba del difunto y le pregunta el nombre. Desgraciado de él si lo ha olvidado. Eso es lo que me ha acontecido: he olvidado. Soy presa del pánico: ¿quién soy? ¡Dios de mis ancestros, ayúdame!: ¿quién quisiste que fuera? Veo mi rostro hundido, mis ojos mustios, mi boca, sé que esta visión de un hombre enfermo y algo entrado en años es la mía, sé que este hombre soy yo; pero igualmente sé que este saber es insuficiente, sé que este hombre es la suma de sus experiencias, de sus remordimientos, de sus fracasos, de sus triunfos, de sus silencios; en una palabra, de su memoria. ¡Oh, pobre de mí, carezco de memoria! Ya no recuerdo ni mi propio nombre. Y el ángel va a llegar de un momento a otro. ¡Va a golpear en mi tumba! ¡Me preguntará mi nombre y yo permaneceré mudo! ¡Repetirá la pregunta y no sabré qué responder! ¡La hará por tercera y última vez y todavía no tendré nada qué responder! Entonces se apoderará de mi alma y la lanzará a través del infinito, lejos de los hombres y lejos de Dios, irrecuperable, maldita por los siglos de los siglos.
Entre los oscuros pasados que conforman mi Oscuro Pasado (a partir de ahora, OP), hay uno relacionado con la Iglesia Protestante. No voy a ahondar en eso esta vez (porque no quiero aburrir a los que se saben la historia y porque me desviaría del tema del que quiero hablar hoy) pero, como parte de ese OP, obtuve dos legados interesantes. Uno, conozco bastante bien la biblia y sus contenidos (y sus estilos literarios, ja) y dos, me sé un montón de chistes relacionados con la fe, las religiones, las sectas, las diferencias entre una iglesia y otra, los pasajes bíblicos y un montón de etcéteras. Lo malo es que ambas virtudes le son completamente intrascendentes a las personas no metidas en algo similar a mi OP, y, peor aún, que la mayor parte de la gente que sí le entiende a estos chistes suele ofenderse al escucharlos. Es un verdadero desperdicio. Sólo por eso me gustaría formar un grupo onda AA de ex-protestantes, para poder sentarnos a contar chistes y reírnos de ellos y discutir horas y horas sobre tal o cual pasaje bíblico pero sin sacar el argumento de «está bien porque está en la biblia».
En fin, el chiste es que algunos de estos chistes (que escuché de pastores y laicos por igual) son realmente divertidos y oscuros como mi OP. Cuando los cuento, generalmente tengo que explicarlos, bu, aunque los hay que se sostienen solos, como éste:
¿Sabían que «Pérez» es el primer apellido que existió en el mundo? Sí, porque cuando Dios expulsó del paraíso a Adán y Eva les dijo: «Y pérez-serán».
(¿Le entendieron? Perecerán, Pérez-serán, waka waka waka). Menos claros son estos:
¿Sabían que Pablo fue el primer torero del que se tiene noticia escrita? Porque en un de sus epístolas dice: «Dejé mi capote en Troas».
¿Quién era más rápido, Pedro o Juan? Juan, porque Pedro tiene primera y segunda, mientras que Juan tiene primera, segunda y tercera.
También son divertidos los que tienen que ver con las diferentes ramas del protestantismo (porque no, señores, no todos los cristianos no-católicos creen exactamente en lo mismo!). Por ejemplo, está uno que yo escuché en boca de un metodista para burlarse de los pentecostales y otros «avivados»:
Estaba una congregación de esas bien avivadas dale que dale al baile y los aplausos y hablando en lenguas y cantaban: «Manda fuego, Señor, manda fuego». Y más se prendían y más bailaban y levantaban las manos y cantaban: «Manda fuego, Señor, manda fueeeego». Y en eso cae un rayo en el techo de la iglesia y ésta se empieza a incendiar. Y los avivados cambian la letra de su alabanza: «Era broma, Señor, era broma».
Se los cuento porque alguna vez le conté este chiste a Alberto, le gustó y ¡hasta lo hizo cuento! Y ahora… ¡incluso es el título de un libro! Para mí, como cuentachistes, es un verdadero honor. Y más porque el martes 21 de enero, a las 19:00 horas, ese libro será presentado en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México. Ojalá se animen a acompañarnos, la entrada es gratuita. Prometo que a quien se me acerque y diga: «Raquel, quiero un chiste bíblico» le contaré alguno de los mejores de mi repertorio, ¡completamente gratis! (además de que podrán comprar el libro de Alberto, que está bien chido).
En marzo de 2012 participé en el encuentro Reescribir a México en el siglo XXI, en Puebla. Este fue el texto que leí, se los comparto.
Hace falta humor
Raquel Castro (o sea yo)
Estaba terminando mi texto sobre “Reescribir México en el siglo XXI” cuando comenzó a temblar. No fue algo del otro mundo (sí, fue de 7.8 grados en la escala de Richter, pero sólo grado II en la de Mercalli, lo que significa que fue “débil”), pero se convirtió en el tema dominante en las redes sociales por varias horas.
Lo que más me sorprendió fue la facilidad con la que la gente se convirtió en una turba dispuesta a linchar a cualquiera que hiciera un chiste sobre “la tragedia” que, acá entre nos, realmente no fue una tragedia. Un susto, tal vez. Una molestia. Pero ni punto de comparación con el terremoto aquel de 1985, que se ha vuelto referencia para todas nuestras movidas telúricas.
Entonces tiré a la basura el texto que estaba terminando y empecé de nuevo: tenemos que rescribir México desde el humor. Se supone que somos un país que se ríe de la muerte, que domina el humor negro y que no tiene miedo de carcajearse de sí mismo. Se supone que tenemos una tradición literaria que también sabe tomarse con humor las cosas, heredera del español Francisco de Quevedo, con representantes como José Joaquín Fernández de Lizardi, Jorge Ibargüengoitia, Emma Godoy, Jorge Mejía Prieto y Carlos Monsiváis, por mencionar sólo a algunos.
Se supone que incluso Sor Juana escribió gracejadas de vez en cuando, ¿no? Pero a veces se nos olvida. A veces, la literatura mexicana, reflejo fiel de la sociedad mexicana, se toma demasiado en serio a sí misma y se pierde en los laberintos sosos de la corrección política, que muchas veces es machista, agresiva y destructora.
Hay autores que tienen tanto miedo de no ser “solemnes” que su narrativa se convierte en sermón. Y, lo que es peor, se vuelven inquisidores de todos los demás, de todos aquellos que no estén dispuestos a indignarse ante cualquier muestra de humor: “Trivializan la tragedia”, se quejan cuando alguien escribe en tono ligero, y de inmediato ponen esas obras en el estante de los subgéneros, del que es tan difícil salir, o etiquetan al responsable de “poco serio”, enemigo de la academia, o exageraciones peores.
De nada sirve argumentar que la tan glorificada seriedad muchas veces es árida y pomposa, o que más de una vez esconde sólo el miedo a la autocrítica: “no me río de mí para que nadie pueda hacerlo”, que sería una variación de “el que se ríe se lleva”.
Algo es verdad: vivimos tiempos difíciles. La violencia, el colapso económico, el calentamiento global, el ocaso de un imperio del que sólo somos una provincia oprimida. No hemos logrado la equidad de género ni la incorporación de los pueblos originarios a la vida económica del país. Hay especies vegetales y animales en serio peligro de extinción.
Pero ¿serán realmente más difíciles nuestros tiempos que los primeros años del siglo XX, que los primeros del XIX? Al menos tenemos internet y vacuna contra la polio. No estoy minimizando la situación que nos ha tocado en turno: por el contrario, creo que ésta es delicada y que bien vale la pena usar todas las herramientas a nuestro alcance para hacerle frente. El humor incluido. El humor sobre todo.
Porque la risa no es sólo frivolidad, pese a lo que quieren hacernos creer los serios-a-ultranza. La risa puede ser liberadora. No hablo de esa risa burlona, descalificadora, tóxica del que se siente superior; ni la risa amarga de la autocompasión y el victimismo. Me refiero más bien a la risa transgresora del que señala lo que podría estar mejor, la carcajada que ya por romper el silencio es muchísimo más que resignación.
Esto se entenderá mejor si exploramos las funciones del humor, que, según Avner Ziv, autor de El sentido del humor, son cinco:
• Función intelectual o didáctica
• Función agresiva (que puede ser derivada de un sentido de superioridad o de la frustración)
• Función sexual (de la que no hablaré porque hay niños presentes en la sala)
• Función social (en la que se incluyen las señales de amistad, distensión y solidaridad)
• Función del humor como mecanismo de defensa (aquí entran el humor negro y el reírse de uno mismo)
Así pues, son estas dos últimas de las que hablo yo cuando digo que la risa es más que burla o resignación. Porque, como dijo Peter Berger, otro estudioso del humor y autor del libro Risa redentora, “quienes ríen unidos, permanecen unidos. El humor refuerza la cohesión.
Sin embargo, parece que al que se atreve a escribir con humor le espera el linchamiento de los serios que les platiqué hace rato.
Por eso me da gusto cuando me encuentro con obras de la literatura mexicana actual que se atreven a explorar el espíritu lúdico. Mencionaré solo algunos, para documentar nuestro optimismo:
• José Luis Zárate (quien por cierto, debería haber sido invitado a este encuentro, ya que es uno de los mejores narradores no sólo poblanos, sino de todo México), autor de series de minificciones delirantes, ingeniosísimas, risueñas, pero con el mérito de no convertirse en chistes fáciles.
• Fernando de León, cuentista jalisciense, quien juega a poner en situaciones cómicas elementos de la alta cultura (por ejemplo, en uno de sus cuentos, el Conde de Saint Germain y el Diablo son un par de vividores en las calles de Guadalajara).
• Francisco Hinojosa, autor extraordinario por combinar a la vez la ligereza y la crítica demoledora.
No son los únicos. Y quizá veamos más conforme aumente el número de escritores que se atreven a escribir de manera distinta a como exigía la tradición literaria del siglo XX. Ya hay muchos que están practicando técnicas y puntos de vista que hubieran sido impensables apenas hace 20 años. ¿Por qué no podrá haber más escritores –y escritoras– que utilicen las facultades liberadoras del humor? Yo diría que incluso nos hace falta: reescribir al país en este siglo, si es posible, tiene que pasar por modificar nuestra manera de pensar y de relacionarnos con el mundo.