Autor: Raquel

  • Inconcluso

    Cuento de ciencia ficción: el medicánico (una cruza entre cirujano y talachero) se queja de que cualquiera se pone a hacer transplantes y que ya nadie respeta a la ciencia que, en su día, fue la profesión mejor pagada y más valorada (suponemos que se refiere a la abuelita de la medicánica: la medicina). No tiene tiempo de repelar mucho más, porque el implante que estaba haciendo (algo sencillo, de rutina: tan sólo pasar la conciencia de una persona a un león africano ‘para unas vacaciones anti-estrés’) ha sido un éxito y tiene que pasar a la siguiente mesa, a la siguiente operación (quizá, dado el mundo en el que vive, un cambio de ojos para ver mejor en Venus; o una extensión de los dedos de los pies para que el usuario ‘sienta que vuela’). El autor es John Varley. El libro, La persistencia de la visión. El tema central de los cuentos, la eterna obsesión del ser humano por modificar todo lo que le rodea, incluyendo su propio cuerpo.

    Cuento de ciencia ficción 2: el profesor universitario (enseña, por supuesto, cibernética) se implanta un chip que le permite abrir y cerrar puertas, prender y apagar luces, transmitir pensamientos y sentimientos a otra persona con chip a través de Internet. La otra persona es su esposa. Lo primero que le transmite, vía web, es un dolor lacerante. Ella lo siente también: el experimento es un éxito. El objetivo futuro es desarrollar la telepatía con ayuda de la red de computadoras y descubrir si lo que yo llamo dolor es lo mismo que tú llamas dolor. El autor es Kevin Warwick. No hay libro ni película y, de hecho, esto pertenece, más que a las noticias, a la historia: sucedió en 1998.

    (Lo empecé a escribir pero se me acabó el combustible. La idea era hablar de los avances de la ciberingeniería). (Ni modo). (Será otro año de éstos).

  • Vudú

    Este texto lo escribí para DF por Travesías hace ya un buen ratote. Al artículo le tuve que hacer algunas modificaciones para la revista, pero ésas no las pongo aquí. Como que viene a tono por ser Semana PostSanta, ¿no?

    Vudú, o el nuevo traje de los dioses
    Por Raquel Castro

    Vudú. Cuando pensamos en esta palabra, lo más probable es que nos vengan a la mente imágenes de muñecos con alfileres clavados, hechizos con tierra de panteón, brujería, maleficios, zombies. ¿Quién no ha visto al menos una película donde los adeptos a este rito bailan frenéticamente para despertar a las fuerzas malignas de la tierra?
    Sin embargo, pese a que esto suele ser lo más conocido del vudú, sus orígenes son antiguos y mezclan muchos elementos, más allá de los hechizos para hacer daño o las posesiones demoniacas, aunque la cultura occidental, blanca y católica opine lo contrario.
    De hecho, el vudú es sólo una de las muchas ramas o expresiones que tomó la religiosidad africana al cruzar el océano y mezclarse con las creencias occidentales. Para explicarlo, es indispensable que retrocedamos en el tiempo: la explotación de esclavos africanos comenzó desde 1442, y para mediados del siglo siguiente, era ya un negocio excelente, pues la inversión era mínima: muchos de los que serían vendidos para el trabajo forzado en América eran raptados de su lugar de origen, sin importar si en él eran solteros, casados, ignorantes o sabios. No pertenecían todos a una sola raza, ni a una sola tribu, aunque para los negreros daba exactamente igual: para ellos, todos los esclavos eran primitivos, carentes de alma, y sus ritos y costumbres parecían más cosa de brujería que de religión.
    Así, sacerdotes de diferentes credos, dependiendo de su geografía de origen, llegaron a América y se dieron a la tarea doble de preservar sus antiguos ritos y evitar que fueran descubiertos por los blancos, quienes sin duda los considerarían una herejía. De esta forma, y bajo un muy ligero barniz de cristianismo, surgieron creencias como el Candombe en Argentina, la Santería cubana, la Macumba en Brasil y, la más famosa de todas, el Vudú haitiano.

    Gran parte de estas manifestaciones religiosas se transformó en lo que los blancos llamaron prácticas de brujería, pero su origen estaba más relacionado con el culto a la naturaleza o con la medicina. Es muy posible que el aura amenazante con la que hoy relacionamos estas creencias haya surgido como un mecanismo de defensa, un intento de hacer parecer al vulnerable e indefenso esclavo menos frágil a los ojos de sus amos, quienes probablemente se preocuparon al darse cuenta de que su San Juan se había convertido en Ogún, dios de la guerra; que Santa Bárbara era el sobrenombre de Shangó y Yansán, partes masculina y femenina de un dios hermafrodita; o de que un Padrenuestro al revés sirve para atraer al mandingo (voz que se refiere tanto a una tribu africana, como al esclavo insurrecto, como al diablo. Parece que los negreros no tenían mucho vocabulario).
    Pero el miedo del hombre blanco a los poderes de la religión negra no llegó solo: apareció acompañado de una intensa fascinación. Al poco tiempo, nobles damas y valientes caballeros acudían a sus esclavos en busca de consejo: un hechizo para retener al amor esquivo, un amuleto para pelear con más tesón y valentía, una respuesta a un miedo, a una enfermedad, a un misterio. El catolicismo, con su ética férrea, no daba la opción de devolver mal por mal, y poner la otra mejilla no siempre es lo más atractivo.
    De esta forma, poco a poco, el vudú y sus religiones hermanas se fueron incrustando en las sociedades de las Américas latina y francófona, hasta ser consideradas como la cara oscura del cristianismo, el lado B de un long play del que, en realidad, nunca fueron parte.
    Shangó se vistió de santo. O mejor dicho, de santa. Pero ¿qué pensaríamos si la situación hubiese sido al revés, si Santa Bárbara hubiera debido vestirse de diosa de la tierra…? En todo caso, mucho cuidado: sea ritual ajeno, táctica para espantar blancos, medicina africana o cualquier otra cosa, lo cierto es que un amuleto, un amarre o un hechizo puede tener mucho poder si quien lo usa cree en él. Esto ya lo sabían los esclavistas del pasado, que podían despreciar a los practicantes del vudú pero a la vez los temían, porque no eran capaces de entenderlos. Así que piénsalo bien antes de clavarle un alfiler a la foto de tu jefe…

  • Ni al caso, pero al caso

    Estoy haciendo un guión acerca de la forma correcta de usar el condón masculino. No tiene nada que ver con lo que imaginamos por acá (incluso me puse el sombrero de seriedad, porque la vez anterior me dio un ataque de no sé qué y terminé creando un personajillo, Don Pepino, que mostraba cómo don Bat D’Beisbol también podía usar el condón); pero aunque no tenga que ver, sí tiene que ver, así que ahí les va.

    Uso correcto del condón masculino
    Tomado de Ave de México

    El condón masculino ofrece un 95% de efectividad, siempre y cuando se use correctamente. ¿Quieres aprender la forma adecuada de usarlo en tan sólo diez pasos?
    1. Antes de usarlo verifica la fecha de caducidad y/o fabricación (tiene una duración de cinco años).
    2. Toma el empaque con las yemas de los dedos, haz a un lado el condón.
    3. Ábrelo con las yemas de los dedos, no uses los dientes, uñas o tijeras, porque se puede romper.
    4. Saca el condón de su empaque (fíjate en que no esté pegajoso, quebradizo o con grietas).
    5. Verifica para que lado se desenrolla, si deseas mejorar la sensibilidad coloca una gota de lubricante en el receptáculo del condón.
    6. Coloca el condón sobre el glande cuando el pene esté erecto, presionando con las yemas de los dedos el receptáculo del condón.
    7. Desenróllalo hasta la base del pene, cerciorándote de que no haya burbujas de aire.
    8. Después de eyacular y antes de que pierdas la erección, sujeta el condón desde la base del pene y retírate.
    9. Para quitar el condón del pene y evitar que el semen se derrame, empuja todo el líquido hacia la punta al mismo tiempo que lo retiras.
    10. El condón se usa solo una vez y se desecha, no olvides tirarlo en la basura.

    Tantán

  • Feliz cumpleaños a Lagartija con Alas

    Hoy por ser día de tu santo… te regalamos un santo grial

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  • Del archivo…

    Gracias a los que visitan. Gracias de veras, por dejar sus comentarios. Sépanse que son ustedes -y nadie más- responsables de que yo regrese por acá de vez en cuando.
    (He visitado sus blogs, pero ahora soy La Que Lee en Silencio).
    Y bueno, no más sentimentalismos.
    Va un texto sacado del archivo, que me publicaron en la revistuca 24xsegundo hace ya más de varios meses.

    MEMORIAS DE UN HADA MODERNA
    Por Raquel Castro (o sea yo)

    Esta que veis aquí, de mirada endurecida (y ojos rojos, como si hubiera fumado alguna yerba ilegal) y de talante amargo, no es sino Madrina, el Hada. Sí, mis sorprendidos lectores: yo, que le di sus mejores momentos a Cenicienta; yo, que le di vida de niño real a Pinocho; yo, pues, el Hada más famosa del mundo de los cuentos, me he convertido en estas ruinas que veis.
    Y como el «veis», «estáis» y cosáis por el estilóis ya está pasado de moda (como el trabajo que solía desempeñar) mejor será que les hable directo y al grano. De frente y sin sangronadas, pues.
    La historia de mi caída en desgracia no es sencilla, ni breve. Tampoco es divertida. Pero se las comento porque sigo pensando, pese a todo, que de lo que nos pasa a las hadas se puede sacar un aprendizaje, y así no podrán decir después que no se los advertí.
    Así que comienzo sin más preámbulos:
    Después del sonado divorcio de la Bella Durmiente (el Príncipe Felipe adujo que ella no se hacía cargo del castillo, por estar siempre durmiendo), sumado a que Cenicienta dejó a su marido por uno de sus deshollinadores («somos almas gemelas», dijo) se corrió el rumor de que yo era quien traía la mala suerte. ¡Yo! Como si yo tuviera que ver de alguna forma con las estupideces que a ellos se les ocurren. Pero no hay argumento que valga cuando las revistas de chismes se meten: en una de ellas, apareció una foto de la última convención de magia a la que asistí, y -horror de horrores- en la foto estaba yo, un poco pasada de copas, es vedad, bailando con David Copperfield. El escándalo no se hizo esperar: la Schiffer me acusó de bajamaridos y la LIDECUAC (Liga de la Decencia de los Cuentos, Asociación Civil) declaró que mi influencia maligna estaba terminando con la unión familiar. No recibí apoyo de mi sindicato: Merlín lleva tantos años de líder vitalicio que ya ni siquiera se acuerda de para qué creamos la Unión de Magos, Brujas, Hadas y Otros Trabajadores de la Magia. Cuando le preguntaron sobre mi caso, dijo que ni siquiera me conocía, y eso que yo le regalé su primera varita mágica. Así son los políticos, lo sé, pero no deja de doler.
    Para no hacerles el cuento largo, me fui del País de los Cuentos. Estaba consternada. Me encerré un largo periodo en un chalet suizo (que construí con la ayuda de mi varita mágica) y me dediqué a reflexionar en cuál había sido mi error.
    Incluso le pedí consejo a varios de mis antiguos amigos, pero algunos ni siquiera me tomaron la llamada. Primavera me visitó una vez, a escondidas de sus hermanas Flora y Fauna, y me platicó un par de chismes. Nada que ustedes no sepan ya: que si Ricitos de Oro es anoréxica y ya no se quiere tomar la sopa; que si Aladino anda de un genio de los mil diablos… Pero entre copa y copa (sí, me he vuelto un poco aficionada al vino, y Primavera lo es desde hace mucho, mucho tiempo…), hablamos de mi gran duda existencial: ¿qué le está pasando al País de los Cuentos?
    -¿Qué quieres que le pase?-me dijo de mal modo Primavera-Pues que antes el mundo real trataba de parecerse al país de los cuentos, y ahora es justo lo contrario. La culpa es del señor ése, Walt Nosequé.
    Me atraganté: ¿culpar a San Walt Disney, nuestro amado padre espiritual? ¿Olvidar su apellido?
    -Tu problema es que sigues siendo una ingenuota-me espetó-. Pero no estamos hablando de eso. Te decía: toda la culpa es de ese señor porque nos obligó a volvernos asquerosamente dulces. ¿De qué crees que murió Gepetto? ¡Diabetes! Aunque los medios lo oculten.
    No supe qué responder, así que ella siguió.
    -¿No te acuerdas cuando nuestro mundo era bárbaro y sangriento? ¿Cuándo una hermanastra malvada se cortaba los dedos de los pies, y la otra el talón, para tratar de usar la zapatilla de cristal? ¿No te acuerdas del castigo a las madrastras envidiosas? ¡Calentábamos los zapatos de plomo en la chimenea, hasta que estuvieran al rojo, y las hacíamos bailar en la fiesta de bodas hasta desplomarse! ¿No recuerdas…
    -Sí, me acuerdo. Pero eso fue hace mucho tiempo. Y a la gente no le gusta ver tanta sangre.
    Primavera se rió. Tal vez tiene razón, y soy una ingenuota.
    -Tendrías que leer más de historia. Los seres humanos son unos salvajes. Lo que pasó con ese Walt (y su hijo bastardo, el horroroso Esteban Espiel… Espil…¿berg?)… bueno, te digo: lo que pasó es que Walt llegó en buen momento, agarró a la gente en una especie de depresión colectiva, ¿no? Y luego, con sus guerras, pues más querían evadirse y pensar que la vida es bonita y todo eso… pero ya se aburrieron, ya se dieron cuenta de que las cosas no terminan con «y fueron felices para siempre».
    Mi amiga siguió hablando y hablando. Yo me sumí en mis pensamientos, pensando que, realmente, era divertido cuando los Ogros se comían a sus propias hijas, o cuando los campesinos destazaban a sus abuelas (ah, Nicolasón… cómo te echo de menos). Pero ¿qué tiene que ver eso conmigo, con mi caída en desgracia? Primavera adivinó mi pensamiento (no por nada es un hada) y me regañó:
    -Es obvio. El mundo real, instigado por Waltcito, quiso imitar el mundo de los cuentos. No lo lograron. Para colmo, el imperio de tu querido Disney, está en quiebra, o casi… Entonces, como quien dice, se frustraron, ¿no? Y en vez de seguir tratando de ser todos como personajes de cuentos, asumieron su ser bestia, que es mucho. Y ahí andan matando niños en las escuelas, y de erroristas, y vé a saber cuántas cosas más.
    -Se dice terroristas-le aclaré. Esos días me dio por leer los periódicos.
    -Como sea-continuó-. El caso es que a la gente de los cuentos, tan reprimida como estaba, pobrecita, le pareció de lo más emocionante copiar todo eso. Y por eso ya hay revistas de chismes, y programas de reality, y todo eso.
    -Pero…
    -Pero nada: como tú eres bien pasada de moda, en vez de aprovechar la publicidad gratuita de los medios ¿qué hiciste? ¡Venir a esconderte como un ratón!
    -Yo… bueno, es que… ¿qué podía hacer?
    -No sé: sacar un disco, poner una agencia de divorcio instantáneo, cualquier cosa. Ca-pi-ta-li-zar, querida.
    Suspiré. Quizá Primavera tenía razón. Pero ya era tarde para saberlo. Me despedí de ella, porque tenía que volver a casa, a hacer la cena para su familia muégano-disfuncional (ninguna de las tres se ha casado porque cuidan de una madre enferma, un hada demasiado gorda y deprimida como para trabajar en ningún cuento). Y pasé un tiempo dándole vueltas a la idea. ¿Habría forma de, como dice mi amiga, capitalizar mi desgracia? ¿A dónde ir para seguir vendiendo historias bonitas, rosas y fantásticas? ¿Qué clase de gente me podría seguir comprando el cuento?
    No tiene caso que les cuente cómo fue que me enteré que el Gato con Botas también había dejado Nuncajamás para dedicarse a la política. Ni les voy a contar cómo pude llegar a una audiencia con él y con Campanita, su actual esposa (es la segunda: antes se había casado con la Novicia Voladora, pero creo que no les funcionó). El caso es que me dio trabajo como asesora política, creadora de estadísticas y escritora de discursos en el país que gobierna. Día y noche uso mi varita para transformar cifras: ¿que hay desempleo? ¡varitazo mágico! El país tiene más chamba que nunca. ¿que no hay crecimiento económico? ¡a la varita! Ya hay un 7% más que el año anterior. Sí: estoy macilenta, mi talante es amargo y tengo los ojos rojos y endurecidos. Pero sigo haciendo lo que me gusta. Y a final de sexenio, capaz que me compro el País de los Cuentos, enterito, para poner mi propio rancho. Este negocio sí deja.