Autor: Raquel

  • Los amigos Begbie

    Los amigos Begbie

    Uno de los personajes que más terror me han dado en la vida es Francis Begbie, amigo de Mark «Papacito» Renton en la peli Trainspotting. Y me parece terrorífico porque creo que, en un momento u otro de la vida, todos llegamos a tener un amigo así: irascible, incontenible, inestable y antisocial. Tanto, que el resto de nuestras amistades nos preguntan por qué seguimos aguantando a ese (o esa, que también hay mujeres así) amigo (o amiga, pues). Y nos encogemos de hombros y decimos Bueno, es que ya que lo tratas no es tan malo, aunque en el fondo sabemos que es una gran mentira. Que nos ha metido en sinfín de broncas y que todavía vendrán más.

    Claro, hay versiones de Begbies más discretas, donde la agresión es pasiva y no se termina nunca en una campal con heridos o detenidos por la policía, pero que igual está presente, en forma de traiciones o chantajes o chismes varios, y de todos modos la gente nos pregunta por qué seguimos aguantando a esa persona (e invitándola a las reuniones que, horror, se disuelven en cuanto llega nuestro Begbie). Y nuevamente mentimos con todos los dientes. Decimos que en sus ratos buenos es generoso, simpática, divertido o astuta, aunque lo cierto es que también nosotros nos preguntamos qué demonios tenemos en la cabeza o en el corazón, porque muchas veces el aprecio por nuestro Begbie es real.

    Hay Begbies que llegan casualmente a nuestras vidas (se sientan a nuestro lado el primer día de clases y se quedan por una eternidad a nuestro lado), Begbies mutantes (que no se portaban así al principio pero que de repente se llenan de odio o amargura, o que poco a poco van dejando escapar a sus demonios, pero que cuando nos damos cuenta ya nadie los aguanta más que nosotros) y Begbies heredados (que eran amigos de alguien más y uno los detestaba, pero el Begbie en cuestión nos adopta y no hay modo de darle el esquinazo).

    La parte más macabra de todo el asunto es que, fuera de su característica antisocial, el Begbie es una persona más o menos común (o sea, no está para el manicure), por lo que siempre puede atacarnos la desazón de pensar: ¿y si yo soy el Begbie de alguien más?

    Yo he tenido varios a lo largo de la vida. La primerita fue una niña que se llamaba Gloria, era mi compañera en tercero de kinder y le gustaba meterse bajo el escritorio a morderle las piernas a la maestra. Era odiosa y me daba miedo. La regañaban todo el tiempo, me jalaba el cabello, me robaba las cosas bonitas que me daban mis papás para llevar a la escuela (un lápiz de hello kitty, unos kleenex decorados, cualquier cosa que me llamara la atención). Y lo peor era cuando los otros niños me decían ¿pero por qué la invitas a jugar? Yo no la invitaba, pero se me hacía horrible darle el cortón. Me quedaba claro que yo era la única persona que ella tenía. Y, peor, su mamá le había dicho a mi mamá, un día que nos esperaban a la salida de la escuela, que Gloria hablaba de mí todo el tiempo y que ella, la mamá, se sentía muy feliz de que su hijita al fin tuviera una amiga. Cuando pasamos a primero de primaria nos tocó en salones distintos y supongo que Gloria adoptó a alguien más. Pero con los años tuve ocasión de experimentar la amistad Begbie varias veces, en carne propia o por interpósita amistad.

    Hubo uno en especial que yo a l u c i n a b a gachísimo porque era soberbio, malmodiento, malacopa, feo y acosón. Para colmo, a ratos era novio de mi mejor amiga y era el Begbie del fulano que me gustaba, así que me lo topaba todo el tiempo sí o sí. En las fiestas largas, cuando su novia y su amigo se dormían, y sólo quedábamos más o menos sobrios él y yo (él, gracias a la coca; yo, porque en esos entonces tenía un aguante portentoso, y no es presunción, ¿eh?) me empezaba a tirar la onda o a querer demostrar su sapiencia o a hablar mal de los dormidos. Otras veces se peleaba a golpes con alguien o se hería solo o se deprimía y se sentaba en un rincón a llorar. En serio, nunca lo quise ni me sentí cómoda cerca de él, pero cuando me dí cuenta ya lo contaba entre mis amigos, como cuando cuenta uno entre sus rasgos personales las enfermedades crónicas: están ahí, nos gusten o no, y no se van a ir. Al menos no pronto.

    En años recientes me han tocado otros tipos de Begbies: más civilizados, menos intensos, pero no por eso menos tóxicos. Y entonces me regresa el terror que me daba cuando Gloria me abrazaba del cuello (lastimándome un poco, sí) y decía: Raquelito y Gloria son amiguitas y no se van a separar nuncamente (y yo odiaba que me dijera Raquelito).

    Y entonces me pregunto cosas: ¿Sabe un Begbie que lo es? ¿Se da cuenta de que los demás apenas y lo toleran por deferencia a la persona que ha tomado como amigo-rehén? ¿Habrá posibilidades de que un Begbie se reforme? ¿Será que una persona puede ser Begbie con alguien pero normal con otros, es decir, que no es una condición del individuo, sino de la relación que establece con alguien? ¿Sufrirá el Begbie cuando llega a su casa? ¿Tendrá miedo de perder a su Renton?

    Ooooooh, Begbies, cuántos misterios esconden, y cuánto terror me inspiran…

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  • Bitstripeando, 2

    Bitstripeando, 2

    Ya me conozco: si dejo pasar más tiempo, la segunda parte de mi seudotutorial bistripero no va a salir nunca. Así que no espero más y la pongo de una vez por acá.
    Espero que la disfruten.
    Y quedo atenta por si tienen dudas específicas en las que les pueda ayudar ;)

    Lección 2 :P
    Lección 2 :P
  • Bitstripeando, 1

    Bitstripeando, 1

    Últimamente he estado jugueteando mucho con una aplicación que se llama Bitstrips. Consiste, básicamente, en hacer viñetas tipo comic a partir de muñequines hechos a imagen y semejanza de uno (y de los amiguis que también le entran al juego).
    La verdad es que me divierto mucho con el jueguito. Algunas personas me han preguntado cómo entrarle y se me ocurrió hacer un tutorial. Ya sé que hay varios en la red, incluso unos muy buenos, pero aquí va mi aportación. Como la estoy haciendo por partes, tendrá que ser en capítulos. Aquí va el primero de ellos :)

    bitsL1

  • La médium, la mesera y el humorista

    La médium, la mesera y el humorista

    medium

    A veces pienso que el trabajo del creador (escritor, músico, pintor, cineasta) es similar al del médium: que consiste en darle cuerpo (con ectoplasma o con una obra, según el lado del símil) a elementos etéreos e inasibles, fantasmas o emociones humanas. Cuando se consigue, cuando el espíritu del muertito habla a través del médium (es decir, cuando un lector, escucha, espectador, etc se identifica con la obra) la satisfacción es enorme. De verdad. Y a veces no sabemos muy bien cómo lidiar con satisfacciones enormes, por lo que es fácil perderse y cometer burradas.

    Me explico: en la escuela no nos enseñan a lidiar con el éxito, el diez es nuestra obligación y cualquier calificación inferior a esa se tolera mal o bien (dependiendo del profesor y los padres) pero no se festeja. En las justas deportivas se espera que aplastemos al contrario o que inclinemos la frente si perdemos y que aguantemos vara («ser buen perdedor») pero no se nos enseña, por lo general, a ser buenos ganadores también: a ser generosos con el contrario o con la porra que fue a aclamarnos por pura buena onda. Es más: para muchos de nosotros todavía es una bronca complicada aprender que no todo en la vida es competencia: que si X publica un libro no me está arrebatando a mí la publicación, y que si a Y le gusta el libro de X no significa que mi libro haya perdido un lector (eso, para poner el ejemplo literario, pero pasa en todos los niveles: desde los asesores telefónicos hasta los ministros religiosos).

    Esa actitud me incomoda mucho. Para empezar, si alguien nos dice «me identifiqué con tu libro», yo creo que tendríamos que sentirnos agradecidos de que la persona le dedicó tiempo y nos concedió el voto de confianza necesario para quitar sus barreras emocionales y tender un puente de empatía. Sí, fue un chingo de trabajo, yo sé; pero es un chingo de trabajo que no vale de nada si no hay alguien que se le acerque y le dé vida con sus ojos (y/o sus oídos, manos, corazón, cerebro), ¿no?. Vamos, que sí tenemos mérito, pero también el muertito que se manifestó y también la persona que nos dice «¡ey! ¡esa es la voz de mi muertito!». Un espíritu que habla y habla pero al que nadie quiere escuchar es una condena para un médium, pensaría yo…

    Claro, también puede ser que me equivoque y que estas ideas les parezcan absurdas a más de dos. Si fuera el caso, me disculpo: como les decía, no es algo que nos enseñen metódicamente y no hay una guía. O hay guías contradictorias: nos dicen que hay que ser modestos pero también nos dicen que hay que cacarear el huevo. Nos dicen que lo importante no es ganar, y nos dicen que la victoria sobre el oponente es lo único que cuenta. Nos dicen que somos parte de un todo y nos dicen que hay que ver por uno mismo y que todo Otro es nuestro contrincante en una lucha inmisericorde por la supervivencia. Está complicado.

    Sin embargo, por complicado que esté, tengo la sospecha que uno de los chistes de este asunto es que no hay una verdad absoluta: que lo que le funciona a uno no tiene que funcionarle a otro y que si uno elige la soberbia y la lucha inmisericorde no quiere decir que yo tenga que seguir el mismo camino a la de a hueivo (Claro, tampoco me voy a poner de tapete para esas personas, pero eso es por comodidad, dignididad e instinto de supervivencia). Y si opto por otro camino tampoco tendría que despreciar a quienes no creen en él o que se van por otro lado. Que cada quien lidie con sus poderes mediúmnicos como mejor le resulte.

    Ah, pero eso no quita que cuando uno encuentra ciertas guías se sienta inspirado y emocionado. Por ejemplo, ayer me tocó escuchar una anécdota sobre Alice Munro que me encantó: que había una cena de gala, de esas benéficas, y que uno de los asistentes le dijo a la mesera que lo atendía: «Me dijeron que la gran escritora Alice Munro es voluntaria en este evento. ¿Será aquella dama de allá, la del vestido de noche, el cabello esplendoroso, el mentón altivo?» Y que la mesera contestó, amable y sonriente: «Sí, ella debe ser». Luego la mesera terminó de levantar los platos sucios y se fue con ellos a la cocina. Y sólo después se enteró el comensal de que la famosa escritora, que sí era voluntaria, era precisamente aquella mesera que le recogió los platos.

    Me gusta esa historia más que todas las historias que me cuentan de escritores ácidos, listos para humillar al pobre mortal que no supo reconocerlos o todas las otras historias de bullying de escritores a sus lectores.

    Alguien me dijo que no me confunda: que Munro podía portarse así porque vivió otra época, una era anterior a las redes sociales. Que en la edad de la hiperinformación hay que cacarear el huevo, tomarle foto y subirla a instagram, compartir en youtube el video de cómo lo hicimos tortilla española, pagar un anuncio en facebook para «promover» el comentario de un amigo nuestro sobre qué buen huevo y qué rica tortilla y que luego hay que retuitear cada vez que alguien comparta la foto, el video o el comentario. Yo respondí que seguro habrá a quien eso le funcione, pero que a mí me abruma. Tampoco digo que hay que tirar a la basura el huevo, que conste. Pero ¿no se podría que nomás le compartiera la noticia del huevo a mis amigos para alegrarme con ellos, que si pongo el huevo en venta avise, sí, por si alguien quiere comprarlo, pero que luego pase a otra cosa, por ejemplo a preparar mi siguiente huevo?

    No sé, pues. Pero justo hoy en la mañana acabo de recordar un texto buenísimo de Ephraim Kishon acerca de la postura de los escritores ante la actitud de los lectores. Y como está divertidísimo y no lo encontré en la red, lo transcribí para compartirlo acá. Sé que mi choro ya estuvo larguísimo y soporífero, pero de veras, échenle un ojo, no se van a arrepentir):

    (Sin título, aparece como introducción a Arca de Noé, clase turista, de Ephraim Kishon)

    Estoy sentado en la sala de espera de la estación ferroviaria. Mi mirada escrutradora —la mirada del escritor nato— se pasea sobre las multitudes aglomeradas a mi alrededor. Estoy particularmente interesado en un caballero sentado frente a mí, que lee el diario del día. A la verdad, sólo lo observo a él. Lo que lee es la edición del viernes donde apareció ese relato olvidable que si no me equivoco es creación de mi intelecto.
    Por esta vez, experimento una curiosidad auténtica. Conozco cada línea impresa de ese ejemplar y sigo con ansiedad las maniobras que realiza con su diario el lector desconocido. Según lo que escoja en primer término, podré descubrir su nivel de educación, su opinión política y, hasta cierto punto, sus problemas biológicos. Algunas personas empiezan por las noticias, otras por las críticas de cine, otras, en fin, por los suicidios. El lector es para mí como un libro abierto. Hélo ahí: el caballero ha llegado a mi cuento. Salta a la página siguiente…
    Este hombre, por ejemplo, es un idiota.
    Claro que no espero que lea mi cuento; nadie puede obligarlo a hacer semejante cosa. Algunas personas han sido agraciadas con un sano sentido del humor, otras resultan ser débiles de entendederas, como ésta que tengo frente a mí. ¡No lo lea! Por favor, no necesito favores…
    Tengo la penosa sensación de encontrarme en presencia de un individuo cuyas exigencias intelectuales no están por encima de las de un niño de tres años. Debe ser algún pequeño comerciante o mercachifle. Les doy mi palabra de que me inspira compasión. Ahora está hojeando el diario en sentido inverso. Derecho… derecho… hacia mi cuento. ¿Y qué con eso? ¿Ello bastará acaso para que cambie la opinión formada que tengo respecto a él? ¿Sólo porque ha consentido magnánimamente en dedicar un poco de atención a mi cuento? ¿Es así como ustedes creen conocerme? No, damas y caballeros, para mí sigue siendo el mismo tipo repulsivo que siempre ha sido. No me dejo impresionar lo más mínimo por su talento, su excelente aspecto, sus ojos inteligentes…
    Naturalmente, no le guardo rencor. Al fin y al cabo, ¿qué daño me ha hecho? Se limitó a hojear con atención todo el diario para volver luego directamente a la sección más escogida del mismo. No hay nada de malo en ello. Por el contrario, revela un juicio metódico y una notable madurez ideológica.
    Aunque llegado a este punto debió haberse reído ya.
    En la décima o undécima línea está ese chispeante juego de palabras: allí por lo menos debió haber sonreído. Pero se limita a permanecer sentado, con su enorme cabezota calva, como si estuviese en un velorio. Un vulgar vividor. Lo único que le interesa es el dinero. ¡El dinero! ¡El dinero! ¡El dinero! ¡Repugnante! Yo no confiaría ni un centavo a sus manos peludas. ¡Vaya, ahora bosteza! Culpa de estos sujetos padecemos una inflación desenfrenada. Y las autoridades no mueven un dedo. Lindo estado, digo yo.

    ¡Se sonrió!
    ¡No me cabe la menor duda de que se sonrió! Vi claramente cómo se estremecía la comisura izquierda de sus labios. Es obvio que estos aristócratas son verdaderos expertos cuando se trata de ocultar sus auténticos sentimientos. Tiene un maravilloso dominio de sí mismo. Pero finalmente incluso él debió rendirse a la seducción del buen humorismo. Cada uno de sus movimientos destila dignidad y nobleza. Sabe tanto. ¡Es fabuloso lo que sabe!
    Aunque pensándolo mejor, me parece que no se sonrió nada, sino que se limitó a hurgarse los dientes amarillos con sus dedos manchados de nicotina. ¡Santo cielo, qué pedazo de bestia! ¡Un carnicero! Sí, eso es lo que es, un carnicero.
    ¡Tu lugar, miserable engendro, está en tu tenebrosa covacha, entre las medias reses de las que chorrea sangre inocente! Te imploro que dejes en paz el fruto de mi trabajo, que no lo contamines con tus ojos…

    Eso, suponiendo que sepa leer.

    ¿Por qué no? ¿Y si sólo estuviese simulando leer? Acaso no sea ésta más que una pantalla para disimular el crimen escalofriante que se dispone a cometer. Un tipo de tal especie es capaz de cualquier cosa. Fíjense en sus ojos. Hay algo siniestro en ellos. Su nariz… un pico de buitre. Sus orejas reflejan crueldad. Su cuerpo fofo y rechoncho está podrido hasta la médula. Y ahora que lo pienso mejor, ¿qué estará haciendo en una estación de ferrocarril? ¿Qué estará tramando su cerebro morboso? ¿Será acaso… un espía? Es muy posible. Cualquiera que sea capaz de leer mi cuento, el cuento que yo he escrito, son semblante tan lúgubre… ¡no es judío! ¡Te has disfrazado muy bien, muchacho, pero no podrás engañar a mi instinto! Debo presentar la denuncia a la policía: un sujeto sospechoso está rondando por la estación y no se divierte con mis cuentos; por favor, envíen en seguida un auto patrullero…

    ¡Epa, se está riendo!
    Está siendo literalmente sacudido por las carcajadas. Lo más probable es que hasta ahora no haya concentrado bastante sus pensamientos. Al fin y al cabo también él es humano, ¿no es cierto? Quizá se trata de un profesor distraído, con la cabeza llena de ideas sobre cuestiones nucleares. Aunque, para ser sinceros, su aspecto no es el de un profesor. Me recuerda más a un Juez de la Corte Suprema, o a un almirante, o a alguna otra cosa.
    Pero sea lo que fuere, cualquiera que pueda reírse con semejante entusiasmo al leer un cuento tan excelente es un honesto ciudadano, que Dios lo bendiga. Sólo ahora comprendo hasta qué punto pueden ser engañosas las primeras impresiones. ¿Dónde es posible hallar en nuestros días unas facciones de corte clásico como las suyas? Ojos perspicaces, plenos de generosidad y comprensión. Sus dientes inmaculados resplandecen a la luz del sol. Es un poeta. Ser humanitario de corazón ardiente, bienhechor, lector mío, me gustaría besar su frente singularmente ampliar. Quiero a este hombre. Me encanta su risa perlada. Porque es una personalidad. Dicho del país que tiene hijos como él y como yo. Estimado caballero, permitir que os llame Padre…

  • Banff de mis amores

    Banff de mis amores

    Prefacio: Pues todo parece indicar que me iré a una residencia artística en Banff, Alberta (Canadá) durante siete semanas en algún momento de este año. ¿O será del siguiente? En todo caso, no es como que me vaya a mudar, ¿verdad? Pero eso sí: es, al menos para mí, una cosa super wow. Les cuento por qué:

    Con Alberto y Fa en Banff
    Con Alberto y Fa en Banff

    1. Pasado remoto
    Cuando empecé a andar de novia con Alberto me advirtió que acababan de otorgarle una beca para pasar siete semanas en Canadá, escribiendo. Serían siete semanas que no nos veríamos y, si bien faltaba mucho tiempo, pues había que tomarlo en cuenta. Cuando al fin se llegó la hora y se fue al Banff Center le gustó tanto que hicimos mil malabares y al final pude ir a acompañarlo un fin de semana, justo cuando estaba el Word Fest (un festival literario bien chidito).
    De las historias de ese fin de semana, incluyendo el ataque del oso invisible, la odisea de las auténticas enfrijoladas, el episodio de los borreguitos asesinos y el intento frustrado de hacer agua de limón, he platicado ya muchas veces (y platicaré tantas como me pregunten, jo). La verdad es que me la pasé increíble aunque fueron poquititos días. Y pensé: Un día regresaré. A hueivo, un día regresaré.

    2. Pasado menos remoto
    Hace unos años invitaron a Alberto a participar en el Word Fest. Fue muy emocionante, creo que fue de las primeras invitaciones internacionales que recibió. Las cosas se acomodaron de tal forma que fuimos a aplaudirle mi papá, su esposa, mi hermano y yo. El show incluyó varios días en Calgary y, oh felicidad, varios en Banff. Así que se me concedió volver, ir a Lake Louise, observar una manada de antes, tomar el té en un hotel de harto postín y, claro, ver a Alberto en una lectura cuyo boletaje se vendió en ticketmaster. Neto. Y, aferrada que es una (sobre todo si es una con tantito TOC) pensé: Si ya vine una vez y ya vine otra, pues tengo que volver.

    3. Pasado cercano
    Este mes se cumple un año de que renuncié a un trabajo que sí, era demandante y a ratos estresante pero que me gustaba mucho. Una de las principales razones que tuve para dejarlo es que no se puede ser juez y parte y, precisamente por trabajar en el INBA, era imposible participar en sus Premios e incluso en las convocatorias de becas del CONACULTA. Y yo, luego de mis dos viajes como polizón a Banff, quería ya el mío propio. Yo sabía que los premios y las becas dependen de muchos factores, pero como con la lotería, lo primero es comprar el boleto. Así que fue la lejana pero atractiva posibilidad de conseguir la residencia de siete semanas en Banff lo que me animó a dar el brinco y dejar atrás la quincena estable: fue mi manera de comprar el boleto de esa lotería. Por supuesto, cuando salió la convocatoria de las residencias artísticas armé mi proyecto y lo mandé con mi bendición: sabía que había probabilidades de que me la dieran y que también había probabilidades de que no me la dieran; pero si no me la dan, pensaba yo, la vuelvo a pedir el siguiente año. Jum!

    4. Presente
    Hoy me entero que sí me seleccionaron para la residencia de siete semanas en Banff, como se puede ver acá. Yo sé que aún pueden pasar mil cosas (que se acabe el mundo, que me acabe yo, que se acabe Banff) que podrían impedir mi tercera visita (¡la primera por mis propios méritos!), así que aún no canto victoria. Pero me siento satisfecha, la verdad. Estoy muy, muy contenta. Y espero que todo salga bien, vaya a Banff y regrese con un libro nuevo y con más historias de la chilanga que se enfrenta a la vida salvaje (aunque ya aprendí que los borreguitos en realidad se llaman «antes», «alces» y «venados»: como los sobrinos del Pato Donald, que son Hugo, Paco y Luis, ¿no?)