Autor: Raquel

  • Mi mamá era espía (o Banamex enloqueció)

    tarjeta

    La semana pasada, que fui de visita a casa de mi papá, me dieron un sobre de esos de banco. Vi que tenía mi nombre y supuse que era la tarjeta de crédito que se me venció en julio y cuya reposición no había llegado. Abrí el sobre… y sí, era una tarjeta; pero no la que yo esperaba. Comencé a sospechar desde que vi que era una tarjeta clásica, cuando mi tarjeta vencida era una citi. Pero más llamó mi atención que decía «miembro desde 1977». O sea, sí, está bien empezar temprano la historia crediticia, pero estoy segura de que no abrí mi primera cuenta cuando tenía un año de edad (no tenía firma entonces, ¡ja!). Y bueno, sólo después de eso me percaté de que el nombre no era exactamente el mío: era una tarjeta para Raquel M de Castro, no para Raquel Castro M.
    Es decir, era una tarjeta para mi mamá.
    Eso en sí mismo no sería un problema, claro: ¿qué tiene de malo que las mamás tengan tarjeta de crédito? Pero hay un pequeño detalle: mi mamá está muerta.
    Ok, eso en sí mismo tampoco sería un problema: ¿qué tiene de raro que llegue una carta -o una tarjeta- un poco tarde, cuando el destinatario ya se mudó o, tristemente, ya falleció?
    Bueno, pero es que mi mamá murió en 1991.
    Y mi papá canceló todas las cuentas de mi mamá inmediatamente.
    ¿Tal vez no canceló justo esa, y siguió llegando…?
    Pues no, porque nunca antes, entre 1991 y 2015, había llegado una reposición de tarjeta para mi mamá.
    Por no hablar de que nosotros nos mudamos en 1993a la casa a la que llegó esta tarjeta nueva.
    O sea…
    ¿O sea?

    Llamé a Banamex para que nos explicaran qué diablos. Me trajeron en el servicio telefónico de una extensión a otra por más de una hora, y nadie me pudo ayudar:

    -Es de que no le podemos dar información a usted, porque no es la titular.
    -Es de que la titular de la tarjeta está muerta, joven. ¿No tiene usted una ouija?
    *Silencio incómodo*
    -Permítame la transfiero.

    ***

    -Mire, tenemos que la cuenta está activa, pero sólo le podemos informar a la titular.

    ***

    -No, la cuenta no está activa.

    ***

    -Nunca nos había pasado esto. En los dos meses que tengo trabajando aquí, nunca había visto algo así.

    ***

    -¿Está segura de que la titular… bueno… está segura de que…
    -¿De que se murió? ¡Claro que estoy… *retirando la bocina* Oye, papá, sí estamos seguros de que mi mamá se murió, ¿verdad?

    ***

    -Mire, señorita: la verdad es que nos preocupa que mi mamá sea un zombi turista en Europa, que se esté dando la gran no-vida, y que el cobro de todo el chistecito nos llegue a nosotros.
    *Silencio incómodo en la línea telefónica y mirada asesina de mi papá*
    Oh, pues, era una broma para aligerar la tensión…

    Total, que nos mandaron a cualquier sucursal porque eso no se podía resolver por fonqui.
    Y hoy fuimos a la sucursal. Nos dijeron que la cuenta no existe, que no la tienen registrada.
    -Oye, papá… ¿y si mi mamá fuera una espía? Ya ves que todo mundo le decía que tenía cara de rusa. ¿Y si era espía de la KGB, y fingió su muerte, y ahora está desfaciendo entuertos en Georgia…?
    *Miradas consternadas del empleado del banco y de mi papá*
    -Era sólo una idea…

    Reconozco que la idea es completamente ilógica: si mi mamá fuera una espía rusa, ¿para qué querría una tarjeta de un banco mexicano? ¿para qué hacerla llegar a casa de la familia que tenía cuando fingía ser maestra de literatura? ¿qué clase de misión habría implicado hacerse maestra de literatura y tener una familia en México, si era espía rusa? Por otra parte, podría haberse hecho espía después de ser maestra de literatura, y entonces, al tener que irse a Rusia, habría fingido su muerte acá, pero eso no explicaría lo de la tarjeta…

    Aunque se me ocurre otra opción: ¿y si esta tarjeta fuera de un mundo paralelo donde mi mamá sigue viva? A lo mejor el cartero se equivocó de dimensión, ¿no?

    Al final nos dijeron que no hay nada que hacer. Que guardemos en un lugar seguro la tarjeta «por si acaso» pero que no nos preocupemos porque no está esa cuenta en la base de datos. Ah, y que para que llegue la tarjeta que sí estoy esperando, la que se venció en julio, pues que llame yo por teléfono a cierto número que no es el que no viene en la parte de atrás de la tarjeta, elija la opción 5 y me atenderá alguien para que le diga a dónde quiero que me la manden.

    Todavía no llamo: temo que me conteste un reclutador de espías o mi mamá zombi. O mi mamá espía rusa. O mi mamá maestra de literatura que vive en un universo paralelo. O que me tengan esperando una hora mientras me pasan de una extensión a otra. Eso, sobre todo, me parece terrorífico.

    PD. Y ya en serio, ¿guardamos nomás la tarjeta o hay alguna cosa que debamos hacer?

  • Fierritos en los dientes

    Fierritos en los dientes

    brackets

    Tenía doce o trece años la primera vez que me sentenciaron a usar brackets. Que mis dientes estaban chuecos, dijo el dentista. Que podrían quedar derechitos si me ponían frenos. Yo no dije que no, pero tampoco me entusiasmé. Y no sé por qué, pero mi mamá tampoco se entusiasmó (quizá, pienso ahora, por la crisis: eran tiempos difíciles). Luego se nos vino la vida encima: cumplí quince, murió mi mamá, hubo cosas más importantes que traer fierritos en los dientes (siempre había algo más importante) y el tiempo se fugó a una velocidad sorprendente.

    Ya era el siglo XXI cuando mi boca se puso en huelga: de pronto me di cuenta de que mis encías estaban inflamadísimas y mi paladar se lastimaba con cualquier cosa. Lo peor fue un día en que, al inclinarme para secarme el cabello después del baño, un sabor a fierro me inundó la boca. No, a fierro, no: a podrido. Podrido leve y ferroso. Y no era un sabor, era un olor. Pero sabía. Osh, ni siquiera puedo explicarlo, pero estaba de la chingada. Así que me asusté y fui con un dentista que dijo que mi mandíbula inferior no había crecido al ritmo del resto de mi cuerpo (¿por qué la mandíbula inferior y no, digamos, la cintura? ash). Que por eso mis dientes de abajo estaban apiñaditos. Que él proponía fracturar en dos zonas la mandíbula para hacerla cuadradita en vez de triangular, acomodar los dientes y cortar las encías que estaban sobrececidas. Que sería un año jodido, pero que luego estaría yo fantástica y feliz.

    La verdad, me dio culito (una forma de miedo que no tiene que ver con los fantasmas). Así que le dije que yo lo llamaba luego y huí. Me dediqué a la negación mientras mi boca seguía su camino a la perdición. Un par de años después fui con otro dentista. Me dijo que si no me atendía YA, en cinco años empezaría a perder dientes. Su propuesta era separar la encía, raspar el hueso y volver a coser la encía. Por supuesto, me dio culito. Menos que la propuesta del quebrantahuesos, pero igual dije «ái luego le hablo». Y volví a mi negación.

    Volvieron a pasar los años. En 2011, en plena fiebre del group-on (fiebre mía, no sé cómo funcione con el resto de la gente), un día que estaba buscando masajes o manicures con descuento, encontré un paquete dental con rebaja de 70% o 50% o algo %. Suficiente porciento como para animarme. Era limpieza y  diagnóstico, con radiografías incluídas. Me latió la idea y lo compré. Fui a consulta con la doctora Astorga, toda recelosa yo, y me encontré con la dentista más dulce y paciente a la que le haya confiado mi boca (y miren que no son pocos, de verdad). Me puso anestesia tópica sabor a fresa antes de ponerme la inyección de anestesia a la hora de limpiar los dientes. No me regañó. Me sacó las radiografías antes de hacer un diagnóstico. Me dijo que había que limpiar dientes y encías pero por etapas, conforme se fuera desinflamando la hinchazón iríamos bajando hacia la zona más jodida. Y dijo, claro, que había que poner fierritos. Sin fracturar, cortar encía o raspar hueso. Pero que sí había que enderezar los dientes, no por vanidá, sino para que me pudiera yo limpiar las zonas que entonces eran imposibles de alcanzar con el cepillado normal.

    Le apliqué la del son de la negra: dije que sí, pero no dije cuando. La limpieza empezó de inmediato y, meses más tardes, volví a tener encías normales. Pero nada de fierritos.

    Mientras siguió la vida: terminé una novela y luego otra y otra y otra; me titulé; etcétera. Un día me di cuenta de que ya no era yo la simpática posponedora que dejaba todo inconcluso. Ahora soy una persona que termina lo que empieza, me dije ante el espejo, y me sonreí. La sonrisa que me devolvió el espejo me hizo recordar el gran pendiente desde que tenía doce o trece años. Madres. Si de verdad soy alguien que termina lo que empieza, debo enfrentar al demonio de los fierritos, me dije.

    Así que, desde julio, mi sonrisa tiene una buena cantidad de acero inoxidable o algo parecido. Hay días que duele mucho, pero en general ha sido mucho menos terrorífico de lo que imaginaba. Cuando estoy en la silla de la dentista para que me ajuste los cables siento un poquitito de miedo (seee, me da culititito) pero nada que ver con lo de antes. Y no he perdido un solo diente, ja.

    Obvio, es pronto para cantar victoria: si todo sale como está planeado, será hasta 2017 que me quiten los fierritos y tenga la sonrisa que he aplazado desde 1990. Pero está bien: por una parte, no tengo prisa; por otra, estoy segura de que voy a llegar al final (del tratamiento o de la vida, pero de que acabo, acabo).

    En fin. Ya ni siquiera sé por qué empecé a contar esto, si lo que quería hacer era una crónica de los hechos interesantes del último medio año. Y ni siquiera hay moraleja o final sorpresivo… Pero creo que quería compartir en este blog, que me acompaña desde 2002, el último gran pendiente de la época en que dejaba yo todo inconcluso. A lo mejor sería cotorro, como en plan irónico/metafórico, dejar esta entrada a medio

  • Casita nueva

    Casita nueva

    Hoy en la tarde estuve viendo un programa de tv sobre acumuladores… ¡No! ¡no hablo de piezas de automóvil! -me refiero a los hoarders, gente que se dedica a acumular objetos o, gulp, animales. Lo más terrorífico de estos casos es que todos empezaron con un grado más o menos normal de desorden y dejadez, pero en algún momento se les salió de las manos y ¡tómala!: casas llenas de piso a techo de periódicos, tuppers, acumuladores (ahora sí, de autos) o gatos.
    Impresionable que es una, corrí al estudio de Alberto para pedirle que nunca nos convirtamos en hoarders, ni siquiera de libros (bueno, bueno: unos cuantos libros más no harán tanto daño) y, platicando de las cosas que hemos ido dejando para después, salió a tema esta paginita.
    ¿Cuánto tiempo hace que no actualizamos la información de Acerca de este blog?, me preguntó Alberto.
    Años, admití.
    Lo genial de tener un Alberto es (entre otras genialidades que no vienen a cuento ahorita) que muy lindo él se puso a poner al día las partes estáticas de raxxie.com (si dan click a las pestañitas de arriba, verán que ya hay información de mis librines, aparte de que está actualizada la de «acerca de». También me ayudó a crear una página «de autora» en Facebook, para que las cosas relativas a mis proyectos literarios estén en un solo sitio (la página en cuestión está acáhttps://www.facebook.com/pages/Raquel-Castro-escritora/1382367392087875).
    Así que empezamos abril con limpieza de casita bloguera y con inauguración de casita feisbuquera. En ambas, por supuesto, son ustedes muy bienvenidos :)
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  • Festín de muertos: una antología de cuentos mexicanos de zombis

    Festín de muertos: una antología de cuentos mexicanos de zombis

    festin de muertos

    Desde que me acuerdo, cada vez que me gustaba un mueble en una tienda, pero que por algún motivo no ajustaba del todo a nuestras necesidades, mi papá me decía: «haz el diseño y se lo pedimos a tu tío Miguel». (Sí, mi tío Miguel es carpintero). Por su parte, mi mamá tenía una costurera de confianza y, cada vez que nos gustaba un vestido en una tienda, pero por alguna razón no era perfecto (estaba muy corto o muy largo, no había en el color que me gustaba o le sobraba encaje) me decía: «fíjate bien cómo es para que compremos la tela y vayamos con la modista». No pasaba todo el tiempo y también teníamos muebles y ropa de tienda, que conste. Pero la idea era que siempre existía un modo de obtener las cosas, incluso si no las había. Con el paso de los años se me quedó la costumbre.

    pvz2-iconPor eso, cuando Rafa Villegas y yo nos pusimos a platicar de una pasión compartida, los zombis, y vimos que no había una buena antología de cuentos mexicanos de muertos vivientes, me pareció lo más natural del mundo la conclusión a la que llegamos: armarla nosotros. Al principio parecía sencillo: hicimos una lista de autores a los que les teníamos  la suficiente confianza como para pedirles un texto sin tener una editorial interesada o un pago de por medio y abrimos una cuenta de correo para escribirles. Luego la cosa se complicó: ¿incluiríamos cuentos nuestros en la antología? Los dos nos moríamos de ganas, pero decidimos que no estaba chido: aparte de que se ve mal siempre queda la duda de cómo se eligieron los cuentos de los antologadores (suena un poco a dedazo, ¿no?).

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    Una vez resuelto el tema, la cosa se complicó todavía más: queríamos que hubiera equilibrio entre la presencia de autores y autoras, y también que hubiera representatividad de diversas regiones del país; pero también queríamos que hubiera calidad en los textos… y no teníamos nada qué ofrecer a los autores: ni una garantía de que la colección fuera a publicarse. Hubo autores que de plano nos ignoraron el mail, otros que de plano nos dijeron que no podían entrarle, otros que dijeron que sí pero al final dijeron que no y otros que nos mandaron sus cuentos. La primera versión de la antología nos parecía sensacional y estábamos súper emocionados porque de pronto teníamos mucho material de lectura zombi, inédito o poco conocido, sólo para nuestros ojos. Aquello era un festín.

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    Pero entonces la cosa se complicó más: después de proponer correcciones a los autores (esta parte es siempre muy delicada, porque a veces se trata de dedazos o inconsistencias, pero a veces implica meterse con la estética del autor o con la estructura de la historia, gulp), nos pusimos a buscarle casa a la antología. No les voy a contar cuántos «no» recibimos ni cuántos mensajes quedaron sin respuesta, porque eso es normal en el proceso de buscarle casa a un libro y nadie en su juicio debería tomárselo personal. Además, porque al final tuvimos una respuesta de ensueño: Editorial Océano se interesó. Nos dio el sí, como quien dice.

    oscuro

    Pro antes de brincar para festejar, la cosa volvió a complicarse: nosotros habíamos armado una antología de zombis pensando sólo en nosotros como lectores. La editorial nos abrió las puertas en su división juvenil. Nos vimos en la tarea ingrata y terrible de dejar fuera algunos textos que, por tono, temática, extensión o desarrollo, no iban con el perfil. Yo creo que fue la parte que más nos dolió a Rafa y a mí, sobre todo porque, de entrada, los autores nos habían dado sus textos con entusiasmo, profesionalismo y confianza, y venir a decirles «fíjate que siempre no» fue muy canijo. Muy. Hubo reacciones diversas, desde las más cálidas y comprensivas, que guardo como un tesoro en mi corazón (perdonen la cursilería, pero es neta) y que espero poder emular las próximas veces que vuelva a verme yo, como autora en esa misma situación (nadie que escribe está exento del «no») hasta unas que todavía me duelen cuando las recuerdo, aunque las comprendo y no las juzgo, pero ya mejor voy a cambiar de tema porque me estoy poniendo chípil.

    teddy z

    Lo que sigue es aburrido de leer, supongo (ilusa de mí, quiero pensar que lo anterior no lo ha sido). Esperar, revisar fichas, proponer últimas modificaciones, esperar, esperar, proponer portada (esperen, esa parte sí está chida: cuando de la editorial nos preguntaron si teníamos propuesta para la portada, me salió lo fan del trabajo de Richard Zela, a quien no conozco en persona, que conste, y lo propuse. El único dato de contacto que tenía de él es el que viene en su página web, pero con eso la banda genial de Oceáno Travesías tuvo, y lo contactó, y le interesó, y tenemos la portadaza de Richard Zela que ilustra esta entrada (acá abajo: una muestra del trabajo de Richard, tomado de su sitio web).

    Zombie zela

    Y lo que sigue es que ¡ya salió de prensa la antología! Y quedó tan pero tan bonita que me muero de ganas de que esté al fin en librerías, y de que todo mundo la consiga, la lea y la disfrute.

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    Y me muero también de gratitud, claro: a Rafa, por no haber quitado el dedo del renglón desde la primera vez que platicamos del asunto; a Alberto, por habernos aconsejado, pasado contactos (de autores y de editoriales), echado porras cuando más falta hacían; a los autores y autoras (los que al final quedaron en la antología y los que no); a Editorial Océano, por haber creído en esto; a los zombis y a sus fans.

    zombie1

     

    Por cierto: acá, en el blog de Rafa, pueden ver el índice y algunas fotitos de interiores de la antología ;)

     

     

     

  • Reyes Magos

    Reyes Magos

    reyes-magos

    Por supuesto, hoy toca recordar la víspera de Reyes de cuando era niña. Es curiosa la percepción del tiempo: si hacemos cuentas, lo más probable es que sólo haya sido realmente consciente de la emoción de la noche previa al seis de enero de un puñado de años (quizá de mis tres a mis once años) pero en mi recuerdo es una vida entera. Y sólo recuerdo el último regalo de Reyes: una barbie aeróbica, con su leotardo azul eléctrico, sus calentadores y sus zapatillas como de ballet (tonta barbie: seguro las rodillas se le hicieron pomada por no usar unos buenos tenis). Pero recuerdo vívidamente la mañana del seis de enero: recuerdo el momento de levantarme de la cama e ir, todavía a oscuras, al balcón, a ver qué había en mi zapato. Me gustaban más Los Reyes que Santaclós: como eran tres, podía pedirle una cosa distinta a cada uno. No es que me las trajeran, que conste, pero era bonito poder pedir por triplicado. Y lo que me gustaba más de ellos era que contestaban mis cartas. Oh, sí. Y no sólo las contestaban, sino que lo hacían con una tinta invisible que sólo daba a ver los trazos cuando calentábamos la hoja sobre el foco de la lámpara. Claro, eso no lo descubrí yo sola: fue mi papá quien tuvo la idea de ver sobre la lámpara esa hojita aparentemente en blanco… (No sé si pasó una sola vez o si ocurrió muchas: en mi memoria es como si cada día de Reyes hubiera habido cartita revelando una caligrafía clara y bonita sobre la hoja). Era magia, claro. No por nada eran Reyes Magos. Por eso podían visitar todas las casas en una noche, interceptar las cartas enviadas en globo y, sobre todo, evaluar si lo que uno necesitaba era realmente lo puesto en la carta o alguna otra cosa (la idea no era mía sino de mi mamá).

    Creo que dejé de creer en ellos dos veces. La primera vez fue a los nueve años, creo. Alguien en la escuela me dijo que ni Santa ni los Reyes existían. Se lo dije a mi mamá esa noche y ella me dijo, palabras más, palabras menos: «Existen para quienes creen en ellos. Si dejas de creer, dejas de existir para ellos y dejan de traerte regalos y dejan de existir para ti». Habíamos leído recién «El Clan del Oso Cavernario» (la habían leído ella y mi papá y me la habían ido contando)  y la idea de que alguien pudiera dejar de existir para otros, por pura fuerza de voluntad o por creencias, estaba fresca en mi memoria. Evalué la situación y decidí que nos convenía más a todos que yo siguiera creyendo. También decidí que eso explicaba que en casa de mi compañerita chismosa no hubiera Santa ni Reyes: primero ella había dejado de creer, entonces habían dejado de llegar, y si sus papás habían sido descubiertos dejando juguetes junto al árbol era porque habían intentado evitarle la desilusión…. Pobre de ella. Mejor no decir nada que la hiciera sentir peor, pensé. Así que a partir de entonces jugué al doble agente: en la escuela no creía en Los Reyes, ni en Santa, ni en el Ratón de los Dientes, pero en casa sí, y con fervor.

    La segunda vez que dejé de creer en Los Reyes tenía once años. Mi hermano se acababa de dormir y mi mamá me dijo que me vistiera, que íbamos a salir. Mientras caminábamos por la calle de Argentina, las dos solas, me dijo algo del tipo: «Tú ya sabes, yo sé que tú ya sabes, ayúdame a escoger tu regalo de Reyes». En cuanto acabó de decirlo me di cuenta de que, efectivamente, yo ya sabía y que no era una revelación traumática. Al contrario, estaba divertido. Emocionante. Estaba en la calle a una hora a la que nunca acostumbraba andar en la calle. Y cuando llegamos a la juguetería ARA (creo que era ARA) frente al Templo Mayor, ¡qué sorpresa! Había muchísima gente. Mucha mucha mucha. Y yo era la única menor de, no sé, veinte años. Me sentí madura e importante. Nos formamos y nos dieron una ficha. Mi mamá me dijo que pensara en qué quería yo y en qué podía querer mi hermano (¿será que ese año no hicimos carta?) y que, por si acaso, pensara en una segunda opción. Yo quería una barbie aeróbica. Había tenido una y la había odiado por tener los brazos extendidos, había cortado su leotardo para convertirlo en una especie de ombliguera y unos mallones. Pero luego me empezó a gustar su carita y decidí que era más bonita que las otras. Era tarde para mi primera Barbie Aeróbica, porque tenía un pie mordisqueado y el pelo enredado más allá de toda posibilidad de redención. Pero si podía tener una nueva seguro la iba a querer mucho y cuidar más. Para mi hermano creo que elegí un He-Man o algo por el estilo.

    Cuando al fin nos tocó turno pedí la barbie y sí hubo. Fiu. Regresé a casa toda emocionada, había sido genial ver el Templo Mayor de noche, y a tanta gente formada para comprar juguetes. Me sentía parte de un secreto. Yo era uno de los Reyes Magos.

    En la mañana desperté tempranito y muy emocionada. Vi la alegría en el rostro de mi hermano al explorar sus regalos y me descubrí yo también emocionada al encontrar la barbie aeróbica junto a mi zapato.

    Los Reyes no me traen nada desde hace mucho. Pero igual me emociono cuando pienso en la ida a dormir con los nervios de estar esperando una maravilla, la emoción tempranera al ver que sí sucedió, la carta con tinta invisible, el hecho de que hubiera regalos en el balcón (más que los regalos en sí mismos). Es tan placentero que ¿por qué iba a dejar de creer en todo eso?