Autor: Raquel

  • Había una vez

    Había una vez una niña que decía que no se iba a casar con nadie, a menos de que apareciera en su vida el Caballero Perfecto. Su madre (de ella, no del Caballero; claro) estaba desesperada, porque en el tiempo de la niña la misoginia era cosa seria, y una mujer sin marido no tenía derecho a tierras ni… a derechos, pues. Pero eso no se acostumbra decir en estos cuentos. No es polite, digamos. Así que su mamá estaba simplemente desesperada, y de desespero murió.

    El mismo día del sepelio llegó a casa de la niña (¿11, 15, 17 años? No tengo idea) su tío, el único hermano de su madre (quien por ser viuda sí tenía derechos; pero al morir los había perdido todos, menos el de yacer en el cementerio del pueblo).

    El tío, borracho y jugador, llegó con la firme intención de hacerse cargo de la sobrina y de su fortuna. Si además de todo la casaba (a la niña, no a la fortuna) se quedaría con la casa, los campos, los animales: todo lo que había pertenecido a su hermana; y además tenía planes para no tener que dar la dote. Las dotes eran el dinero que una mujer (o su familia) tenía que pagar para que otro hombre se hiciera cargo de ella. Habráse visto: además de conseguir puta, criada y preservadora genética, el hombre recibía dinero o bienes. Hay que admitir que quien lo haya inventado era un hombre inteligente. Perverso, sí, pero inteligente.

    Y claro, así era también el tío. Perverso e inteligente. Pero su sobrina no sabía nada de doblar las manitas: no por nada era hija de un mujerón capaz de mantener su fortuna -y hacerla más grande- en un mundo de hombres. Así que cuando el tío dijo que la casaría (horror) con el molinero (doble horror), ella (necesita un nombre, puede ser Exigentina) huyó de la casa.

    Aquí haremos una pausa: no sé si Exigentina realmente quería casarse con un hombre perfecto o si era el pretexto para seguir soltera. Me inclino por la primera opción, porque así es un personaje menos plano: es buena, pero exigente (como yo con la comida).

    Exigentina huyó, pues, y caminó días y días, hasta que llegó a un campo de girasoles. Tenía sueño y se durmió entre las flores. Cuando despertó el dinosaurio todavía estaba ahí (no pude evitarlo, mis dedos musgosos están posesos. Pero va de nuevo)

    Cuando despertó, era de noche. Y cerca de ella, dos personajes, a los que no podía ver, hablaban entre sí.

    –Si por deberle dinero me convirtió en ratón, ¿qué me hará cuando sepa que perdí el frijol de plata? –decía una voz aguda y veloz.

    –No te quejes. A mí me convirtió en sapo por no regalarle la manteca. ¿Sabes qué me hará cuando sepa que perdí la llave?–contestó una voz lenta y profunda.

    –¿Qué haremos? Recuerdo que el frijol de plata lo guardé en una cajita y que la metí en algún lado, pero no sé donde.

    –Yo sí sé donde está la llave: la amarré a la raiz de algún herbajo, cerca de la entrada de la casa. Pero no tengo manos, nunca terminaría de arrancarlos todos.

    Las voces siguieron platicando y así Exigentina se enteró de que estos ex-humanos trabajaban para una bruja. Y que la llave abría una puerta en un tronco seco dentro del cuál estaba un ser horrible, más feo que el sapo. Y que el frijol de plata, sembrado en tierra negra y regado con lágrimas, daría la planta necesaria para que la bruja se hiciera reina. Cómo, eso no lo dijeron. Más bien comenzaron a pelear y Exigentina se volvió a quedar dormida. Despertó de día, y se encontró a pocos pasos de una casita con las paredes cubiertas de escamas de pescado. Era la casa de la Bruja.

    (continuará someday)

  • Mutaciones

    Yo creo que la radiación sí nos está haciendo daño. Tantos celulares y hornos de microondas y bombas atómicas y maíz transgénico y todo eso, seguro está causando daños en nuestro equilibrio genético

    Pongo por ejemplo a Rasabadú, mitad col de bruselas y mitad dragón de papel (por cierto, su historia del dragón me hizo llorar, bujú).

    Pero -claro- ese es un ejemplo bastante obvio: cualquiera se da cuenta de que un ser mitad dragón de papel y mitad col de Bruselas tiene algún tipo de problema.

    Hay otros más sutiles y, por lo mismo, más escalofriantes. Y no voy a hablar de mis propias mutaciones, porque mis detractores dirán que se deben a mi sangre extraterrestre y a mi afición a comer dulces de plutonio.

    No: hay cosas peores, mucho peores, y lo más terrible es que nadie parece darse cuenta, nadie hace nada.

    Hoy en la mañana llegué aquí, mi sacrosanto trabajo, y me encontré con que el chavo de seguridad (que es muy lindo, me deja entrar aunque no traiga credencial si le invento un buen pretexto) tenía una cosa extraña en la cara. Era como una herida, una abertura como hecha con arma cortopunzante (portocunzante? cunzoportante? torcozunpante?), con unas cosas blancas, como piedritas. Digamos que si no fuera un elemento de seguridad, diría que era una sonrisa.

    (This is becoming silly. Estuve a punto de borrar todo el párrafo del chavo de seguridad, pero lo voy a dejar como muestra de absurdez. Vamos de nuevo al tema, y esperemos que esta ocasión salga de mis dedos enmusgados algo más lógico).

    Hablábamos de las mutaciones. Dicen que las palomitas echas en microondas son especialmente malignas y que quienes las consumen desarrollan nuevas extremidades, o el gusto por las convenciones de strip chess (es como el strip poker, pero es ajedrez: si te comen una pieza, te quitas una prenda).

    Pero más grave es que generan poderes extraordinarios: ven más allá de lo evidente, o recuerdan pagar a tiempo sus deudas con Hacienda.

    (This is becoming silly… again)

    En realidad, quería hablar del Hombre-Cocodrilo que conducía el auto que iba junto a mío hoy en el Viaducto. No le dije nada a Alberto para que no se asustara, así que no lo vio; pero puedo asegurarles que fue una cosa terrible de ver.

    Ya acabé de trabajar hoy. Parece que sí me van a validar acá el servicio social. Así que mejor me voy y desde la tranquilidad de mi hogar tal vez pueda escribir cosas menos absurdas.

    Por cierto, Deíctico no ha vuelto…

  • La lengua color verde cielo

    Rax niña (siete años, chimuela, cabello largo y fleco disparejo por su último intento de auto-estética) descubre, minutos antes de irse a la escuela (segundo de primaria, tablas de multiplicar y ‘I just call to say I love you’ en la clase de inglés), que tiene la lengua de un color verde cielo intenso.

    Rax niña decide probar si la lengua color verde cielo tiene alguna función interesante. Para eso, lame todo lo qu hay a su alrededor. Sorpresa. Todo queda teñido de verde cielo, un color móvil, con ocasionales nubes (tenues, de reflejos anaranjados). Además, todo sabe a cielo. A cielo verde.

    Eso puede ser muy útil a la hora de comer betabeles, que en su color normal saben espantoso. Y los betabeles verde cielo deben saber… a cielo, ¿no?

    Paréntesis: el sabor del cielo es… un sabor alto y fresco, inquieto o apacible según el momento. Pareciera que el paladar se dispara hacia arriba. Un sabor de aleteo de palomas. No estoy segura, tendrían que probarlo.

    Cierra el paréntesis.

    Rax niña va a la escuela. Raúl Bustamante, su compañero de banca, le jala el cabello. Ella, en automático, le saca la lengua. Raúl se ríe de la lengua verde cielo. Revuelo. Todo mundo viendo a Rax niña como freak de circo.

    Rax niña se chupa la yema del índice derecho. Luego la del izquierdo. Se pasa los dedos por los omóplatos y -por supuesto- NO le sale de ahí un par de alas color verde cielo. ¿A quién se le ocurre?

    Lo que sí sucede es que la maestra pone orden y les pide a todos que hagan un dibujo. Y Rax niña solamente saca la lengua y la pasa por el papel. Se dibuja sobre éste un paisaje celeste (verde celeste, claro). Queda tan bonito y se antoja tanto dibujar con la lengua, que todos la imitan; pero no furula: sólo quien tiene la lengua color verde cielo puede hacer such a thing.

    Y bueno, lo que sigue es obvio. Los compañeros que la molestaban cinco minutos antes, ahora la aclaman y le piden que pinte algo con la lengua en sus respectivos cuadernos. El día termina en victoria.

    A la mañana siguiente, la lengua de Rax niña es de nuevo normal. Pero un gato pequeñito, pequeñito (de unos diez milímetros) duerme sobre la almohada. Tampoco será un día rutinario.

  • ¿Ven que no miento?

    Ora resulta que los posts de los tres últimos días tienen eco al final de la página. Obra de Grr, sin duda.

    Recontra….!

  • Se llama Grr

    Podría pensarse que no es un buen nombre, que es difícil de pronunciar, o muy hostil. Pero si tuvieran en casa al visitante que tengo yo, verían que no hay mejor forma de llamarlo. Y que se aprende bastante rápido a pronunciarlo, así, con un sonidito gutural que se genera en el estómago (se siente como un pellizco por dentro de la panza) y que sube muy despacio, mitad sonido, mitad agrura, hasta salir por la boca dejando en el paladar la última ‘r’, vibrante y altanera.

    No sé en qué momento de la noche llegó Grr, pero amanecí con su nombre en la boca. Ya nomás al abrir los ojos (seis y media de la mañana), me di cuenta de su presencia. Le gusta aparecer de modos dramáticos. El de hoy incluyó un dolor de cabeza y a mi papá pidiendo que le diera no sé qué papel, que supuestamente estaba entre mis papeles. Horror de horrores: levantarme a esas horas a buscar papeles en medio de MI recámara. ¿Vieron Jurassic Park? ¿Vieron ‘Terremoto’? Bueno, eso da una ida de lo que es mi recámara.

    Hm. Encontré el dichoso papel mientras Grr me miraba con ojillos divertidos desde la cama. El muy infame se había acostado y tapado con MIS cobijas. Y bostezaba al arrebujarse.

    Volví a la cama, pero –claro– ya no pude dormir. Me paré a trabajar. Y nomás no puedo. Grr.

    Grr llega y me pone de malas. Irritable y chípil. Todo me da muina. Y Deíctico, causando insomnios lejos de casa.

    Grr.