Ay, ay, hacía más de un año que no escribía nada en este sitio. Lo siento mucho, pero la verdad es que hemos tenido un año bastante malo en cuanto a salud y acontecimientos a nuestro alrededor. Ya más o menos nos estamos recuperando, y por eso estoy aquí, pero nos fue tantito mal, o más que tantito.
La de arriba soy yo, claro, en compañía de mi papá y de su esposa. La foto la tomó Alberto, mi propio esposo. Con esto quiero decir que mi familia sigue aquí y eso me tiene aliviada y contenta.
Con ayuda de Alberto, estoy revisando este sitio y tratando de darle una limpiadita. Ahí voy, y espero ir publicando más, aunque sea de tanto en tanto. También me pueden encontrar de vez en vez en las redes y, sobre todo, en el boletín de correo electrónico que Alberto y yo hacemos. Se pueden suscribir gratis y recibirlo en su correo electrónico en esta página, o aquí directo:
El boletín se ha vuelto un complemento de nuestro canal de videos (que sigue como siempre) y la mejor parte es que no depende del algoritmo de una red social.
Para acabar, esta es la gatita Romy, que ya está más grandecita que en la foto de la portada, pero sigue siendo toda una princesita…, excepto cuando le da por mordisquear el brazo de Alberto, como se puede ver, o la cabezota de su hermano Chacho. Pero sabemos que lo hace jugando.
Y, bueno, aquí sigo, y me dará mucho gusto saber de ustedes, si se animan a venir hasta acá. ¡Muchas gracias por leer estas palabras!
Enfermalandia. Los últimos años han sido complicados para Alberto y para mí. Nada que pueda considerarse irremediable o fatal, pero igual ha sido un rollo lidiar con el paso del tiempo, que se traduce en achaques varios y pérdidas de todo tipo. El impacto más profundo llega con la muerte de seres queridos y admirados, cercanos o no; pero las pérdidas relacionadas con el envejecimiento también van dejando su contribución y, a la larga, son desgastantes. Y que conste que no es queja, porque a pesar de todo hemos tenido a nuestro alrededor a personas maravillosas que nos han echado más que la mano en momentos más que difíciles. Como se suele decir, «ustedes saben quiénes son» y tienen un sitio VIP en nuestros corazoncitos. En todo caso, lo que acabo de escribir es apenas una introducción a lo que me ha dado vueltas en la cabeza en los últimos tiempos: cómo cambia la cotidianidad cuando uno recibe un boleto para un viaje sin escalas a Enfermalandia. Ayer estuvimos Alberto y yo todo el día en el Instituto Nacional de Neurología y, mientras esperábamos a que mi trámite avanzara, pasé de la autocompasión a la autodeprecación y de regreso (y por muchas otras fases emocionales a las que se enfrenta una cuando no está permitido usar el celular en una sala de espera y, tontamente, no se lleva ni una libreta ni un libro y sólo queda observar alrededor). «Pobrecita de mí que estoy acá y no en otro lado» se convirtió en «Pobrecito de Alberto que está acá en vez de estar atendiendo sus asuntos» y luego en «Qué ingratitud la mía que me estoy sintiendo mal cuando esta persona a la derecha está obviamente en una situación mucho más complicada que la mía» para llegar al «Ay, ojalá nunca me toque estar en una situación como la de esta persona a la izquierda o como la de la persona a la izquierda de ella, que es quien tiene que cuidarla». Al fin medio terminamos el trámite y me dieron una cita para dentro de mil millones de años -justo un día que ya tenía ocupado en la agenda, pero ps ni modo de decir «ay, no puedo ese día, ¿no me lo cambia?». Y entonces me di cuenta de que cuando uno está en Enfermalandia todo lo que era uno antes de entrar realmente no importa, porque el diagnóstico no se hace a partir de tus lecturas favoritas, lo cargada que esté tu agenda o tu grado de estudios; y no importa cuánto te apapache y consienta la gente que te quiere, hay momentos en que no hay más que plegarse a la maquinaria bien aceitada de un sistema eficiente pero sobrecargado -y ni me quejo porque en verdad que sé lo afortunada que soy al poder mirar a mi alrededor y pensar y reflexionar sin que un dolor permanente me nuble la razón, como a la persona que estaba adelantito de mí, que me hacía pedazos el corazón con cada gemido. Y es que ser ciudadano de Enfermalandia a veces es como tener doble nacionalidad y nada más vas cada cierto tiempo, pero hay quienes lo tienen como trabajo de tiempo completo -un trabajo ingrato porque no paga-; y cuando estás ahí no importa lo compleja que sea tu identidad ni las muchas facetas que tenga, porque tu rol de persona enferma o de «pariente responsable» absorbe todo lo demás y mientras estés ahí, eso eres (y asumen que con sólo serlo te vas a aprender todos los protocolos y se te va a actualizar el chip con el mapa exacto del instituto, sus horarios y los reglamentos de cada área). Ay, pero entonces, como decía, terminamos con nuestro trámite y sí, somos afortunados porque el presupuesto nos permite tomar un taxi en la puerta del Instituto y mi estatus como ciudadana de Enfermalandia no me impide platicar con el taxista y hasta sentirme halagada cuando pregunta quién de los dos es el Paciente y que cuando le digo que yo él agrega que no lo parezco paciente, que me veo muy bien. (Ya después pienso que eso es parte del problema para muchos ciudadanos de Enfermalandia: que si no tienes cara de serlo, la gente no te trata con condescendencia -lo que es bueno- pero tampoco con comprensión o paciencia -lo que es bastante malo- y a veces hasta te toca un trato violento porque piensan que estás tratando de hacer trampa si te sientas en el lugar para personas con discapacidad porque «no tienes cara de enferma».
Por otro lado, aunque mi relación con la escritura no ha sido tan fructífera como en otras épocas, estoy muy contenta porque ayer salió en Spotify el tercer episodio de un podcast de ciencia ficción que escribí para la editorial Loqueleo. Muy libremente basado en Los hijos del Capitán Grant y con sinceros homenajes a varios autores del siglo XIX y del XX (en especial a Artrhur C. Clarke), fue una experiencia padrísima, desde la planeación (donde Alberto me guió en el worldbuilding de una manera maravillosa), hasta la producción (con actores de voz increíbles y un trabajo formidable del estudio Chicas Ruidosas), pasando por una edición súper cuidadosa de Elena Bazán (quien, además de editar, llevó control de los tiempos de entrega y producción, el casting y mil detalles más que uno ni se imagina cuando escucha un podcast). Y bueno: cada semana sale un nuevo episodio de los diez que conforman El corazón de la Vía Láctea, y los anteriores se quedan ahí disponibles, así que pueden escuchar completa esta historia de aventuras en el espacio, amores complicados por la hormona adolescente y satélites terraformados en este enlace: https://open.spotify.com/episode/7oZAmzqA3anXvjKwKPEGhg?si=5ebbcdec860d4e29
Hice una pausa para ir a comer y cuando volví a esta nota, descubrí con espanto que ya no me acuerdo qué otras cosas les quería compartir. ¿Algo sobre los talleres que estoy dando? ¿Sobre mi cumpleaños, que será la semana que viene? ¿Algún chisme acerca de Pulgas y Morris o con respecto a unos gatitos que se han estado filtrando de forma extraña en algunas fotos mías y de Alberto? Misterio. Si me acuerdo, vengo y les cuento.
Alberto (mi esposo) me ha estado insistiendo en que publique más en este sitio. Como es la época navideña, le hago y caso y les dejo unos regalitos virtuales, para que se entretengan un ratito.
Estoy muy contenta: ya está disponible mi nueva novela, Desencuentros, que es la primera en varios aspectos: la primera que escribo expresamente para que aparezca como audiolibro; la primera que no es de literatura infantil o juvenil; la primera de romance (es decir, romance adulto); la primera que aparece directamente en la plataforma Storytel… Hay otras primereces, pero esas se las voy a contar en el programa de YouTube de la próxima semana, es decir, del martes 10 de octubre de 2023. Acá mismo lo podrán ver:
(Y si están llegando después de la fecha, ahí pueden ver la grabación.)
Desencuentros se puede escuchar directamente desde aquí si están en México (y, me parece, en Colombia o España). ¡Ah!, y si visitan la página, trae oferta: $99 por tres meses para escuchar mi novela y todos los demás audiolibros de la plataforma.
¡Muchas gracias a Atu Núñez y a René López Villamar! Y a ustedes, desde ahora, por si se animan a escuchar esta historia. La verdad es que me gustó mucho cómo quedó.
La semana pasada fui a ver la peli Barbie, de Greta Gerwig, con la maravillosísima Margot Robbie como protagonista y Ryan Gosling haciendo de Ken. Mientras escribo estas líneas, en redes sociales aún no cesa el pleito a causa de esta película, pero empieza a amainar (en unos días, la cruenta batalla en redes se deberá a cualquier otro tema). Obviamente, el problema no es si les gustó o no la trama / el casting / el «mensaje» / el diseño de producción / lo que sea; sino que parece que si alguien no piensa igualito que uno de inmediato se convierte en el enemigo en turno. Ya si el siguiente pleito nos pone del mismo lado de la línea, peque lo veamos como aliado y olvidemos de momento las «ofensas» y «traiciones». Qué lejos parecen quedar aquellos tiempos en los que uno podía decir si algo le gustaba o no y seguir tan amigo con alguien que opinara distinto o que ni siquiera tuviera interés en el tema. En todo caso, no era ese el punto del que yo quería platicarles acá.
Es decir, sí quería hablar de Barbie, pero no necesariamente a partir de la película. O bueno, sí quería hablar de Barbie debido a pensamientos que me revolotean en la cabeza a partir de que vi la película, pero no exclusivamente relacionados con ella.
Y es que yo siempre he sido una fan total de Barbie, a excepción de los tres días durante mi pubertad en los que decidí que ya era grande y me deshice de mi colección completa (ay) y un ratito en la uni en que me dio por «odiar todo lo femenino» (?). Y ahora me doy cuenta de que, incluso en esos momentos, era la importancia de las barbies en mi vida lo que hizo que me pusiera tan perruchis en su contra: hay momentos en la vida en los que necesitamos definirnos no a partir de lo que somos, sino de lo que ya no queremos ser (por eso en la adolescencia podemos ser tan crueles con las personas que antes fueron nuestros modelos a seguir, creo yo).
Con todo, después de cada uno de mis periodos anti-barbie siguió una reconciliación y una nueva luna de miel. La de mi pubertad fue amarga porque ya no pude recuperar las muñecas de las que me había deshecho, cosa que hasta hoy lamento; y no porque fueran muñecas gold o platinum label, sino porque cada una de ellas tenía algo especial para mí. Por ejemplo, con la Barbie Aeróbica tuve una historia de odio – amor que incluye la última vez que Los Reyes Magos me trajeron un juguete; mientras que la gargantilla de terciopelo negro con camafeo que traía el vestido de la Barbie Angelface me causaba una fascinación que hoy me hace sospechar que la darquitud estaba agazapada en mí mucho antes de lo que sospechaba. La carita de la Barbie Dulces Sueños era de lo más tierna, y una muñeca de la línea Bárbara y Lilí siempre la hacía de villana por la fuerte mirada de ladito que se cargaba. Creo que mi primera barbie fue una vaquera que me trajo mi papá de San Antonio (si no la primera, seguro una de las muy primeras, junto con la Golden Dream, que tenía una capita/falda de gasa dorada que conservé hasta el final de esa etapa de mi vida) y la última debe haber sido una Midge (la amiga de Barbie que en otro momento fue embarazada), pelirroja y pecosa y con unos horribles patines de hule pero una lindísima minifalda y chaleco de mezclilla. Una búsqueda veloz en google me arroja datitos simpáticos: es una muñeca de 1987, así que probablemente me la compraron cuando yo estaba ya en sexto de primaria.
La segunda etapa de mi vida con Barbie comenzó con el nuevo milenio (si es que empezó en el año 2000; siempre me hago bolas con esas cosas). Fue un set de Los Locos Addams que a la fecha me parece una preciosidad. Tengo barbies de interés rock/punk/dark, barbies tatuadas y barbies «empoderadas» (por decirlo de algún modo). Cada cierto tiempo se me ocurren motivos como para deshacerme de ellas o sentirme incongruente por tenerlas, pero a los pocos días encuentro motivos para conservarlas y sentir que no hay incongruencia en ellas (o en mí): que es parte de lo que significa para mí ser mujer en la época que me tocó vivir, y justo porque ser mujer implica tantas contradicciones es que las veo en mis muñecas cada tanto. Eso sí: aprendí luego de la Gran Purga de 1988 que, por muchas ganas que sienta de deshacerme de ellas en un momento dado, siempre es mejor esperar algunos días, para que cuando llegue el arrepentimiento (siempre llega) ellas sigan aquí.
Por cierto: mi fijación con Barbie está presente en varias de las cosas que he escrito; más notoriamente en mi primera novela, Ojos llenos de sombra. Les comparto el pasaje en cuestión:
Me quedo con la boca abierta: mi cuñada viene perfectamente disfrazada para una fiesta oscura en Cuernavaca: faldita de tul, corsé, unas botas de temueres. Sé que no debería sorprenderme: una de las poquititas veces que ha ido a una de nuestras tocadas iba tan producida que la gente creía que la vocalista era ella y no Ofe. Cuando le dije, se rió muchísimo.
—Mira, neni, es como las barbies. Cuando Barbie tiene que ir al espacio, se pone su outfit de Barbie Astronauta; cuando le toca trabajar se pone de Barbie Oficinista; y así. No se trata de si eres oficinista o astronauta o dark: lo importante es que estés lista para cada ocasión y que seas la más guapa siempre.
Esa es su filosofía de la vida y lo que sea de cada quién es congruente con ella, la verdad. Además, de veras se porta como una barbie: sonrisas para todo mundo, abrazos como si nos adorara.
Para terminar: si tienen chance, vean la peli. Si les gusta tanto como a mí, ¡buenísimo! Si no les gusta, ¡buenísimo también! Sus razones tendrá cada quién y lo enriquecedor sería poder compartirlas sin terminar en gran pleito, digo yo…