Un martes

Amanece. Suena el despertador y abro los ojos. Los vuelvo a cerrar. ¿Qué clase de persona pone el despertador a las 6.15? Yo, por supuesto. Pero lo hago de noche, cuando estoy cansada y las neuronas no me funcionan del todo (especialmente desde que me quedé sin cerebro). Así que el despertador podría tener un poco más de sentido común e ignorar esa orden realizada sin tener pleno dominio de mis facultades mentales.

En fin. El despertador suena de nuevo a las 6.20, 6.30 y 6.45. Me levanto entonces, con la sensación de que la vida se está yendo muy aprisa, muchísimo, y que si no me quedara dormida 30 minutos a partir de que suena el despertador, ya tendría alguno de los proyectos concretados.

Claro, para levantarme a las 6.15, tendría que irme a dormir a las 10, y entonces, de todos mdoos no tendría tiempo de concretar nada (quizá porque, para empezar, los proyectos son fantasmas nebulosos, y no tienen aún ni pies, ni cabeza, y quneu tuviera tiempo, no podría concretar gran cosa).

La vida, señores, se me escapa. Apenas ayer era una chamaquita de 27 años. Hoy, sigo teniendo 27 años, pero no me siento chamaquita: me siento una anciana desvelada, con dolores varios (muñeca, espalda, cabeza, ojos, garganta, etcétera).

Hace un poco, era una aprendiz, entrando a un trabajo temporal ‘en lo que acaba la huelga’. Hoy, llevo como cinco años en el trabajo temporal, soy la más antigua de los guionistas de este programa… claro, sigo siendo aprendiz, pero hay quienes creen que me las sé todas (y me aterra que crean que tengo tanta expertición).

Creo que este blog está por llegar a un punto muerto. Creo que es casi hora de una pausa.


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