Categoría: Varia invención

Todo lo que no cae en otras categorías. O bien: pura loquera.

  • Del archivo…

    Gracias a los que visitan. Gracias de veras, por dejar sus comentarios. Sépanse que son ustedes -y nadie más- responsables de que yo regrese por acá de vez en cuando.
    (He visitado sus blogs, pero ahora soy La Que Lee en Silencio).
    Y bueno, no más sentimentalismos.
    Va un texto sacado del archivo, que me publicaron en la revistuca 24xsegundo hace ya más de varios meses.

    MEMORIAS DE UN HADA MODERNA
    Por Raquel Castro (o sea yo)

    Esta que veis aquí, de mirada endurecida (y ojos rojos, como si hubiera fumado alguna yerba ilegal) y de talante amargo, no es sino Madrina, el Hada. Sí, mis sorprendidos lectores: yo, que le di sus mejores momentos a Cenicienta; yo, que le di vida de niño real a Pinocho; yo, pues, el Hada más famosa del mundo de los cuentos, me he convertido en estas ruinas que veis.
    Y como el «veis», «estáis» y cosáis por el estilóis ya está pasado de moda (como el trabajo que solía desempeñar) mejor será que les hable directo y al grano. De frente y sin sangronadas, pues.
    La historia de mi caída en desgracia no es sencilla, ni breve. Tampoco es divertida. Pero se las comento porque sigo pensando, pese a todo, que de lo que nos pasa a las hadas se puede sacar un aprendizaje, y así no podrán decir después que no se los advertí.
    Así que comienzo sin más preámbulos:
    Después del sonado divorcio de la Bella Durmiente (el Príncipe Felipe adujo que ella no se hacía cargo del castillo, por estar siempre durmiendo), sumado a que Cenicienta dejó a su marido por uno de sus deshollinadores («somos almas gemelas», dijo) se corrió el rumor de que yo era quien traía la mala suerte. ¡Yo! Como si yo tuviera que ver de alguna forma con las estupideces que a ellos se les ocurren. Pero no hay argumento que valga cuando las revistas de chismes se meten: en una de ellas, apareció una foto de la última convención de magia a la que asistí, y -horror de horrores- en la foto estaba yo, un poco pasada de copas, es vedad, bailando con David Copperfield. El escándalo no se hizo esperar: la Schiffer me acusó de bajamaridos y la LIDECUAC (Liga de la Decencia de los Cuentos, Asociación Civil) declaró que mi influencia maligna estaba terminando con la unión familiar. No recibí apoyo de mi sindicato: Merlín lleva tantos años de líder vitalicio que ya ni siquiera se acuerda de para qué creamos la Unión de Magos, Brujas, Hadas y Otros Trabajadores de la Magia. Cuando le preguntaron sobre mi caso, dijo que ni siquiera me conocía, y eso que yo le regalé su primera varita mágica. Así son los políticos, lo sé, pero no deja de doler.
    Para no hacerles el cuento largo, me fui del País de los Cuentos. Estaba consternada. Me encerré un largo periodo en un chalet suizo (que construí con la ayuda de mi varita mágica) y me dediqué a reflexionar en cuál había sido mi error.
    Incluso le pedí consejo a varios de mis antiguos amigos, pero algunos ni siquiera me tomaron la llamada. Primavera me visitó una vez, a escondidas de sus hermanas Flora y Fauna, y me platicó un par de chismes. Nada que ustedes no sepan ya: que si Ricitos de Oro es anoréxica y ya no se quiere tomar la sopa; que si Aladino anda de un genio de los mil diablos… Pero entre copa y copa (sí, me he vuelto un poco aficionada al vino, y Primavera lo es desde hace mucho, mucho tiempo…), hablamos de mi gran duda existencial: ¿qué le está pasando al País de los Cuentos?
    -¿Qué quieres que le pase?-me dijo de mal modo Primavera-Pues que antes el mundo real trataba de parecerse al país de los cuentos, y ahora es justo lo contrario. La culpa es del señor ése, Walt Nosequé.
    Me atraganté: ¿culpar a San Walt Disney, nuestro amado padre espiritual? ¿Olvidar su apellido?
    -Tu problema es que sigues siendo una ingenuota-me espetó-. Pero no estamos hablando de eso. Te decía: toda la culpa es de ese señor porque nos obligó a volvernos asquerosamente dulces. ¿De qué crees que murió Gepetto? ¡Diabetes! Aunque los medios lo oculten.
    No supe qué responder, así que ella siguió.
    -¿No te acuerdas cuando nuestro mundo era bárbaro y sangriento? ¿Cuándo una hermanastra malvada se cortaba los dedos de los pies, y la otra el talón, para tratar de usar la zapatilla de cristal? ¿No te acuerdas del castigo a las madrastras envidiosas? ¡Calentábamos los zapatos de plomo en la chimenea, hasta que estuvieran al rojo, y las hacíamos bailar en la fiesta de bodas hasta desplomarse! ¿No recuerdas…
    -Sí, me acuerdo. Pero eso fue hace mucho tiempo. Y a la gente no le gusta ver tanta sangre.
    Primavera se rió. Tal vez tiene razón, y soy una ingenuota.
    -Tendrías que leer más de historia. Los seres humanos son unos salvajes. Lo que pasó con ese Walt (y su hijo bastardo, el horroroso Esteban Espiel… Espil…¿berg?)… bueno, te digo: lo que pasó es que Walt llegó en buen momento, agarró a la gente en una especie de depresión colectiva, ¿no? Y luego, con sus guerras, pues más querían evadirse y pensar que la vida es bonita y todo eso… pero ya se aburrieron, ya se dieron cuenta de que las cosas no terminan con «y fueron felices para siempre».
    Mi amiga siguió hablando y hablando. Yo me sumí en mis pensamientos, pensando que, realmente, era divertido cuando los Ogros se comían a sus propias hijas, o cuando los campesinos destazaban a sus abuelas (ah, Nicolasón… cómo te echo de menos). Pero ¿qué tiene que ver eso conmigo, con mi caída en desgracia? Primavera adivinó mi pensamiento (no por nada es un hada) y me regañó:
    -Es obvio. El mundo real, instigado por Waltcito, quiso imitar el mundo de los cuentos. No lo lograron. Para colmo, el imperio de tu querido Disney, está en quiebra, o casi… Entonces, como quien dice, se frustraron, ¿no? Y en vez de seguir tratando de ser todos como personajes de cuentos, asumieron su ser bestia, que es mucho. Y ahí andan matando niños en las escuelas, y de erroristas, y vé a saber cuántas cosas más.
    -Se dice terroristas-le aclaré. Esos días me dio por leer los periódicos.
    -Como sea-continuó-. El caso es que a la gente de los cuentos, tan reprimida como estaba, pobrecita, le pareció de lo más emocionante copiar todo eso. Y por eso ya hay revistas de chismes, y programas de reality, y todo eso.
    -Pero…
    -Pero nada: como tú eres bien pasada de moda, en vez de aprovechar la publicidad gratuita de los medios ¿qué hiciste? ¡Venir a esconderte como un ratón!
    -Yo… bueno, es que… ¿qué podía hacer?
    -No sé: sacar un disco, poner una agencia de divorcio instantáneo, cualquier cosa. Ca-pi-ta-li-zar, querida.
    Suspiré. Quizá Primavera tenía razón. Pero ya era tarde para saberlo. Me despedí de ella, porque tenía que volver a casa, a hacer la cena para su familia muégano-disfuncional (ninguna de las tres se ha casado porque cuidan de una madre enferma, un hada demasiado gorda y deprimida como para trabajar en ningún cuento). Y pasé un tiempo dándole vueltas a la idea. ¿Habría forma de, como dice mi amiga, capitalizar mi desgracia? ¿A dónde ir para seguir vendiendo historias bonitas, rosas y fantásticas? ¿Qué clase de gente me podría seguir comprando el cuento?
    No tiene caso que les cuente cómo fue que me enteré que el Gato con Botas también había dejado Nuncajamás para dedicarse a la política. Ni les voy a contar cómo pude llegar a una audiencia con él y con Campanita, su actual esposa (es la segunda: antes se había casado con la Novicia Voladora, pero creo que no les funcionó). El caso es que me dio trabajo como asesora política, creadora de estadísticas y escritora de discursos en el país que gobierna. Día y noche uso mi varita para transformar cifras: ¿que hay desempleo? ¡varitazo mágico! El país tiene más chamba que nunca. ¿que no hay crecimiento económico? ¡a la varita! Ya hay un 7% más que el año anterior. Sí: estoy macilenta, mi talante es amargo y tengo los ojos rojos y endurecidos. Pero sigo haciendo lo que me gusta. Y a final de sexenio, capaz que me compro el País de los Cuentos, enterito, para poner mi propio rancho. Este negocio sí deja.

  • Un texto de E. Kishon

    Las casas están demasiado apiñadas, las calles se multiplican como los proverbiales conejos. ¿Dónde se pueden encontrar tantos nombres de calles, por amor de Dios? Los grandes benefactores de la humanidad han sido inmortalizados hasta el último de ellos; los héroes están cansados, y sólo quedan bocadillos históricos. Como el Congreso Sionista de Helsingfors. Sí, este era el nombre de la capital de Finlandia mientras los finlandeses podían pronunciarlo todavía.

    Con la lengua trabada en Oslomfunf

    Jamás habría ocurrido esto si Sulzbaum no hubiera descubierto que yo era el hombre ideal para el empleo. Hacía mucho tiempo que Sulzbaum estaba buscando a alguien con materia gris en quien pudiese depositar su confianza para ciertos asuntos; y ahora, después de las negociaciones que mantuvimos durante un tiempo, dio a entender de modo inequívoco que estudiaba seriamente la posibilidad de dejarme manejar el negocio.

    En esa tarde fatal lo llamé por teléfono y me informó que quería cerrar el trato y que si no tenía inconveniente, me esperaría de inmediato en su casa. Las palabras no bastan para describir mi alegría. Después de todo, Sulzbaum es Sulzbaum, y esto es algo que nadie puede negar. Por lo tanto le pregunté sin más dilaciones dónde vivía, y él me informó:
    -Calle Helsinfors 5.
    -Estupendo -respondí-. Estaré con usted dentro de cinco minutos.
    -Excelente?

    Me puse en marcha en seguida, pero apenas había dado unos pocos pasos me hizo detener en seco algo más inexpugnable que una barrera: había olvidado por completo el nombre de la calle. Lo único que recordaba era que comenzaba con una P…
    No me quedó otro recurso que entrar en una cabina telefónica y buscar su nombre en la guía. ¡En esta no figuraba ningún Sulzbaum! ¡Qué nombre! Para mayor seguridad, también lo busqué el a sección correspondiente a la Z. Nada. Me dije que debía tener un número nuevo. Por suerte lo había anotado en mi libreta, de modo que volví a llamarlo.

    -En realidad es algo tan gracioso que no hay palabras para describirlo -le expliqué-, pero he olvidado el nombre de su calle.
    -Helsingfors -respondió Sulzbaum-. Calle Helsingfors 5.
    -Magnífico…

    Ahora me había tornado más cauteloso, y no cesaba de repetirme: Helsingfors… Helsingfors… En un punto del extremo norte de la ciudad, detuve a un transeúnte.
    -Disculpe, señor, ¿pero podría decirme dónde queda…?
    -Lo lamento mucho -me interrumpió el hombre-, pero no soy de este barrio. Yo mismo estoy buscando la calle Uziel.
    -La calle Uziel -murmuré-. Casualmente sé dónde queda. Siga derecho y doble en la segunda hacia la derecha.
    -Muchas gracias -contestó el hombre, muy satisfecho-. Entre paréntesis, ¿qué calle busca usted?
    -Yo? -dije-, bien… resulta que en realidad…

    Créanlo o no, pero lo cierto es que la charla de ese individuo me había hecho olvidar una vez más del nombre de la calle. Lo único que podía haber jurado era que empezaba con S y que el número era 9 o 19.

    Para ser sincero, confesaré que me daba un poco de vergüenza volver a llamar a Sulzbaum, por temor a que me tomase por una persona con tendencia a olvidar los nombres de las calles. Forcé mi cerebro para recordar el nombre, pero por experiencia personal sabía que mi intelecto siempre rechaza las tareas que le son impuestas por la fuerza. En consecuencia, me senté en un café y me serené con la esperanza de que la inspiración se presentase súbitamente. Pero la única calle cuyo nombre volvió a mi memoria fue Shmaryahu Levin (que hasta entonces nunca había podido recordar, no sé por qué motivo). Yo sabía que indudablemente el nombre que estaba buscando no era Shmaryahu Levin, sino un nombre extranjero, y que de todos modos empezaba con L.

    De modo que llamé a Sulzbaum.

    -Hola -saludé-. Estoy en camino hacia allí. Quizá podría decirme cuál es el medio más rápido para llegar a su casa.
    -¿Dónde se encuentra ahora?
    -En la calle Ben Yehuda.
    -Bien, eso no queda lejos de mi casa. Lo mejor que podrá hacer será preguntarle a alguien que pase por allí.
    -Muy bien -asentí-. Y a propósito… ¿cómo se escribe el nombre?
    -Tal como se pronuncia. ¿Por qué?
    -Tengo la impresión de que aquí la gente no lo conoce. ¿Se trata de una calle nueva?
    -No mucho.
    -De todos modos, un nombre tan largo… -insistí.
    -¿Por qué? -respondió Sulzbaum-. Hay otros mucho más largos, como los de la calle del Sacerdote Matityahu o la calle de las Puertas de Nicanor, o la calle Akiba Kolnomicerko…
    -Es cierto. Pero el nombre de su calle es un verdadero trabalenguas.
    -Vamos, vamos. Uno se puede acostumbrar a él. ¿Pero por qué está tan preocupado de pronto por el nombre de mi calle?
    -Oh, por nada en particular. Simplemente pensé…
    -¿Viene para acá?
    -Sí. Llegaré dentro de cinco minutos.
    -Muy bien…

    Y colgó el auricular. Yo permanecí en la cabina. Quizá esos fueron los momentos más difíciles de mi vida. A partir de ese instante los nombres Sacerdote Matityahu, Puertas de Nicanor y Akiba Kolnomicerko quedaron grabados de forma indeleble en mi memoria, a pesar de que no tenían ningún interés particular para mí. Después de un rato, con movimientos lentos pero deliberados, disqué la S de Sulzbaum.

    -Hola -susurré roncamente-. ¿Cómo se llama su calle?
    -Helsingfors -siseó Sulzbaum con tono helado-. ¿Qué le parece si lo anota?

    Busqué mi bolígrafo, pero naturalmente no estaba en su lugar. Antes de que pudiese informarle a Sulzbaum que estaría con él dentro de los próximos cinco minutos, ya había cortado la comunicación. Pero no repetí los errores del pasado, y esta vez recurrí a la mnemotécnica.

    Helsingfors –musité para mis adentros, analizando el nombre-. La primera parte recuerda a la capital de Finlandia, Helsinki, en tanto que la segunda es casi idéntica a la palabra inglesa fourth (cuatro), y las dos están conectadas por una g, la séptima letra del abecedario.
    Era muy sencillo: Helsin/ki/-g-fourth, número 5.
    Llamé un taxi y le espeté al conductor:
    -Calle Helsingfors, número 5.
    -Helsingfors 5, repitió el chofer, y arrancó.

    Yo me recosté contra el respaldo del asiento y pensé en lo extraño que era que un intelectual de mi talla, que todavía recuerda las respuestas que dio en su examen de bachillerato, como por ejemplo la capital de la antigua Dacia era Sarmisegetuza, que tal hombre, insisto, cuyo cerebro es prácticamente electrónico, pueda olvidar un nombre tan sencillo como… como…

    -Discúlpeme -intervino el conductor, volviéndose hacia mí-. ¿Cómo dijo que se llama la calle?

    La desesperación más angustiosa me invadió cuando descubrí que había vuelto a olvidar ese maldito nombre. Lo único que recordaba era Sarmisegetuza. Busqué la solución más fácil y empecé a increpar al conductor, pero éste juró que en la esquina de la calle Frishman aún lo sabía.
    -Muy bien, no tiene importancia -mascullé, haciendo un esfuerzo supremo por mantener la calma. Tratemos de reconstruir el nombre de la calle. Pensemos con tranquilidad. ¿Qué es lo que usted recuerda?
    -Nada -respondió el granuja-, excepto que el número de la casa era 173.
    -¡Concéntrese, hombre, concéntrese!
    -Calle Zingman… Zeligberg… Zalmanovzki… algo parecido a eso…

    ¡De pronto recordé la meme… menmo… mnemotécnica! Estaba salvado. ¿Cómo era la fórmula? La capital de Noruega, o sea Oslo, g en el medio, y después un cinco en alemán, o sea funf…

    -¡Calle Oslogfunf 7! -grité al idiota.
    Reanudó la marcha y aceleró hacia el sur. Después de tres cuadras frenó y dijo:
    -Lo lamento, pero esa calle no existe.
    Sinceramente, yo había intuido desde el primer momento que esa calle no existía, pero la partida apresurada del conductor me desconcertó. Incluso sabía donde me había equivocado. No había una g en el medio. Veamos: Oslorfunf… Oslomfunf, no…
    -¿Y bien? -preguntó el chofer-. ¿Qué hacemos ahora?
    Le arrojé una mirada cargada de rencor y un billete de una libra, y me apeé. Llamé a Sulzbaum desde una cabina telefónica cercana.
    -Hola -exclamé-. Estaré con usted dentro de un momento. Me ha sucedido algo verdaderamente fantástico…
    -¡¡¡H-e-l-s-i-n-g-f-o-r-s!!! -rugió Sulzbaum-. Pero no es necesario que venga.
    Y cortó la comunicación.
    ¿Y a mí que me importa? Prefiero no tener ninguna relación con semejante persona. Al salir de la cabina descubrí que me encontraba en la calle Helsingfors, pero eso tampoco me turbó. Evidentemente no estaba yo destinado a trabajar para Sulzbaum. Pero me parece que no votaré a favor de la municipalidad actual. ¡Qué falta de tacto cometieron al designar una calle… eh… ejem… maldición…!

  • El luto me trae de vuelta (hoy)

    Murió en Suiza el escritor israelí Ephraim Kishon

    Tel Aviv, 30 de enero. El escritor israelí Ephraim Kishon, quien murió el sábado en Suiza a los 80 años, será enterrado este martes en Israel, anunciaron medios locales. Kishon, considerado uno de los escritores satíricos más exitosos de la actualidad, fue autor de más de 50 libros, traducidos a 37 idiomas. Se editaron 43 millones de ejemplares de sus obras en todo el mundo, 32 millones en alemán, sobre todo de sus Historias de familia, quizás el libro hebreo más vendido después de la Biblia. El también autor de obras de teatro y director de varias películas nació el 23 de agosto de 1924 en Budapest, Hungría, con el nombre de Ferenc Hoffmann. Sobrevivió a los campos de concentración nazis y a los campos de trabajo soviéticos, de donde escapó en 1949 para dirigirse al que sería su país de asilo, Israel. Aunque se le consideraba fundamentalmente conservador, Kishon se ganó a miles de lectores, a quienes hizo reír con sus críticas a las debilidades y contradicciones humanas.

    (Era mi escritor favorito. Es como si muriera un amigo…)

  • Otro año que se va (y yo me despido)

    Gracias por las visitas, los comentarios (los lindos y los feos), los buenos deseos, las amistades, el cariño, y todo lo demás.

    Que siga la fiesta y nos leemos en otros blogs, con otras encarnaciones (tal vez).

    Rax

  • Ciclismo

    Por cierto, creo que va siendo tiempo de un cambio. Ya lo había anunciado, pero esta vez va en serio (la casa va quedando cuca, la chamba está cool, hay un par de proyectines nuevos, y descubrí que puedo pasar hasta cinco días sin navegar. cool, isn’t it?)